A medida que avanzaba el año 1918 el peso de la guerra se hacía cada vez más abrumador para Alemania. No existía en esa nación una esperanza como la significada por la llegada de los norteamericanos en el bando aliado. La crisis alimentaria provocada por el bloqueo iba en crecimiento, comenzaba a difundirse la “gripe española”, la pandemia que se cobraría diez veces más vidas que la contienda misma en el mundo entero[i]; y de Rusia soplaban vientos de fronda que atizaban el descontento y el rencor crecientes ante la sangría provocada por la guerra y por la perspectiva de una próxima catástrofe militar.
Sin embargo hasta mediados de junio el gobierno alemán había seguido afirmando enfáticamente al pueblo que el camino a la victoria estaba abierto. Todavía en ese momento el ministro de guerra Stein había afirmado en el Reichstag que “el denominado ejército de reserva de Foch ya no existe más”, e incluso en fecha más avanzada, el 4 de setiembre, Hindenburg afirmaba que “en el este hemos obligado al enemigo a firmar la paz, y somos suficientemente fuertes como para hacerlo también en el oeste, pese a la presencia de los norteamericanos”.
La realidad desmentía estas enfáticas declaraciones: la retirada alemana se aceleraba cada vez más, bajo las barreras de fuego de la artillería aliada y la persecución de los ejércitos franco-angloamericanos. A fines de septiembre el ejército alemán se encontraba en una situación casi imposible, a punto de perder los nudos ferroviarios de los cuales dependían sus comunicaciones y la posibilidad de abastecerse. La moral descendía. Las formaciones que subían al frente a veces eran saludadas por los soldados que venían a relevar al grito de “¡rompehuelgas!” Después de cuatro años de enormes sacrificios, de hacer pedazos al imperio ruso, derrotar a los rumanos, barrer a los italianos y acorralar a los ingleses y franceses, debían enfrentarse a un enemigo superior en número, predispuesto al combate por el arribo de un siempre creciente número de tropas frescas provenientes de Estados Unidos, y potenciado por la disposición de un enorme número de tanques a los cuales los alemanes no podían oponer nada.
Entonces, de pronto, los nervios de Ludendorff se quebraron. Expresó al gobierno que la situación era insostenible y que había que pedir la paz. Esa presentación coincidió con la apertura de las negociaciones entre Bulgaria (aliada de Alemania) y los países de la Entente para lograr un armisticio en el frente de Salónica. Fue así que, súbitamente, entre el 4 y 5 de octubre de 1918 y a través de la mediación de Suiza, el gobierno alemán pidió al presidente norteamericano Woodrow Wilson la apertura de negociaciones de paz. El canciller alemán, el príncipe Max de Baden, informó a Wilson del deseo de su país de entablar negociaciones para poner fin al conflicto en base a los términos enunciados por el presidente norteamericano en su discurso al Congreso del 8 de enero de ese año. En ese mensaje Wilson estipulaba 14 puntos que debían cumplirse para que fuera posible la paz. Junto a algunos que contenían generalidades –como la formación de la Sociedad de las Naciones- que sólo podrían encontrar concreción en la posguerra, había otros que planteaban condiciones específicas y de cumplimiento inmediato. Alemania y su asociada Austria-Hungría debían retirarse de Francia y Bélgica, devolver Alsacia-Lorena a Francia, evacuar todos los efectivos del este, renunciando a las ganancias obtenidas por el tratado de Brest-Litowsk; rectificar las fronteras con Italia otorgando a esta última Trento y Trieste, y reorganizar todas las zonas que dominaban, de acuerdo al principio de la autodeterminación de los pueblos, lo que automáticamente sancionaba la desaparición del imperio austrohúngaro.
El gobierno alemán se declaró de acuerdo con este programa. Más aun: aceptó los principios enunciados en un discurso que el presidente norteamericano había pronunciado el 27 de septiembre. En esa alocución Wilson había dicho que los imperios centrales carecían de honor, y que sus autoridades no reconocían otros principios que la violencia y las ventajas personales. “Nosotros no podemos firmar acuerdos con aquellos… que han impuesto esta guerra”, había dicho Wilson.
Señala Tarlé que la impresión que provocó la nota del canciller aceptando “con deferencia” estos conceptos fue catastrófica en Alemania. “De un solo golpe se disipó el espeso velo de las mentiras oficiales… y Alemania se enfrentó al abismo”. El ciudadano corriente, aunque hacía tiempo percibía que las cosas estaban mal, no estaba preparado para esta revelación súbita de impotencia. La respuesta norteamericana a la aceptación alemana consistió en pedir precisiones concretas respecto a la salida del káiser y a estipular que todas las cuestiones referidas a la evacuación de los territorios ocupados debía ser competencia de las autoridades militares aliadas y que los alemanes no debían quedar en condiciones de reanudar la lucha luego de la tregua que supondría un cese al fuego. En consecuencia el armisticio debía equivaler a una rendición total y a la aceptación de todas las condiciones dictadas por los vencedores.
Mientras se intercambiaban estos mensajes la lucha proseguía en el frente. En general la moral de las tropas alemanas en la línea de fuego se mantenía, aunque no se sabía por cuanto tiempo. Los combates en el frente occidental siguieron siendo muy duros. En Ludendorff se reavivó la energía, pero sustentada con aserciones poco creíbles para él mismo, como por ejemplo que el ejército austríaco “tenía la moral maravillosamente elevada”. El general incluso llegó a preguntar si el gobierno no sería capaz de levantar el espíritu de las masas, a lo que se le respondió: “Depende de las papas; carecemos de carne y para satisfacer nuestras necesidades nos faltan cuatro mil vagones de papas por día. Carecemos en absoluto de grasas. Nuestra indigencia es demasiado aguda”.[ii] La cruda realidad de la guerra total se revelaba así a los ojos de quien había sido su primer propagandista.
