A un siglo del estallido de la primera guerra mundial

“México insurgente”

Tal el título del libro de John Reed que condensa las experiencias de este  gran  periodista estadounidense en la revolución mexicana.[i] México era el arquetipo más dramático posible del camino que los países iberoamericanos hubieron de recorrer una vez conseguida la independencia de España. Aunque el final de la lucha por la independencia de América de la corona de España se suele situar en la batalla de Ayacucho, en 1824, los mexicanos sólo en 1829 terminaron de repeler los intentos de reconquista hispana. A sus disturbios internos hubo de sumar la agresión de Estados Unidos, que lo despojó de la mitad de su territorio y se quedó con todo lo que había al norte del Río Grande. Al despiece del territorio mexicano por obra del vecino del norte se agregó más tarde la invasión francesa de 1861-1866, realizada con respaldo británico. El pretexto de la intervención fue la voluntad de cobrar una deuda impaga…[ii]

Después de muchos sacrificios los mexicanos –el pueblo llano de México, mejor dicho- vivían en condiciones que poco habían variado respecto a la época de la colonia. Lo único que había cambiado era la nacionalidad de los terratenientes: en vez de ser españoles, eran mexicanos de ascendencia española. Los campesinos -indios o mestizos- que representaban la gran mayoría de la población, seguían siendo explotados y despojados de sus tierras por un régimen que combinaba el despotismo con una modernización que revestía el mismo carácter que en el resto de América latina: el capital extranjero creaba ferrocarriles, puertos, caminos, comunicaciones y servicios públicos, pero no para favorecer el desarrollo estructural del país sino para facilitar la rentabilidad de sus inversiones y para favorecer la circulación de las materias primas que extraía en el lugar.

Durante la presidencia de Benito Juárez se produjo una reforma agraria muy importante, que tuvo como blanco las enormes extensiones de tierra que eran propiedad de la Iglesia. Pero esa reforma estuvo lejos de ejercer un efecto benéfico sobre la masa campesina. Todo lo contrario, las tierras expropiadas “fueron a parar a manos de los grandes propietarios territoriales, que de ese modo agrandaron sus ranchos y sus haciendas” (Silva Herzog), perdiéndose de esa manera una oportunidad para crear una capa de campesinos medios, capaz de democratizar la propiedad de la tierra y dinamizar el comercio y la movilidad social.                                                                                  

A principios de siglo México estaba gobernado por Porfirio Díaz, un general que había servido a las órdenes de Benito Juárez y luchado contra la ocupación francesa. Más de tres décadas ocupó o tuteló el poder este militar, cuya personalidad sirvió como uno de los elementos constituyentes de una serie de retratos literarios del dictador latinoamericano. Alejo Carpentier y Ramón del Valle Inclán filtraron muchos de los rasgos de esta figura a la novela, como por ejemplo en “El discurso del método” o en “Tirano Banderas”.

En la última etapa del largo reinado de este dictador, muchos miembros ilustrados de la clase acomodada percibían la necesidad de adecuar al país a las normas de una sociedad moderna, a fin de permitir una representación política de sus intereses, que no siempre coincidían con los de un gobierno burocrático y que no era sensible a las demandas de un mayor dinamismo social. Por otra parte Estados Unidos no veía con buenos ojos los intentos de Díaz de contrarrestar la influencia de la Standard Oil en la explotación del petróleo mexicano jugando la carta del capital británico. En 1910 un hacendado del norte, Francisco I. Madero, tomó las riendas de la protesta y tras huir de la cárcel y exiliarse en Estados Unidos, promulgó el plan de San Luis, que pedía reformas democráticas y llamaba a la insurrección. El llamado cayó en suelo fértil debido al descontento de las masas campesinas. Ese descontento había dado lugar a un difundido bandidaje –un poco al estilo de Robin Hood, que robaba a los ricos para distribuir a los pobres-, y dos jefes de partida, Pancho Villa en el norte del país y Emiliano Zapata en el sur, pronto se constituyeron en amenazas militares de bulto para el gobierno. Tras la caída de Ciudad Juárez, Porfirio Díaz presentó la renuncia y se exilió en Francia.

