La guerra del 14 puso a la civilización occidental frente a lo increíble. De pronto los parámetros que habían sostenido la vida social en todo el siglo anterior se hicieron trizas. La tradición del optimismo positivista y del racionalismo salido de la Ilustración y de los desarrollos desatados por la Revolución Francesa se declaró en quiebra. La creencia en el progreso interminable y en el carácter liberador de la ciencia evidenció su insuficiencia para explicar la naturaleza ambigua del proceso de cambio. El saber científico podía salvar vidas y multiplicar las ocasiones para aumentar la riqueza y potenciar la capacidad para explotar los recursos naturales, así como la tecnología hacía posible avances tan enormes como el vuelo con máquinas más pesadas que el aire, liberando al hombre de su atadura a la ley de la gravedad. Pero al mismo tiempo todas esas maravillas podían servir para multiplicar la matanza, envenenar el ambiente y hacer llegar las brutalidades de la guerra a la totalidad de los habitantes del planeta. La interdicción marítima, el bloqueo, el arma submarina y el arma aérea estaban concebidos para castigar a las poblaciones civiles. O, en todo caso, para llegar a hacerlo una vez que hubiesen revelado todas sus potencialidades, que hasta la guerra habían estado ocultas. Los gases tóxicos y las armas químicas ponían sobre el tapete el carácter perverso que podía tener la utilización bélica del desarrollo tecnológico.
La causa de esta evolución contradictoria eran las transformaciones en serie generadas por el capitalismo. Sin él no habría habido progreso, pero el progreso, como se puso de manifiesto en la guerra, era un arma de doble filo. No se podía volver atrás, sin embargo, por lo que las respuestas a este proceso de avance tumultuoso, a la vez luminoso y horrible, debían –y deben- insertarse en la corriente del cambio, tratando de “cabalgar el torbellino y dominar la tempestad”. El proceso histórico tiene, a partir de la guerra del 14, un motor al que alude el mismo nombre que se da a ese conflicto: primera guerra mundial. Se trata en efecto de un combate monumental por la hegemonía global que se libra entre imperialismos de diversa entidad, complicado con una lucha de clases que lo hace confuso, pero que a la vez lo dota del único rasgo que de alguna manera lo ennoblece: la pugna por lograr un modelo de desarrollo que, sin dejar de ser dinámico, pueda establecer un cierto grado de equidad en las relaciones sociales y de orden en las relaciones internacionales. El desarrollo que han alcanzado las herramientas de destrucción asegura, en efecto, que por primera vez la humanidad está en condiciones de suicidarse o al menos de retrogradar hasta lo más profundo de los tiempos oscuros. Hay que luchar para escapar a ese sino.
1914 fue la apertura de un período de guerras que puede denominarse como la segunda Guerra de los 30 años. Cuando este terminó, en 1945, alumbró un mundo no hegemónico sino bipolar, que se prolongó hasta la caída de la URSS. El período de entreguerras fue el período de las ideologías programáticas, el fascismo y el comunismo, enfrentados al pragmatismo de las democracias parlamentarias o presidencialistas de Europa occidental y Estados Unidos. La victoria correspondió a estas últimas, con el aditamento de un hecho singular: la conversión de la Unión Soviética a ese mismo principio pragmático, pues aunque conservó de labios para afuera un credo revolucionario y aunque por un tiempo siguió proponiéndose como un modelo alternativo de planificación centralizada opuesto al modelo más elástico de la libertad de mercado, en la práctica orientó su política exterior de acuerdo a criterios geopolíticos, no ideológicos. Cuando Vladimir Putin afirma que el hundimiento de la URSS fue la catástrofe geopolítica más grande del siglo XX no dice sino la verdad pura. Fue un hito en el trayecto del combate la utopía posible y el realismo negador de la posibilidad de la evolución social; entre el principio del balance de poder y el de la hegemonía global que se viene dirimiendo desde los orígenes del capitalismo. A partir de 1992 la lucha por el poder mundial pasó de ser un estadio de confrontación “fría”, cuyas válvulas de escape eran conflictos en la periferia en las cuales las dos superpotencias dirimían sus diferencias por interpósitas personas,[i] a ser un escenario en el cual un protagonista predominante, Estados Unidos, intentó imponer su “destino manifiesto” avanzando con decisión en el espacio que otros países reivindicaban como propio o como parte de su zona de influencia.