Mientras el frente interno vacilaba en Alemania, en su principal aliada, Austria-Hungría, tanto el interno como el externo se venían abajo. Unidades enteras del ejército abandonaban el frente. El hundimiento del frente en Salónica y la capitulación del ejército que prevalentemente lo sostenía llevó a la rendición de Bulgaria. Los checos se separaron del imperio y lo propio hicieron Galitzia, Bucovina, los territorios eslavos meridionales y la Transilvania. El gobierno húngaro pidió a Wilson la paz por separado. Los regimientos croatas se amotinaron. El ejército italiano y las divisiones aliadas que lo reforzaban lanzaron un ataque a lo largo del Piave el 24 de octubre y tomaron Vittorio Veneto, dividiendo en dos el frente austríaco. Para el 28 todo el frente estaba en disolución y las tropas húngaras se rehusaban a contraatacar.
Al mismo tiempo se derrumbaba el imperio turco. Ayudado por la revuelta árabe encabezada por T.E. Lawrence, el general Allenby destrozó al ejército turco en Palestina, a pesar de que este había conseguido reforzarse de manera notable después de la salida de Rusia de la guerra. Allenby ocupó Damasco, Beirut y Aleppo, y el gobierno de los jóvenes turcos se derrumbó. El nuevo gobierno pidió el armisticio y las tropas turcas desocuparon Arabia, Armenia y Mesopotamia. Aceptaron también la ocupación temporaria de Constantinopla y del estrecho de los Dardanelos.
Abandonada por sus aliadas y cercada por todas partes a Alemania no le quedaba otra cosa que librar la campaña de 1919 en su propio territorio –cosa casi imposible por el estado de revuelta que se expandía por todas partes y por la que se percibía como casi segura desobediencia de los soldados rasos-, o firmar el armisticio. El gobierno se inclinó por lo último. Ludendorff intentó lanzar una proclama al ejército advirtiendo contra la rendición incondicional y sosteniendo la prosecución de la lucha, pero el telegrama fue interceptado y el general destituido. El 30 de octubre la Flota de Alta Mar, cuyos mandos habían decidido zarpar para morir combatiendo, se sublevó en Kiel. Los marineros opinaban que el honor de sus oficiales no era el suyo y no tenían intenciones de suicidarse en una batalla que sabían inútil. Mataron al comandante de uno de los principales acorazados y se apoderaron no sólo de los barcos sino también del puerto. Los soldados de la guarnición se unieron a los marineros, formando un consejo o soviet de diputados, soldados y marineros. La revuelta se extendió como una mancha de aceite por las ciudades del norte. Hamburgo y Lübeck fueron tomadas por los insurgentes sin encontrar resistencia y en pocos días el movimiento se extendió a Hanover, Brunswick, Colonia, Maguncia y Tréveris, arrimándose al frente. Sus consignas eran la paz inmediata y la deposición del gobierno.
Así las cosas una delegación alemana atravesó las líneas para reunirse con los representantes franceses en Rethondes, en el bosque de Compiègne. Se les exigió la abdicación del káiser y del canciller para acordar los términos del armisticio. Como la revolución hervía ya en Alemania, la caída de esos personajes se produjo a la manera de una fruta madura. El káiser huyó a Holanda y un gobierno presidido por los socialdemócratas ocupó su lugar. El armisticio se firmó a las 5 a.m. del 11 de noviembre y el cese al fuego se cumplió a partir de las 11 horas del mismo día. Las condiciones del armisticio eran más que duras, eran humillantes. También lo fue el trato que el general Foch dio a los enviados alemanes, ignorando la mano tendida del presidente de la delegación alemana después de firmar el acta. Los términos de esta estipulaban la evacuación de todos los territorios ocupados, la desmilitarización de la orilla occidental del Rin y la instalación de tres cabezas de puente aliadas en ella, en Maguncia, Coblenza y Colonia; y la entrega en manos del bando aliado de una enorme cantidad de material bélico (5.000 cañones, 25.000 ametralladoras, 3.000 morteros, 1.700 aviones 5.000 locomotoras y 150.000 vagones de ferrocarril); y de todos los submarinos y de las principales unidades de la flota. También se requería de Alemania el repudio de los tratados por los cuales ocupaba territorios al este y su retirada de ellos, y el compromiso de pagar reparaciones económicas por los daños producidos por la guerra en los países aliados. A esto había que sumar el dato de que el bloqueo marítimo que hambreaba a la población alemana no se levantaría hasta que se hubiera firmado el tratado de paz. Lo que significó otros siete meses de penurias para una población al límite de sus fuerzas, hasta que se firmó la paz de Versalles.
Notas
[i] Se calcula que la gripe mató entre el 3 y 6 por ciento de la población mundial. Aunque no fue originada por la guerra, el debilitamiento del organismo por las penurias derivadas del conflicto y el continuo desplazamiento de tropas de un punto a otro ayudaron al contagio masivo. El apelativo de “española” no es exacto; los primeros casos se produjeron en Fort Riley, EE.UU. Sólo que fue la prensa española la primera en hacerse eco de los estragos provocados por el virus, en razón de no encontrarse constreñida a la discreción por la censura, como era el caso de los países en guerra, y ello llevó que se le colgase ese adjetivo a la epidemia.
[ii] Tarlé, op. Cit.