Hacia finales de 1917 la amenaza submarina alemana había sido acotada. Los convoyes con aprovisionamientos abundantes llegaban a las islas británicas y los transportes de tropas empezaban a desembarcar centenares de miles de soldados norteamericanos en los puertos de Francia. Sólo poco más de 600 de ellos se perdieron durante la travesía. Para quien supiera ver, esa inyección de efectivos alteraría definitivamente a favor de los aliados la balanza en el frente occidental. El mando alemán estaba consciente de que le quedaba poco tiempo para forzar una decisión a su favor o para intentar una salida negociada. La segunda hipótesis era improbable, no sólo porque Ludendorff e Hindenburg todavía creían en la posibilidad de la victoria, sino porque en el bando aliado existía una total determinación en el sentido de terminar el conflicto infligiendo una derrota aplastante al enemigo que durante tantos años los había martirizado. Los contornos de la “guerra total” que había teorizado Ludendorff se habían precisado para ambos bandos y era Alemania la más amenazada por la perspectiva del aniquilamiento.
Sin embargo, a los alemanes les restaba todavía una baza para jugar. El hundimiento ruso había liberado una gran cantidad de tropas del frente oriental que podían ser volcadas ahora en el occidental. En este, la situación de los anglofranceses seguía siendo delicada en razón de la desatinada profusión de efectivos sacrificados en inútiles ofensivas durante 1917. Tras los motines de abril, los franceses, ya a mediados de año, habían adoptado una tesitura defensiva: Pétain consentía sólo ataques en pequeña escala y con fines limitados. Él y el general Foch habían ideado un plan de acción que se fijaba para mediados de 1918 el recomienzo de las operaciones en gran escala, una vez que hubiera una masa crítica de tropas norteamericanas en el terreno y una vez que los planes de potenciación productiva de armas para la guerra hubiera llegado a su clímax. Programas para fabricar aviones de caza y de bombardeo, para producir cantidades ingentes de artillería pesada y de tiro rápido, grandes encargos de obuses tóxicos y fumígenos, destinados estos últimos a enmascarar el avance de los tanques, y un gran programa para fabricar estos vehículos, estaban ya en plena marcha. Como señalaba Georges Clemenceau: “Se trata de resistir un año. En un año habrá un millón de americanos en Francia, y se podrá marchar”. O, como dijo Pétain: “Espero a los americanos y los tanques”.[i]
En el caso británico la situación era un tanto diferente. El general Douglas Haig estaba predispuesto a continuar con sus ataques destinados a desgastar al enemigo, aunque las bajas en esas operaciones de usura eran mucho mayores entre los ingleses que entre los alemanes. Pero uno de los rasgos que lo distinguían –y no sólo a él, sino también a muchos militares de la vieja escuela- era la tozudez. Ahora bien, ¿cómo se explica esa obstinación en un jefe que envía imperturbable sus hombres a la muerte durante años, operando en base a cálculos matemáticos de desgaste cuyas cifras son los cadáveres de sus soldados?
Es creíble que al principio de la guerra y dadas las características que esta tomaba, los altos mandos no se representasen con exactitud las pruebas a las que sometían a sus hombres. En las condiciones de la guerra del 14, pasada la primera oleada de las batallas en campo abierto que señalaron a los dos o tres primeros meses del conflicto y llegado este a la fase de guerra de sitio o guerra de trincheras, los mandos de ejércitos, cuerpos de ejército e incluso divisionales, se instalaban en alojamientos de retaguardia, a veces muy alejados de la línea del frente y no podían experimentar, en carne propia, las dificultades que afrontaban sus hombres. No podían marchar junto a las tropas al ataque porque no era esa su función ni la manera en que podían resultar más útiles. Pero, al no hacerlo, no se incorporaban la noción concreta de las alambradas, las barreras de fuego de ametralladora, la muerte en la tierra de nadie, donde los heridos se ahogaban en los embudos de obús inundados por la lluvia; los lodazales y la pesadez de los desplazamientos por el campo de batalla. Esta falta de percepción de las cosas, sin embargo, no pudo durar mucho tiempo. Fue más bien un arraigado prejuicio de clase, sumado a la desaparición de la mayor parte de los oficiales jóvenes, que cayeron en las batallas de los primeros meses de la guerra, lo que permitió que un anquilosado concepto estratégico y táctico primara en la conducción de la guerra durante tanto tiempo.