Por lo tanto el estallido de la bipolaridad nos ha devuelto a una situación parecida a la de 1914. La existencia de un país que encarna la pulsión a la concentración del beneficio del capital y aspira a la hegemonía, Estados Unidos, y la presencia de varios actores internacionales que no tienen intención de cedérsela porque perciben los datos imponderables y peligrosos de la situación que se derivaría de la consumación de semejante hecho, establecen un paralelo inquietante con lo que acontecía antes del atentado de Sarajevo. Y el curso agresivo de Washington respecto a su enemigo potencial más fuerte, Rusia, suscita el recuerdo de los diversos expedientes con los que la Entente intentó el cerco de Alemania y, con ello, excitó los reflejos defensivo-agresivos de esa potencia. En el caso actual esta presión es mucho más desnuda y directa que en los procedimientos aplicados antes de la primera guerra mundial.
EE.UU. es, en relación a su peso específico global, mucho más fuerte de lo que lo era Gran Bretaña en 1914. La Federación Rusa y China están lejos de igualar su poderío militar, si se las considera separadamente, pero, en la medida en que puedan coordinar una política común frente a occidente, y en que se perfilan como un poder económico capaz de reemplazarlo, representan un factor de poder al que se hace difícil neutralizar. Por eso es muy peligroso pretender recortarles sus áreas de influencia o, peor aun, pretender morder sus fronteras. Sólo una supina ignorancia de parte de los dirigentes occidentales puede imaginar que se podrá rechazar a Rusia hacia las profundidades de Asia, a la manera en que Hitler pretendió hacerlo en 1941. La reacción rusa ante los manejos de la OTAN en Georgia y en Ucrania debería haber aclarado el punto a los funcionarios de Washington; pero no es seguro que sea así.
Durante décadas el mundo estuvo temiendo la posibilidad de una guerra nuclear en gran escala. Sin embargo, la bipolaridad hasta cierto punto congelaba esa opción debido al temor a la destrucción mutua, que operaba como un freno para los políticos que se encontraban al frente de las dos superpotencias. La multipolaridad parece ahora haber aventado esos miedos y liberado los demonios del excepcionalismo norteamericano y los del capitalismo salvaje que en él se encarna. Los políticos prudentes se han esfumado. Con desmesurada hipocresía, batiendo el parche de la democracia y los derechos humanos, y esgrimiendo “el derecho a proteger” a los pueblos oprimidos por gobiernos supuestamente tiránicos, se desencadenan sin cesar políticas activas de intervención en todos los lugares donde existen reservas minerales o energéticas importantes o que se significan como emplazamientos estratégicos codiciables.
Sólo una banda de irresponsables puede seguir llevando adelante las políticas agresivas que la OTAN expande en un amplio abanico: Yugoslavia, Kosovo, Afganistán, Irak, Irán, Georgia, Libia, Siria y ahora Ucrania. De seguir en ese camino en algún momento se tropezará con un obstáculo al no se podrá remover a menos que se apueste el todo por el todo. Y cuando se llega a esa etapa, aunque se quiera evitar la catástrofe, el factor de la contingencia opera como un imponderable. El azar puede gatillar decisiones precipitadas y los errores de cálculo de pronto incrementan su peligrosidad fuera de toda proporción, como sucediera en 1914.
Por desgracia parece haber una relación entre la naturaleza de esta etapa del capitalismo, y el cretinismo que cabe detectar entre los políticos y los geoestrategas encargados de evaluar y conducir las relaciones internacionales de los países dominantes. Un sistema económico desasido de amarras concretas, que encuentra su razón de ser no en una actividad mensurable en la producción de bienes de capital, sino en un constante e ingobernable flujo de la especulación financiera, tiende a producir ejemplares de políticos enfrascados en cálculos también coyunturales, cuya ligereza remeda la volatilidad de los procedimientos económicos a los que ellos se adaptan.
Nota
[i] No queremos significar con esto que los países donde se verificaban esos conflictos fueran meros títeres en una batalla que no les pertenecía. Por el contrario, en general esas luchas surgieron de movimientos en pro de la autodeterminación nacional y del combate contra el coloniaje. Pero en ese marco era natural que los imperios tratasen de allegárselos con finalidades que no iban en exclusivo beneficio de los interesados. Había diferencia capital sin embargo: Estados Unidos y occidente, en razón de los requerimientos económicos que les dictaba su naturaleza capitalista y el imperativo del incesante aumento de la ganancia, requerían la explotación de los recursos de los terceros países en un marco de inequidad social, mientras que el comunismo, que en principio se basaba en el postulado “a cada cual según su aporte, a cada uno según sus necesidades” no estaba obligado a ejercer una presión incesante sobre la masa laboral a fin de mantener siempre más alta la tasa de beneficio de una oligarquía dominante. En consecuencia su aporte a la lucha insurreccional de los oprimidos, si bien se fundaba en parte en postulados geopolíticos, era mucho más desinteresado en el plano económico.
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