De lo relatado hasta aquí puede inferirse que el mundo anterior a la guerra del 14 estaba repartido en áreas de influencia que se disputaban los principales poderes imperiales. Esto era así, pero, ¿qué pasaba con los pueblos sometidos a su férula?
Objetos más que sujetos de la historia, no por eso dentro de ellos dejaban de incubarse procesos que respondían a las coordenadas que marcaban la época y que crecían conforme se agudizaban las contradicciones inter imperiales. La historia se hace en base a una inextricable relación de procesos internos y de procesos externos que interactúan entre sí. El grado de desarrollo económico y educativo, las improntas culturales y la acción sobre estos de los poderes dominantes, son factores que se entrecruzan. Las luchas de los pueblos coloniales o semicoloniales durante la época de auge del imperialismo occidental -es decir, el siglo XIX, que contempló la expansión irrestricta de las diversas formas de dominación de occidente en todo el mundo-, fueron un componente que recorrió en sordina los acontecimientos de ese período. La rebelión de los cipayos en la India y la lucha de los chinos en las guerras del opio expresaron algo de esa resistencia inorgánica y aparentemente condenada frente a la arrolladora superioridad técnica y organizativa de las potencias europeas. Pero, en los años inmediatamente anteriores al estallido de la primera guerra mundial, esas resistencias comenzaron a manifestarse de una manera más efectiva y más acorde con la realidad.
1911 fue el año que vio el derrocamiento de la monarquía manchú en China, y fue también el año en que estalló la revolución mexicana. Países campesinos por antonomasia, gobernados por clases enquistadas en el poder desde hacía mucho tiempo, iban a ser sacudidos por movimientos de masas que indicarían que una nueva era estaba alumbrando en el mundo.
China fue un ejemplo extremo de los destrozos que puede realizar la violencia imperialista y una exhibición asimismo arquetípica del racismo y del extravío que este puede producir por países que se presuponen civilizados y avanzados. Imperialismo y racismo han ido siempre de la mano. Sus raíces están en el apetito económico y el deseo de rapiña, siempre existentes en el mundo, pero que, asociados al capitalismo, potencian infinitamente su capacidad para cometer tropelías. El imperialismo requirió de esa ferocidad para expandirse y para fundar la explotación a escala global. La explotación de la población nativa, la piratería y el tráfico de esclavos –todos fenómenos íntimamente relacionados entre sí- fueron necesarios para que Europa se vistiera de luces. Pero la contrapartida práctica de ese proceso fue, para África, Asia y América, un auténtico vía crucis. En América el camino fue devastador pero tuvo compensaciones. Los pueblos nómades del norte y del sur del continente fueron desalojados de su hábitat, pero eran demasiado escasos y atrasados para configurarse en una alternativa válida para cualquier desarrollo histórico. Donde sus civilizaciones estaban más arraigadas, en el México y el Perú precolombinos, hubo una devastación enorme, pero junto ese crimen hubo una mestización intensiva de colonialistas y colonizados, a la que se sumó luego el aporte negro. Esto no se dio en el caso de la América anglosajona, donde la prevalencia del elemento blanco fue sancionada por un racismo implícito. En la América española, incluida su fracción lusitana, se forjó una civilización nueva, de rasgos enormemente originales y que aun está lejos de haber dado todo de sí.
En África, entendiendo por tal el África negra, los procedimientos fueron aun más drásticos y brutales. Enfrentados a seres que parecían descendientes inmediatos del hombre prehistórico y que no parecían haberse apartado de la naturaleza, los europeos se desprendieron de toda inhibición humanista y cristiana, procediendo a capturas y matanzas a enorme escala. Por otra parte, como señala Hannah Arendt, “la matanza insensata de las tribus del continente negro estaba completamente conforme con las tradiciones de las mismas tribus… El rey Tchaka, que a comienzos del siglo XIX unió a las tribus zulúes en una organización extraordinariamente disciplinada y belicosa, no estableció ni un pueblo ni una nación de zulúes. Sólo logró exterminar a más de un millón de miembros de las tribus más débiles. Como la disciplina y la organización militar no pueden establecer un cuerpo político por mismas, la destrucción siguió siendo un episodio ni siquiera registrado en un proceso irreal e incomprensible que no puede ser aceptado por el hombre y que por eso no puede ser reconocido por la Historia humana”[i].
Ahora bien, cuando el imperialismo se mete con culturas y civilizaciones milenarias, dotadas de grandes religiones y de experiencia administrativa, el cuadro se complica. La India, la China y el Japón, con grandes diferencias entre ellos, eran esa clase de organismos. En Japón el imperialismo extranjero no prosperó porque el país se modernizó aceleradamente y la casta de los samuráis supo cambiarse en una clase empresaria; y porque la tradición guerrera del país fue capaz de generar rápidamente unas fuerzas armadas eficientes que respaldaron un centro monárquico que encarnó la idea de la nacionalidad. Un poco a la manera en los poderes absolutistas fungieron en Europa como núcleo centrípeto hasta el pleno crecimiento y la consolidación de las burguesías nacionales.