A fines de 1917, sin embargo, incluso en Inglaterra “las gentes empezaban a mirar de otra manera”, para citar a Churchill. En los últimos meses de campaña, durante el otoño en Flandes, las divisiones británicas habían debido encoger sus efectivos de 13 batallones a 10. Para ganar un promedio de apenas tres kilómetros de terreno habían sufrido 250.000 bajas sólo en los combates alrededor de Passchendaele, y en ellos habían muerto en 5.000 oficiales y otros 15.000 habían sido heridos.[ii] El ejército estaba muy debilitado y en diciembre por primera vez el mando en Francia perdió seguridad. Una seguridad que sin embargo habían conservado hasta muy poco tiempo antes, cuando se abogaba por la continuación de la ofensiva. De pronto esta fanfarronería se trocaba en un reclamo urgente de efectivos para hacer frente a la avalancha que se avecinaba de tropas alemanas provenientes del este. El gabinete en Londres desconfiaba, sin embargo, de esas exclamaciones de alarma y temía no poder retener a Haig y los suyos si estos decidían volver a tomar la iniciativa en las operaciones una vez que hubieran recibido tropas frescas. Por lo tanto David Lloyd George aprobó sólo un refuerzo moderado del ejército, a la vez que reunía en Inglaterra el mayor número posible de reservas para alimentar el frente a lo largo de la campaña de 1918, que se adivinaba terrible. Esto sonaba sensato, pero iba a poner en un grave aprieto al frente aliado cuando los alemanes descargasen el golpe que estaban preparando.
El súbito oscurecimiento de las perspectivas militares aliadas así como el crecimiento de la amenaza germana, había tenido un antecedente directo, llamado a tener repercusiones a larga data, la llamada “paz” de Brest Litovsk.
Brest Litovsk
El tratado de Brest Litovsk resultó de la negociación de un acuerdo de paz entre los imperios centrales y el recién advenido régimen bolchevique en Rusia. Los negociadores de ambos bandos se reunieron en esa ciudad bielorrusa, detrás de las líneas alemanas, en diciembre de 1917. Los bolcheviques habían dado a publicidad los tratados secretos entre las potencias que encontraron en las cajas fuertes de la cancillería rusa, provocando un escándalo general en los gobiernos aliados que veían expuestos a la luz del día los mercadeos y trapicheos territoriales y económicos que se escondían detrás de las grandes palabras sobre la libertad y la democracia. Los bolcheviques también habían decidido, de consuno con el comando alemán, abrir negociaciones para un armisticio. El 14 de noviembre de 1917 ordenaron el cese del fuego y la fraternización de las tropas rusas con las alemanas y austríacas, en la esperanza de que, a través del contacto con los rusos, los soldados alemanes fueran “infectados” por el virus de la revolución. Un año después esta esperanza no se demostraría vana, pero en el momento en que esos contactos se produjeron no podían arrojar resultados: el ejército alemán seguía siendo una unidad orgánica y la esperanza en la victoria todavía alentaba entre sus miembros.
Los gobiernos aliados pusieron el grito en el cielo ante la decisión soviética. De hecho estaban casi persuadidos de que los bolcheviques eran agentes a sueldo de Alemania. La proclamada voluntad de estos de retirarse de la guerra –a través de un consenso generalizado entre los estados beligerantes o por cuenta propia en caso de no producirse tan improbable consenso-, motivó una hostilidad franco-británica que terminaría siendo parte importantísima en los combates que estaban comenzando entre el gobierno bolchevique y la confusa coalición de fuerzas que se estaba reuniendo en su contra.
Los alemanes y los austro-húngaros estaban decididos a sacar las tropas del frente oriental para volcarlas en Francia y, en menor medida, en Italia. Aunque ya habían trasladado muchos efectivos a partir del colapso ruso posterior a la ofensiva de verano de Kerenski, necesitaban un arreglo seguro para poder desplazar todo el peso de su ejército al frente occidental. Las conversaciones de Brest Litovsk se transformaron pronto en sonoros duelos verbales, dado que la delegación bolchevique, encabezada por Trotsky, aunque consciente de la irremediable debilidad rusa, se proponía lanzar un mensaje revolucionario por encima de las líneas a las tropas y a las masas obreras de Alemania y Austria Hungría. Salvaban así, o al menos así lo esperaban, la pureza de sus ideales y la limpieza de sus intenciones revolucionarias, amén de ganar tiempo para que en el resto de Europa madurasen las condiciones que en Rusia habían llevado a la revolución de octubre.
Los militares alemanes no estaban interesados en disquisiciones de corte filosófico o ideológico, en las que Trotsky llevaba las de ganar frente a los diplomáticos germanos y austrohúngaros, y urgían por una aceptación lisa y llana de los términos que ellos sostenían y que pasaban por la separación de grandes zonas del antiguo imperio ruso y la creación en ellas de estados nominalmente independientes pero en la práctica sometidos a Alemania.
