A un siglo del estallido de la primera guerra mundial

Hasta mediados de la década del veinte la presencia del comunismo en el este de Europa fue percibida, en las clases adineradas de Europa y América, como una amenaza muy seria, tal vez mortal si prendía en Alemania. La burguesía europea nunca había bromeado cuando hubo de lidiar con movimientos insurreccionales de corte proletario. Las experiencias de la implacable represión del alzamiento obrero en junio de 1848 durante la II república en Francia y la liquidación de la Comuna de París en 1871así lo demostraban. Los bolcheviques eran conscientes del riesgo que los amenazaba cuando se hicieron con el poder en Rusia en un mundo en guerra. Estaban seguros de que sus cabezas rodarían si eran derrotados por la reacción interna apoyada por el extranjero. La actitud de las potencias occidentales respecto a ellos no dejaba dudas al respecto. Tropas británicas ayudaron en 1919 al general Nikolai Yudenich en sus intentos para tomar Petrogrado y destruir el nido de la revolución. Los prisioneros checos liberados de los campos rusos fueron agrupados en una división combatiente que fue aprovechada por las fuerzas contrarrevolucionarias que se agrupaban en Siberia. Los norteamericanos y los japoneses desembarcaron en Vladivostok, los ingleses y los franceses en Crimea, y occidente ayudó al bando conformado por el ejército blanco en su lucha contra el ejército rojo formado sobre la marcha por el gobierno comunista, que en el ínterin se había trasladado de Petrogrado a la vieja capital, Moscú.

La existencia de estos bandos tan furiosamente opuestos y tan temerosos de su destino final si eran derrotados, imprimió a la lucha rasgos de una ferocidad inaudita. La guerra civil rusa fue de una crueldad sin paralelo e infligió al país aun más sufrimientos que los padecidos durante la guerra con Alemania. Fue acompañada por campañas de terror en ambos bandos que tomaron como objetivo no sólo a los elementos políticos del sector contrario sino a clases enteras. Los blancos fusilaban sin contemplaciones a la población obrera en muchas partes y los bolcheviques solían poner contra el paredón a los que juzgaban como elementos hostiles al régimen soviético en razón de su mera pertenencia de clase, sin pararse a preguntar si habían cometido o no algún delito. El sistema estatal soviético desarrolló una policía política, la Checa, luego GPU, que heredaba la tradición de espionaje e infiltración de la Ojrana zarista y la perfeccionaba como instrumento de terror político.

El fantasma bolchevique

El espectáculo del terror rojo contrapuesto al terror blanco horrorizó a Europa. Los principales medios de prensa por supuesto aprovecharon las características implacables de esa lucha para sembrar el pánico en un público de clase media que se veía, en Alemania y los países centroeuropeos especialmente, desposeído de sus ahorros por la inflación galopante (derivada en parte de los trastornos que resultaban de pagar las reparaciones de guerra) y que sentía vacilar en los fundamentos de respetabilidad, honorabilidad y moral sexual que habían sido su sostén antes de 1914. Había hecho crisis todo un sentido del orden. Tras la huida del káiser y la disolución de los ejércitos, tras la bancarrota financiera y el hambre que se prolongaba como consecuencia de la prórroga del bloqueo, en la estela del abatimiento de la industria y de la depreciación de la moneda, muchas jóvenes de buena familia se prostituían para seguir subsistiendo. La homosexualidad y la droga se exhibían sin velos en los cabarets berlineses. Una ola de pesimismo y rabia recorría las calles.

