La posguerra del conflicto 1914-1918 vio el surgimiento de un mundo nuevo. Es decir, contempló una transformación radical de los estilos y modos de vida, de las formas de hacer política y de las metas que se proponían con ella, modificación que latía en la preguerra y que en el momento de la posguerra hizo erupción con enorme virulencia a consecuencia del trámite mismo del conflicto: por la manera en que se habían llevado adelante las operaciones, por la amplitud y brutalidad que habían tenido estas y por la influencia de la propaganda de masas.
La desmovilización de los ejércitos devolvió a la vida civil a millones de hombres. En los países del bando victorioso, esto representó un choque que se expandiría en una infinidad de círculos concéntricos; pero que era, en definitiva, asimilable. En los países derrotados, en Alemania en primer lugar, generó una masa inquieta y psicológicamente descentrada que sería el caldo de cultivo de las tendencias políticas más irracionales del siglo XX. La otra gran nación derrotada era Rusia, donde bullía la guerra civil y donde surgiría un régimen que tendría fundamental gravitación en el mundo entero durante los siguientes 70 años.
Entre los vencedores, por otra parte, había países que habían salido frustrados del conflicto. Uno era Italia, a la cual se le negaron en Versalles parte de las promesas que se le habían hecho para que ingresara a una guerra donde 650.000 de sus hijos habían perdido la vida. Si bien incorporó a Trento y a Trieste, las promesas que le habían sido hechas respecto a Dalmacia no se cumplieron, pues el territorio fue asignado a la flamante Yugoslavia, y otras opciones se le escaparon de entre las manos porque Turquía no pudo ser desmembrada hasta el punto que los aliados habían previsto para después de la victoria.
Japón, por otra parte, si bien había conseguido casi sin derramar sangre parte de las posesiones a las que aspiraba –Tsingtao y la península de Shandong en China, y también había conseguido el mandato sobre numerosas islas de la Micronesia[i], no se sintió reconocido en sus aspiraciones. Las ganancias no fueron consideradas suficientes por Tokio, que requería una mayor libertad de acción en China y solicitaba la inclusión, en el tratado de Versalles, de una cláusula que supusiera la igualdad racial entre los asiáticos y los occidentales. Todos los gobiernos europeos eludieron esa declaración y también el de Wilson. Admitir semejante cosa hubiera equivalido, en efecto, a desterrar el principio implícito del predominio occidental en las colonias; esto es, la superioridad de los dominadores blancos. Tal negativa fue sentida en Japón como un agravio que hacía irrelevantes las concesiones que se le habían hecho en China y el Pacífico. La propagación de una fuerte propaganda antijaponesa en Estados Unidos –que ya había fijado al Pacífico como su nueva frontera y a China como su principal bocado y cuyos intereses eran antagónicos a los del imperio del sol naciente- también cargaron las tintas de las nubes que se estaban formando en el horizonte. La remota península de Shandong se convirtió así en un foco –sin embargo artificial- de la política doméstica en la Unión, pues los republicanos aprovecharon el punto para arremeter contra Wilson y sus proyectos[ii] referidos a la Sociedad de las Naciones. La sensación de sufrir un tratamiento desigual que experimentaban los japoneses se pronunció cuando los británicos decidieron renunciar a la alianza con ellos. Puestos en la opción de tener que elegir entre Tokio y Washington y frente a la necesidad de atender asimismo a los reclamos de los países de la Commonwealth, como Australia o Nueva Zelanda, que sentían crecer la amenaza japonesa y tendían a recostarse sobre Estados Unidos, los gobernantes británicos no dudaron mucho.
Se perfeccionaba así una línea de fuerza de la política mundial que había nacido con la consolidación de los Estados Unidos después de la guerra de Secesión. El desplazamiento del eje del poder de oriente a occidente se pronunciaba. La represión de la rebelión del Sur había unificado a USA y permitido dar cima a la expansión hacia el oeste. Luego la guerra con España había abierto a Estados Unidos las puertas del Pacífico al instalarlo en las Filipinas. Gore Vidal expresa ese momento a través de uno de los personajes de su novela “Imperio”:
“El hombre que hizo cargo de nuestro destino después del señor Mr. Lincoln… el señor McKinley[iii]… nos ha dado este imperio. Ellos (sus financistas) le buscaron el dinero (una habilidad práctica) para que pudiera darnos este imperio que nos ha dado. La ocasión es perfecta, además. En el preciso momento en que Inglaterra empieza a perder el control del mundo, justo cuando Alemania, Rusia y Japón forcejean entre sí para ocupar el lugar de Inglaterra, se les adelanta el Comandante (Mc Kinley) ¡y el océano Pacífico es nuestro! O lo será muy pronto; y los nuevos polos de poder serán Rusia, en la masa continental oriental, y Estados Unidos en occidente, ¡con Inglaterra, nuestra al fin, en el centro! ¡Ay, quién tuviera su edad, señorita Sandford, para contemplar las maravillas de nuestra era augusta![iv]
La paz envenenada
Pero en 1920 la perspectiva de las pobres gentes que habían padecido la guerra del 14 no era precisamente augusta. Tampoco lo era la de la clase burguesa y sus representantes en otros lugares, fuera de Estados Unidos. Incluso en los países victoriosos la paz venía envenenada. No sólo por la sombra de los millones de hombres jóvenes sacrificados en el frente, sino porque aunque hubiesen obtenido sus objetivos, a veces estos parecían haberse vaciado de contenido. Francia había recuperado los territorios perdidos en 1870 y había saciado su sed de revancha, pero ¡a qué precio! Y más allá de esto se levantaba el sombrío presentimiento de que la amenaza alemana no había cesado. Gran Bretaña, por cierto, podía regocijarse más que otras naciones por el saldo del conflicto, a pesar de sus también enormes pérdidas. Había suprimido la amenaza de la flota alemana, hundida en Scapa Flow por sus tripulantes para no que no cayesen en manos inglesas; había desalojado a Alemania de los mercados, se había apoderado de todas sus posesiones insulares frente a la costa australiana y de todas sus colonias africanas, con excepción de las pocas que habían pasado a Francia; se había adueñado del ferrocarril de Bagdad y se había asegurado el dominio incontestado del mundo árabe y de los formidables recursos energéticos que allí dormían.
