A un siglo del estallido de la primera guerra mundial

Los peligros latentes

Los riesgos de estallido de súbitos desequilibrios en el seno de las sociedades, debidos a la irrupción de factores contingentes,  son más marcados en nuestra época que en 1914. El factor demográfico se ha constituido en uno de los datos más explosivos del mundo de hoy. La población crece a ritmo exponencial en los países subdesarrollados mientras que se estanca en los países ricos. Esto origina movimientos migratorios que alterarán cada vez más el panorama en estos últimos y que provocarán –ya están provocando- alteraciones notables en su vida social, mientras que en los países de origen de esas masas migrantes los problemas derivados de la injusta distribución internacional de la riqueza y del neocolonialismo no hacen más que agravarse.

No hay en el mundo actual la disponibilidad de espacio que existía en la segunda mitad del siglo XIX y los albores del siglo XX, cuando los excedentes poblacionales de Europa encontraban salida en América o en las colonias africanas o asiáticas. La población de los países desarrollados se ha estabilizado o está en decadencia, mientras que en los países de la periferia pobre la natalidad trepa. Los países ricos con población de edad avanzada y con una renovación generacional que disminuye o se ciñe a números que indican el estancamiento, deben enfrentarse a ejércitos de jóvenes africanos, latinoamericanos o asiáticos que presionan en las fronteras, se infiltran a través de ellas y cumplen tareas de servicio no especializadas. Esos grupos se constituyen como núcleos extraños a la idiosincrasia de los países receptores. A estos no les queda más remedio que aceptarlos para que desempeñen los trabajos que antes realizaban allí los miembros de los estamentos inferiores –en la actualidad ya confundidos con la clase media o al menos en una clase media baja- o rechazarlos, expulsándolos y blindando las fronteras. Los dos expedientes resultan problemáticos. El primero porque, existiendo resistencias de carácter étnico o confesional, o ambas a la vez, se hace difícil asimilar a esos nuevos y numerosos habitantes a países de vieja cultura. El segundo porque multiplica la crisis de la periferia sin evitar que la presión contra el “limes” prosiga y asuma un carácter cada vez más agresivo.

Queda una tercera opción, la de instaurar un orden internacional y social más justo y desinteresado, que ayude efectivamente al mundo en desarrollo renunciando a saquearlo y permitiéndole darse una evolución coherente con sus posibilidades. Pero esto se encuentra fuera del ADN del capitalismo salvaje, y tal vez fuera también de las posibilidades del capitalismo a secas. Los discursos sobre la democracia, los derechos humanos, la igualdad entre los sexos y el respeto a la diferencia y a las minorías, tan comunes en estos días, son recursos retóricos que velan la voluntad neocolonialista, dispuesta a apelar a cualquier subterfugio para lograr sus fines. El carácter instrumental de esa cháchara se pone de manifiesto en especial en el tratamiento ambiguo que, desde el centro, se da a las manifestaciones de la etnicidad y del confesionalismo que afloran en el tercero y cuarto mundo como respuesta a la frustración que en él causa el choque con un occidente que lo explota y altera sus parámetros culturales.

La floración de los fundamentalismos religiosos que abundan hoy en el mundo islámico y que siguió al fracaso de las revoluciones coloniales de las décadas de 1950 y 1960, es un desastre, pues expresa el fracaso que se registra en esos países en darse una salida que sea compatible con la evolución de las fuerzas productivas y de la conciencia de sí presentes en nuestro tiempo. Es un retorno al paraíso de un pasado ficticio, inaceptable sobre todo para la población de los países en los que se encarna, pues niega la evolución en nombre de un principio religioso totalizador y antimoderno. La CIA y el Departamento de Estado usan a esos movimientos fundamentalistas en su propio provecho, aun sabiendo que son un arma de doble filo, capaz de asesinar a Gaddafi, pero también de embestir contra las torres gemelas. Los daños que pueden causar, sin embargo, son limitables y en última instancia se puede anular a los vectores del terror, suprimiéndolos cuando dejan de hacer falta. Pero como su utilidad provisoria es muy grande, pudiendo servir como agentes provocadores (en el caso de los ataques del 11/S) o como ariete contra gobiernos molestos como los de Libia y Siria, se los conserva.