En enero de 1919 había sido sofocada una revuelta comunista en Berlín. Los instrumentos de la represión habían sido tropas recién llegadas del frente y los Freikorps o grupos de voluntarios libres que estaban organizándose para defender a la población alemana en los países bálticos de la penetración bolchevique. Los dos exponentes más en vista del ala izquierda de la socialdemocracia que habían tomado partido por la revolución rusa, el ex diputado Karl Liebnecht y la ideóloga y activista política Rosa Luxemburgo, fueron asesinados. Decenas más fueron fusilados en los cuarteles. El  descontento bullía y se expresaba tanto en la clase obrera como en la clase media. El pueblo era solicitado por las formaciones de la extrema izquierda y por las de la extrema derecha. Entre estas últimas comenzó a crecer el NSDAP, el Nazionalsozialistiche Deutsche Arbeiterpartei o Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes, luego conocido, fuera de Alemania, como partido nazi. Estaba encabezado por un demagogo de genio, Adolfo Hitler. Su mensaje expresaba el resentimiento de los que volvían de la guerra y sentían que sus sacrificios eran ignorados por los demócratas de la república de Weimar y se erizaban –como aun más ocurría con los ex combatientes que optaban por una salida de izquierdas- ante el espectáculo de la corrupción ambiente que tan bien retrató George Grosz en sus dibujos y pinturas. Este período duraría los años caóticos que vieron el putsch de Munich –la primera aparición a escala nacional de Hitler-, varios alzamientos comunistas, la ocupación del Ruhr por el ejército francés para forzar el pago de las reparaciones de guerra y la hiperinflación. En ese lapso surgirían las SA o Sturmabteilung o Secciones de Asalto del nacionalsocialismo, y se consolidaría el KPD, el partido comunista de Alemania. A este desorden seguiría un período de relativa calma, idealizado por muchos como el período de la república de Weimar[i]. Ayudada por el plan Young, el sistema de crédito provisto por Estados Unidos, la industria alemana repuntó y, por un breve tiempo, Alemania pudo disfrutar de una andadura políticamente regular e incluso económicamente pujante, hasta que la crisis mundial de 1929 la devolvió a fojas cero y abrió las puertas al nazismo.

Pero el primer país donde se forjó una forma de gobierno antidemocrático (en el sentido institucional del término) fue Italia, una de las potencias vencedoras de la guerra. Su triunfo había sido un triunfo pírrico y no le había aportado todas las ventajas a que su burguesía empresaria y los nacionalistas aspiraban. El país contaba con una fuerte tradición anarquista y socialista, cuyos exponentes, al iniciarse la conflagración, se habían opuesto vigorosamente a que Italia participara en ella. Un disidente –o un renegado, en opinión de muchos- del ala izquierda más extrema del partido socialista, Benito Mussolini, se convirtió el portavoz de los grupos ultranacionalistas que agitaron a favor de la guerra. Tras ser gravemente herido en el frente, Mussolini volvió a Milán, donde había dirigido el “Avanti”, el periódico del PS durante varios años, con el propósito de volver a la política. Retomó la dirección de “Il “Popolo d’Italia”, que había lanzado después de ser expulsado del partido socialista y desde donde había promocionado el interventismo con gran entusiasmo y talento periodístico. Espíritu inquieto, impregnado de aventurerismo, lector de Georges Sorel y de Friedrich Nietzsche, político consumado y magnético orador de masas, fundó en marzo de 1919 los “Fasci di combattimento”, núcleo del que surgiría poco más adelante el Partido Nacional Fascista cuyas formaciones paramilitares o “squadristas” –reclutadas sobre todo entre ex combatientes de las formaciones de elite - procedieron a enfrentar y expulsar de las calles a los militantes obreros, socialistas, comunistas y anarcosindicalistas, bajo el paraguas del estado burgués, la policía y el ejército. En octubre de 1922 este movimiento llegó al poder a través de una demostración de fuerza, la Marcha sobre Roma, que determinaría a la monarquía a llamar al jefe del partido fascista y encargarle la formación de un gobierno. Gobierno que no dejaría por veinte años que acabaría de manera catastrófica en la segunda guerra mundial.

Se abría así el período de entreguerras, socavado por el conflicto latente entre las naciones imperialistas satisfechas (Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos) y las que no lo estaban (Alemania, Italia y Japón), conflicto que se complicaba por la guerra de clases que recorría al viejo continente de uno a otro de sus extremos. La gran guerra había terminado provisoriamente, pero se había alumbrado una guerra civil europea que complicaría el período que la siguió y que desembocó en la segunda catástrofe, la guerra mundial entre 1939 y 1945. Esta definiría por varias décadas el balance de poder entre las grandes potencias, hasta que hacia 1990 todo volvió a quedar en entredicho con la caída de la Unión Soviética.