En 1911 Madero fue electo, pero chocó de inmediato con el descontento de los jefes de la revuelta campesina, que le reprocharon no llevar a cabo la reforma agraria que había prometido, mientras que al mismo tiempo era antagonizado por la opinión conservadora, por sectores del ejército y por altos militares pasados a retiro. La situación se hacía insostenible y brindaba todos los pretextos posibles para un golpe de mano. En febrero de 1913 se produjo en el Distrito Federal un alzamiento encabezado por los generales Bernardo Reyes y Félix Díaz, que conspiraban desde la cárcel, en combinación con los generales en activo Manuel Mondragón y Gregorio Ruiz. Los insurgentes fueron rechazados en un primer intento por apoderarse del Palacio Nacional, pero se atrincheraron en La Ciudadela,  un recinto fortificado que fungía de arsenal militar. En torno a este lugar se tramó la siniestra trama de traiciones y emboscadas que derrocó al gobierno de Madero. El general Victoriano Huerta, que había mantenido conversaciones secretas con los jefes insurrectos antes de la rebelión, fue designado por Madero como ministro de guerra y jefe del ejército encargado de sofocar el movimiento. Durante diez días –la Decena Trágica- Huerta mandó a las tropas a su mando al muere en una serie de ataques frontales insensatos, a lo largo de avenidas barridas por ametralladoras, mientras bombardeaba su objetivo con granadas de metralla, en vez de hacerlo con granadas de percusión, lo que tornaba casi inútil el bombardeo. Al mismo tiempo los rebeldes, bien provistos de armamento pesado y municiones, descargaban sus piezas sobre la ciudad, alcanzando incluso al Palacio Nacional. Se creaba así la imagen de un gobierno impotente para reprimir la sedición y se abría el espacio para la “mediación” del embajador de Estados Unidos, Henry Lane Wilson, que detestaba a Madero y favorecía los insurgentes. Todo terminó con un golpe de teatro equiparable al de una tragedia shakesperiana: la captura del presidente y del vicepresidente Pino Suárez por el general que debía defenderlos, Huerta, y el asesinato de ambos un par de días después, junto al de Gustavo Madero, hermano del presidente.

La batalla había dejado miles de muertos, la mayor parte de ellos civiles tomados entre dos fuegos, y había instalado a Huerta en la presidencia. Pero el hecho también había precipitado un alzamiento generalizado del pueblo llano contra la contrarrevolución, que se había manchado de sangre hasta los codos y se había hecho del gobierno por medio de una traición repugnante.

De ahí en más los acontecimientos seguirían una marcha imparable, pero prolongada y muy dolorosa, que habría de costar alrededor de un millón de muertos en dos décadas de violencia. Sólo a mediados de la década de 1930 México saldría definitivamente de su crisis, con un sistema democrático desde luego imperfecto, pero asentado sobre bases sociales aceptables. Al general Lázaro Cárdenas le tocaría coronar pacíficamente ese período terrible, pero expresivo de que las masas profundas del pueblo no podían seguir siendo ignoradas. La reforma agraria y la nacionalización del petróleo echaron las bases de un sistema, por cierto insuficiente desde la perspectiva de una democracia cumplida, pero sobre cuyas coordenadas México pudo vivir pacíficamente durante décadas.

La guerra ruso-japonesa y la revolución de 1905, y el comienzo de las largas y trágicas peripecias en China y México fueron el campanazo de partida, por entonces no escuchado por todos, de una era de guerra, revolución y conmociones sociales cuya vehemencia  está muy lejos de haberse agotado hoy en  día.

 


Notas

[i] Reed escribiría años más tarde “Diez días que conmovieron al mundo”, la estupenda crónica de la revolución bolchevique de octubre de 1917. Durante mucho tiempo este no fue un libro de fácil acceso, no sólo por las objeciones que despertaba en los países capitalistas, sino porque en la Rusia estalinista las  menciones elogiosas que la obra prodigaba a León Trotsky, eran tabú. Todavía hace pocos años hubo que tolerar una reedición de ese precioso trabajo con notas al pie que, si bien respetaban el texto original, le enmendaban la página a Reed a propósito de sus observaciones positivas referidas al fundador del Ejército Rojo.

[ii] Es interesante observar que, por esa época, ingleses y  franceses operaban de consuno en Iberoamérica y en Asia. Si en China abrían a cañonazos el Yangtsé al comercio internacional, en el Río de la Plata también desplegaban un intenso activismo, que resultó en la toma de Montevideo, las correrías de Garibaldi y el intento de abrir por la fuerza el acceso a los ríos interiores, que dio lugar a la campaña del Paraná, significada por los combates de Obligado y Tonelero. 

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