La gran incógnita  

Nadie dispone de una bola de cristal para pronosticar el futuro. Lo único que podemos hacer es mirar al presente con los ojos que da la experiencia del pasado. Sin suponer que los términos de aquella ecuación temporal, la de 1914, volverán a repetirse, pero sabiendo que la disputa por la hegemonía global inaugurada entonces sigue vigente. Esto debe servir para instruirnos con los procesos psicológicos que una situación de crisis producida en determinadas condiciones puede provocar entre quienes la viven.

Para el común de las gentes en 1914 el mundo estaba pasablemente en orden. Los países dominantes explotaban a los más débiles y las rivalidades imperiales parecían poder discurrir por canales por los cuales en última instancia se podía circular. La injusticia que subyacía a ese ordenamiento parecía poder ser gradualmente recortada por el progreso. De pronto todo eso se vino abajo. Multitudes entusiastas se desparramaron por las calles y las plazas tras la convocatoria a las armas, sin pararse a pensar en las razones de fondo que las fuerzas económicas y los poderes instituidos tenían para propiciar la guerra. Esa ingenuidad ha desaparecido hoy, pero no ha sido reemplazada por una decisión de oponerse a los factores que propician los conflictos. Lo que predomina en el público de los países centrales es una especie de indiferencia desencantada, hecha de aturdimiento, hedonismo, consumismo, relativismo e irritación difusa, que no alcanza a encontrar una articulación en la razón crítica y que, en consecuencia, no consigue superar la sensación de un difuso malestar. Su capacidad para resistir los manejos de las fuerzas que propician una globalización asimétrica y que tienen como correa de transmisión a una clase política que mastica un discurso único, es prácticamente nula.

En cuanto a la izquierda radical, que tenía un discurso crítico y una política activa para combatir el estado de cosas, no ha podido sobrevivir a la degeneración del credo revolucionario provocada por estalinismo y por el final hundimiento de la experiencia socialista en los países del Europa Oriental, y a la transmutación de esta en un socialmente desigual capitalismo tutelado por el estado. Y en la estela de este fracaso, los movimientos coloniales que habían encontrado en la URSS y en China un modelo para escapar al atraso, cayeron víctimas de sus contradicciones, de la hostilidad imperialista y de la inmadurez de las condiciones sociales de los países en los surgieron. Esto es lo que ha llevado a la indefensión ante el avance de las políticas neoconservadoras, que están tratando reproducir, a la escala de nuestro tiempo y con su parafernalia tecnológica, las condiciones propias del siglo XIX.

Sin una reencarnación, actualizada, de los ideales de la Ilustración y del racionalismo, y sin una puesta en vigencia de las concepciones de ética, libertad y de la democracia concebidas no como una alquimia legitimadora y protectora de los intereses de clase sino como una expresión de la voluntad del pueblo, será difícil evitar el reingreso a la era de las catástrofes. Por supuesto estas no tendrán porqué revestir las mismas características que las anteriores ni necesariamente aniquilar a la humanidad liberando su capacidad para autodestruirse, pero estarán muy cerca de ello y al aproximarse al abismo nunca podrá descartarse la posibilidad de un paso en falso que nos precipite en él.

¿Cómo hacer para que la razón crítica y la praxis vuelvan a encontrarse? ¿Cómo hacer que la utopía humanista del socialismo renazca? No hay respuesta fácil a esta pregunta. Como se interroga Thomas Mann en la frase final de “La Montaña Mágica”, al abandonar a su criatura Hans Castorp en el crepúsculo incendiado durante un ataque en el frente:

“De esta fiesta mundial de la muerte, de esta mala fiebre que incendia en torno tuyo el cielo de esta noche lluviosa, ¿se elevará el amor algún día?

Hasta hoy no se ha encontrado respuesta a esa pregunta.

 

Nota 2 - 2 de 2 [Total 2 Páginas]

<<anterior 1 2
Ver listado de Publicaciones