“Kaiserslacht”
Erich Ludendorff estaba decidido a aprovechar el eclipse ruso para jugar la última carta, a todo o nada, con el fin de obtener un triunfo militar que decidiese la guerra. Estaba tan consciente como los aliados de que el ingreso norteamericano a la guerra significaba un factor que alteraría las coordenadas del conflicto y que podría ser fatal para Alemania. Pensaba sin embargo que el millón de soldados alemanes trasladados del este al oeste podría volcar la balanza a su favor en la primera mitad de 1918. Se proponía, junto a su estado mayor, desencadenar una ofensiva que tuviese como punto de mira los puertos del canal de la Mancha, dividiendo a los británicos de los franceses y forzando la evacuación o la rendición de los primeros.
Era, para Alemania, la última carta que le quedaba por jugar. Los preparativos para la ofensiva, por lo tanto, fueron extremados y calculados al milímetro. Cincuenta divisiones habían llegado provenientes del frente oriental.[i] Eran tropas de primera calidad y además se encontraban relativamente descansadas puesto que las hostilidades con Rusia habían disminuido casi hasta el nivel de cero desde hacía varios meses. De todos modos los alemanes, como los ingleses y los franceses, habían sido espantosamente probados durante los tres años anteriores de guerra. Las divisiones habían recibido reemplazos por dos, tres y hasta cuatro veces su número, quedando apenas unos pocos sobrevivientes de los que las habían integrado en 1914. Las inglesas se habían reducido, como apuntamos antes, de 13 a 10 batallones y pronto ese número descendió a nueve. Los británicos necesitaban 615.000 reclutas para llenar los huecos en las filas, pero en Gran Bretaña había disponibles para su empleo inmediato tan solo 100.000.[ii]
Los alemanes tenían una carencia que se revelaría muy importante: no disponían de los tanques o carros armados que tan buenos resultados habían dado a los ingleses en la batalla de Cambrai. A pesar de que esos vehículos habían aparecido en el frente a fines de 1916, su mal empleo por los aliados había hecho creer a los alemanes que no representaban un peligro digno de nota. Cuando a fines del 17 sus aptitudes operativas se hicieron evidentes, ya era tarde para producirlos en la escala necesaria para las operaciones de 1918. De modo que los tanques alemanes no podrían representar un factor que pesara en la batalla que se avecinaba. Si había una relativa preeminencia germana en cuanto a efectivos (192 divisiones contra 178) las reservas de material aliadas eran superiores a las alemanas (4.500 aviones contra 3.670, 18.500 cañones contra 14.000, 800 tanques contra 10). A esto había que añadir el alud de refuerzos norteamericanos que estarían disponibles para el frente a mediados del año, mientras que Alemania había agotado sus reservas de material humano. Las únicas fuerzas nuevas con las que podía contar el Reich eran los conscriptos de la clase de 1900, que recién llegarían a la edad militar a fin de año.[iii]
Era una carrera contra el tiempo la que disputaba el mando alemán. Para compensar la debilidad intrínseca de su situación, el ejército había perfeccionado variantes tácticas de ataque que eran notables y que serían un antecedente de las prácticas que 22 años después les darían la victoria en la batalla de Francia de 1940. Reposaban en una combinación muy inteligente de la labor de la infantería y de la artillería, y en el alto nivel profesional y espíritu marcial del ejército y en especial de sus unidades de asalto. La infantería había sido provista de un número muy elevado de ametralladoras ligeras o fusiles ametralladores, similares a las Lewis británicas, y de unos 8.500 ejemplares de las pistolas ametralladoras Bergmann, las primeras en ser usadas en combate. Eran ideales para barrer las trincheras y habían sido distribuidas entre las unidades de choque o asalto (Sturmtruppen). Las tropas de asalto, armadas también con lanzallamas y granadas de mano en cantidad importante, habían sido adiestradas para era irrumpir en las defensas enemigas tras un intensísimo pero breve bombardeo preparatorio, y superar los nudos de resistencia sin ocuparse en reducirlos. Se despiezaba así el sistema defensivo enemigo, rodeando sus reductos y dejándole a la infantería convencional que seguía a las formaciones especiales, la tarea de aplastarlos. En 1940 estos procedimientos, llevados a cabo con medios adecuados –las divisiones Panzer y la artillería volante representada por los bombarderos en picado-, tendrían pleno éxito.