El gobierno bolchevique se dividió ante el problema. Mientras una minoría encabezada por Lenin sostenía que no había más remedio que suscribir el acuerdo pues no había forma de oponerse a él, otra, mayoritaria, que contaba también con el respaldo del ala izquierda de los socialistas revolucionarios, entendía que era preciso continuar la guerra, en la esperanza que en su curso se reestructuraría el poder militar ruso, con un renuevo de formaciones impregnadas por el fervor revolucionario. Trotsky se balanceaba entre ambas posturas. Instintivamente prefería la segunda, pero comprendía también que una escisión en el partido acarrearía en ese momento una cesura que podía terminar en una guerra civil dentro de la guerra civil, sumada a una guerra con el extranjero.
Vuelto a Brest Litovsk Trotsky decidió dar fin a las negociaciones con un gesto cargado de pathos dramático, pero muy peligroso. Tras poner de relieve el bandidaje imperialista de todas las potencias involucradas en el conflicto, proclamó que Rusia “se alejaba de la guerra… Estamos emanando una orden para la desmovilización total del ejército… Al mismo tiempo proclamamos que… rehusamos aceptar condiciones que el imperialismo austroalemán escribe teniendo la espada clavada en la carne viva de las naciones. No podemos poner la firma de la revolución rusa al pie de un tratado de paz que lleva opresión, dolores y desgracias a millones de seres humanos”.[iii]
Magníficas palabras, pero que no tomaban en cuenta la realidad bruta. Mientras regresaba a Petrogrado los alemanes estaban lanzando una ofensiva que no encontró resistencia. Las tropas rusas se disolvían. Cuando la noticia llegó al Instituto Smolny, donde funcionaba la sede del partido bolchevique, el gobierno se dividió en las dos líneas referidas más arriba. Las fuerzas estaban empatadas entre quienes aconsejaban seguir la guerra y quienes entendían que había que firmar la paz, costase lo que costase, pues la guerra no había con qué ni con quién hacerla. En la reunión del Comité Central del 18 de febrero de 1918, un día después del comienzo de la ofensiva alemana, Lenin tuvo expresiones apabullantes: “Si vamos a la guerra, no hubiéramos debido desmovilizar”. No se puede jugar con la guerra, pues conduciría al fin de la revolución. “Mientras escribimos en los periódicos, los alemanes se apoderan de nuestro material rodante… La historia dirá que habéis entregado al enemigo nuestra revolución. Hubiéramos podido muy bien firmar la paz, cosa que no hubiera perjudicado en absoluto a la revolución”.[iv]
En el momento de la decisión Trotsky, que era el voto que podía volcar la balanza, contradiciendo su postura anterior, favorable a continuar con las hostilidades al menos por unos días, se abstuvo, y con esa actitud permitió que Lenin –que en esa ocasión había estado sostenido por el realismo terre a terre de Stalin-, impusiera su punto de vista.[v]
Los alemanes en el ínterin habían agravado sus condiciones y la paz iba a ser comprada a un precio de veras humillante. Alemania recibía la administración de Polonia, la parte occidental de Bielorrusia, Curlandia y Lituania, que se venían así a sumar a las partes de esos países que venía ocupando desde sus victorias de 1915. Se forzaba a Rusia a reconocer la República Popular de Ucrania, proclamada bajo auspicio alemán. Se le entregaban a Turquía los distritos de Batum, Kars y Ardahan, en el Cáucaso.
De esta manera Rusia perdía un territorio donde vivía un tercio de su población de preguerra, un tercio de sus tierras cultivadas y el 75 por ciento de sus zonas industriales.[vi] Parecía un revés definitivo para Rusia y su revolución. Sin embargo, tres años después las tornas habían cambiado y el Ejército Rojo, forjado por el mismo León Trotsky en las condiciones implacables de la guerra civil y de la intervención extranjera, había vuelto a ocupar la mayor parte de los territorios conculcados, mientras Alemania se debatía en las angustias de la derrota, la revuelta, la inflación y el íncubo de la revancha.
Notas
[i] Paul Painlevé, op. Cit.
[ii] Churchill, op. Cit.
[iii] Isaac Deutscher: “El profeta armado”, ediciones ERA, México.
[iv] Ibíd.
[v] “Si abrieran (los alemanes) un fuego de barrera por cinco minutos” dijo Stalin, “nos quedaríamos sin un soldado en el frente… Disiento con Trotsky: en los términos planteados por él, la cuestión va bien sólo en la literatura”. (Citado por Deutscher en “El profeta armado”) Hay un odio larvado en estas observaciones, pero no puede negarse que eran válidas y que en ellas se encierran algunas de las claves psicológicas que conducirían a la derrota de Trotsky en lucha por el poder tras la muerte de Lenin.
[vi] Wikipedia.