En la India la consistencia de la sociedad era más permeable a la preponderancia extranjera, pues el sistema de castas no favorecía la resistencia o más bien la hacía imposible en la medida en que no existía una articulación económica y la cultura se había hecho decadente. Pero vista la dominación británica desde la perspectiva de los cinco mil años de historia, esos “ciento ochenta años… no eran más que un interludio en una larga historia; la India se encontraría de nuevo a sí misma; se estaba escribiendo la última página de ese capítulo”.[ii]
China poseía una historia tanto o más larga que la India. Desde siempre se había considerado el centro del mundo: “el Imperio del Medio”, se designaba a sí misma. Muchos de los progresos técnicos que el occidente desparramó por el mundo habían encontrado un precedente allí. La invención de la pólvora y la brújula, por ejemplo. Y también había existido audacia emprendedora en sus marinos, que llevaron flotas a las puertas del sur del África, antes de que una progresiva involución determinada por un sistema de poder ritual y rígido, imbuido de un sentido jerárquico de los valores sociales, despectivo de los “bárbaros” de occidente e indiferente a los criterios abiertos de este en todo lo referido a las especulaciones filosóficas y científicas, terminara sellando las puertas y volviendo a China de espaldas al mundo. El “Celeste Imperio” no podría ser rival del individualismo y del apetito económico del capitalismo que estaba detrás de expansión de occidente y armaba a sus flotas y ejércitos. Pero, una vez que los chinos probaran la humillación y la derrota, ese pasado consistente iba a ser el contrapeso que les permitiría volver a ponerse de pie.
En la década de 1890, en China, rusos, estadounidenses, británicos, alemanes y japoneses empezaron a cortar el país “en rodajas, como un melón”, como afirmaba un dicho popular. Esto incentivó un nacionalismo ya exacerbado por las guerras del opio y por la derrota frente a Japón. Surgió una conciencia nueva y apremiante respecto de la corrupción y decadencia de la monarquía Qing. La rebelión de los bóxers, nacida en sociedades secretas que practicaban artes marciales, no era antimonárquica, pero estaba poseída por una fuerte tendencia anticristiana, así como por una espiritualidad supersticiosa que hacía que muchos de ellos se creyeran inmunes a las balas. Se multiplicaron las tropelías contra los misioneros y las revueltas culminaron con el asesinato del embajador alemán. El movimiento, imbuido de una disposición xenófoba, era tradicionalista y leal a la dinastía y esta, a través de la emperatriz viuda que ocupaba el trono, decidió ceder a la corriente y declaró la guerra a las potencias extranjeras. En Pekín el cuerpo diplomático se retiró a una zona fortificada a la diabla y defendida por los pequeños destacamentos militares de las embajadas. Los bóxers, mal organizados y desprovistos de armamento moderno, no pudieron tomar esa endeble fortaleza, y el sitio fue levantado tras 55 días por una fuerza expedicionaria formada por japoneses, rusos, franceses y británicos. Un contingente alemán que llegó poco después tuvo a cargo una campaña posterior para eliminar a los bóxers, cosa que consiguió después de una lucha encarnizada. El ejército regular chino, por entonces en vías de modernización, se abstuvo de participar en las batallas, tras lo cual se firmó un humillante tratado de paz, titulado el Protocolo de los Bóxers.
La monarquía, ya desprestigiada, quedó desvalida a partir de estos sucesos. Jóvenes reformistas, muchos de ellos formados en el extranjero –en Japón, especialmente- empezaron a formular demandas que incluían programas de acción. Uno de ellos fue Zou Rong, muerto en prisión a los 20 años de edad, quien dejó un opúsculo, “El ejército revolucionario”, que tuvo gran repercusión y fue ampliamente utilizado por Sun-yat-sen, otro de esos intelectuales formados en el exterior y que aglutinaría en torno a sí al movimiento nacionalista, republicano y socialmente reformista al que llamó primero Alianza Revolucionaria y que terminaría denominándose, años más tarde, el Kuomintang.
Una de las tácticas de los grupos revolucionarios fue inducir a sus miembros a cursar estudios militares para infiltrarse en las filas del Nuevo Ejército en formación y reclutar allí adeptos o simplemente ganar a las fuerzas para su idea de China, a la cual muchos jóvenes oficiales ya estaban bien predispuestos. Tras la explosión accidental de una bomba en una casa de la concesión rusa de Hankou que puso al descubierto a uno de esos grupos revolucionarios, se hizo necesario apresurar la insurrección para evitar que el gobierno desmantelara la organización político-militar. La revuelta se generalizó con rapidez y tras pocos meses de batallas, sublevaciones y atentados, el celeste imperio dejó de existir, cediendo el lugar a una república presidida por Sun-yat sen.
La marcha de la revolución se prolongaría casi cuarenta años, punteada de infinitas peripecias. Tuvo una evolución compleja, pero no hay duda de que los acontecimientos de 1911 fueron el momento fundacional de la renovación que ha convertido a China, del país humillado y hambriento que era a principios del siglo XX, en la segunda potencia económica mundial y en la tercera militar.
Notas
[i] Hannah Arendt, “Los orígenes del totalitarismo. Imperialismo”. Alianza Universidad, México, 1982.
[ii] Jawaharlal Nehru, “El descubrimiento de la India”, Editorial Sudamericana, 1949.