El cambio social

La gran guerra del 14-18 significó no solo una hecatombe física y moral, sino que abrió violentamente las puertas al cambio social. Las costumbres, la literatura, el arte y el modo de vida fueron profundamente afectados. Uno de los fenómenos más en vista y más revolucionarios fue el nuevo rol que asumió la mujer. Durante cuatro años había sido requerida para hacer frente a las tareas del frente doméstico, que incluían el trabajo en las fábricas, las oficinas, el transporte, los hospitales y al mismo tiempo en el hogar. Si antes de la guerra había un difundido movimiento feminista, después de esta la cuestión no pasó ya por la agitación proselitista o los atentados cumplidos por las sufragistas británicas o, sobre todo, por las militantes revolucionarias rusas. Una inmensa masa de mujeres se aligeraban de ropa, se cortaban el pelo a la “garçonne” y se vinculaban libremente con el sexo opuesto o ingresaban al mundo del trabajo. El sacudón no fue tan fuerte como el que se produciría después de la segunda guerra mundial ni en los tiempos de la revolución sexual que se expandiría en las décadas finales del siglo pasado, pero representó un cambio cualitativo y cuantitativo que modificó en profundidad a la vida de occidente.

Sin embargo, lo más significativo de las modificaciones aportadas por la guerra, su proyección más inmediata y decisiva, fue el embrutecimiento de la vida social y política. La propaganda de masas, los odios concentrados y la brusca caída de instituciones que se creían intangibles o que al menos estaban prestigiadas por su larga historia, dieron un aire de precariedad a todo. Los hombres que venían de vivir cuatro años de infierno estaban predispuestos a la violencia y los más fuertes de entre ellos no entendían por qué el destrato que habían sufrido en el frente y al que habían sabido superar con estoicismo y coraje, había ahora de ser ahorrado a una sociedad civil donde, por otra parte, abundaban las situaciones límite y las injusticias más flagrantes. Ellos se habían habituado a no dar mucha importancia a la vida, propia o ajena, y habían estado amenazados permanentemente; ¿por qué, entonces deberían ajustarse a un juego parlamentario en el que sobreabundaba la hipocresía?

El cataclismo había barrido tres dinastías históricas: la otomana, la de los Habsburgo y la de los Romanov. Gran Bretaña, como dijimos, había perdido su papel como mayor banquero del mundo y Londres hubo de aceptar que sus dominios blancos (Canadá, Australia, Nueva Zelandia) reivindicasen una amplia autonomía no sólo en cuestiones internas sino también de política exterior; Francia había sido sangrada a blanco; Alemania se debatía en una crisis intestina en la que se incubaba la revolución, e Italia se había dado un régimen autoritario. También las estructuras sociales habían experimentado cambios decisivos. La necesidad de construir industrias bélicas y de poner todas las energías económicas al servicio de la guerra había determinado una ingerencia cada vez mayor de la burocracia estatal en la vida cotidiana. La aceleración del proceso de industrialización, requerida por la producción bélica, había hecho que tanto la capa superior de la burguesía industrial como la clase obrera aumentasen su gravitación política a costa de las clases medias. “En la Europa occidental y central la sociedad industrial pluralista había triunfado definitivamente sobre las tradicionales formas de la economía orientadas a la agricultura, aunque seguían persistiendo fuertes residuos de las estructuras sociales preindustriales”.[ii]

Así entró Europa a una fase de su desarrollo caracterizada por la inestabilidad y por los nubarrones de una nueva guerra.

 

Notas

[i] Por el nombre de la ciudad donde se reunió la asamblea que elaboró la nueva constitución de Alemania.

[ii] Wolfang J. Mommsen: “La época del imperialismo-Europa 1885-1919”, Historia Universal Siglo XXI, 1973.

 

 

 

 

 

 

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