Por otra parte, sin embargo, estaba enormemente endeudada y las reparaciones que debía pagar Alemania no bastaban –como no alcanzaban para los franceses- para devolverla al puesto de centro mundial de las finanzas: Nueva York en vez de Londres se había transformado en la primera bolsa del mundo. Wall Street se imponía a la City.
Estados Unidos sí había conseguido todas las metas que se había fijado al entrar en guerra. A un precio relativamente bajo –si se comparan las bajas norteamericanas con las de los otros países aliados-, había obtenido ganancias enormes.[v] La Entente había vencido y por lo tanto los préstamos que sus países habían contraído en Estados Unidos estaban garantizados: ningún país victorioso iba a declararse en bancarrota. Alemania había sido sacada del juego y por lo tanto no habría que temerla ni en Suramérica ni en el lejano oriente; Gran Bretaña, ligada a Estados Unidos por vínculos económicos que la hacían dependiente del capital norteamericano, podía ser animada a denunciar su alianza con el Japón y a transferir parte de sus fuerzas navales hacia el Pacífico, donde contribuiría a la política antijaponesa de Washington. Fue por esa época que Singapur comenzó a ser convertida en una gigantesca fortaleza, cuyo único sentido estaba en prepararse para la eventualidad de una guerra con Japón.
Pero el foco mayor de la tensión estaba en Europa oriental y central, y en la península italiana. La revolución rusa era un fenómeno de alcance mundial. No hasta el punto que habían presumido sus promotores, pero sí lo suficiente como para erigirse en un espantajo para la clase burguesa de los países victoriosos y aun más de los países derrotados. Los dirigentes de la recién fundada Unión Soviética no ocultaban su deseo de convertirse en el punto de partida de una conmoción universal que acabase con el capitalismo. Su meta era la revolución en Alemania, a la que consideraban, con razón, la potencia europea más avanzada en el campo industrial y la dotada de una cultura política arraigada en las masas que permitía esperar un levantamiento parecido y mejor que el ruso. En realidad fue esta esperanza la que determinó en gran medida el alzamiento bolchevique: si Lenin y los suyos se lanzaron a la aventurada empresa revolucionaria a pesar de la oposición de los mencheviques, de sus propias vacilaciones y de la oposición de todos los partidos de la segunda internacional, que renegaban de la dictadura del proletariado y querían una vía de legalidad democrático-institucional para el cambio, fue porque confiaban en que las masas europeas -asqueadas de la matanza en la guerra y furiosas contra los responsables imperialistas de la masacre-, se levantarían contra sus burguesías, abriendo, como en Rusia, una etapa de conmoción general de perspectivas imprevisibles. Esta esperanza se reveló vana. Se iba a producir una enorme inestabilidad en muchos de los países centrales y se verificarían alzamientos en armas y tomas fugaces del poder en varios lugares, pero la estructura de la sociedad burguesa se mantendría sólida. Y donde esta no era lo bastante firme como para garantizar la primacía de la clase capitalista, como en Alemania, Italia y Hungría, esta apelaría a expedientes tan radicales como los de la revolución que los amenazaba. Ello daría lugar a la floración de los fascismos, que sin embargo se revelarían como una espada de doble filo. En efecto, iban a salvar el pellejo de los sectores del privilegio, pero también introducirían una dinámica plebeya en la política que pondría a aquellos bajo la férula de un aventurerismo que los llevó a una catástrofe no menos terrible que la que se pretendía evitar.
Notas
[i] Como las islas Marianas, las Marshall y las Carolinas, o al menos gran parte de ellas. Esas posesiones servirían más tarde como bases para la dispersa lucha que Japón disputaría en ese océano con Estados Unidos, durante la segunda guerra mundial.
[ii] Barbara Tuchman: “Stilwell and the american experience in China”, Bantam Books, 1985.
[iii] William McKinley, vigésimo quinto presidente de los Estados Unidos, desde 1897 hasta su asesinato en 1901.
[iv] Gore Vidal: “Imperio”, Edhasa, 2004.
[v] Conviene hacer una digresión al margen. Cuando hablamos del rédito obtenido por Estados Unidos o por Inglaterra, hay que entender que nos estamos refiriendo a su clase empresaria y dirigente. Las compensaciones y beneficios que recayeron sobre la generalidad del pueblo de ninguna manera revistieron entidad y tocaron más a los valores abstractos del orgullo nacional que al bienestar de sus miembros.