Pero incluso sin estos elementos, en 1918 el plan alemán rozó el triunfo. La utilización masiva de los gases asfixiantes y lacrimógenos, combinados con proyectiles explosivos, desarticuló las defensas y las posiciones de artillería aliadas. Los gases fueron utilizados con una intensidad y una densidad nunca vista hasta entonces. Los gases lacrimógenos obligaban a los defensores a arrancarse las máscaras en las trincheras, y entonces eran víctimas de los gases tóxicos que los ahogaban o cegaban.
Ludendorff había elegido el sector británico para descargar su primer y más importante ataque. Sabía no sólo que le quedaba apenas un resquicio de tiempo antes de que llegasen los norteamericanos, sino que debía arrancar un resultado decisivo a la batalla antes de que sus propias tropas se fundiesen en el esfuerzo. No tenía reservas, debía ganar o resignarse a perder la guerra.
El 21 de marzo comenzó el ataque contra el frente inglés, que llevaba por nombre clave el de “operación Michel” y estaba comprendido dentro del plan ofensivo general al que se había bautizado pomposamente como “Kaiserschlacht”, o “batalla del Emperador”. Los resultados iniciales fueron brillantes. 77 divisiones alemanas de primer rango cayeron sobre un frente de 80 kilómetros sostenido por 27 divisiones británicas, tras cinco horas de bombardeo concentrado. El V ejército inglés, sobre el que cayó el golpe, cedió casi todo el terreno que defendía y tuvo 7.000 muertos y 25.000 prisioneros, lo que podía estar indicando un quiebre psicológico similar a los sufridos por otros ejércitos aliados durante el año anterior. Los alemanes barrieron las líneas inglesas, y el V y el III ejército británicos se retiraron abandonando todas las defensas de vanguardia y gran parte de su armamento. Se abrió un hueco entre los franceses y los británicos y, por segunda vez en la guerra, los alemanes parecieron tener la victoria al alcance de la mano
Temeroso de que los alemanes lo flanqueasen, Haig solicitó entonces a Pétain que los franceses se hiciesen cargo de una mayor porción del frente. La renuencia del jefe francés a hacerlo provocó una crisis en el comando que hubo de ser resuelta asumiendo una decisión que se sabía necesaria, pero que había sido postergada una y otra vez por desconfianzas y rivalidades de parte: la designación de un comandante en jefe aliado que abarcase bajo su mando a todas las tropas aliadas, tanto en Francia como en Italia. El elegido fue el general Ferdinand Foch, un militar y teórico que había tenido decisiva influencia en la formulación de la doctrina de la ofensiva a outrance, de catastróficos efectos cuando se la puso en práctica durante la batalla de las fronteras y en las ofensivas de desgaste que la siguieron en los años sucesivos. Este pecado sin embargo era compartido por la generalidad de los mandos aliados durante la primera guerra y Foch disponía de una indudable capacidad organizativa, de habilidad para mantener las relaciones entre los aliados y de un criterio al menos pertinaz y coherente en materia militar. En 1918, por primera vez, su doctrina ofensiva se encontraba con los elementos técnicos que podían hacerla viable, devolviendo a los conceptos napoleónicos y clausewitzianos gran parte de su eficacia. La aparición de los tanques y el crecimiento de la aviación suministraban, en efecto, las armas idóneas para ponerlos en práctica.
Desde marzo hasta julio Ludendorff insistió en sus operaciones ofensivas, primero contra los británicos y luego contra los franceses. Aunque logró progresos que rebasaban en mucho a los logrados por sus enemigos a lo largo de todo el transcurso de la guerra hasta entonces, no pudo obtener un éxito decisivo y en el curso de la batalla desgastó de forma terrible la fuerza del ejército alemán. Sus bajas sumaron 680.000 hombres contra 850.000 –en muertos, heridos y prisioneros- del bando aliado. Pero en el ínterin habían llegado alrededor de un millón de soldados norteamericanos que ocupaban ya grandes extensiones del frente, permitiendo que los franceses y los británicos afectasen más tropas a las zonas donde el combate era más intenso.
Los exhaustos alemanes descargaron el último golpe el 15 de julio de 1918, pero no lograron mayor éxito contra la defensa en profundidad de los franceses. Aunque pudieron cruzar otra vez el Marne, contraataques franceses contra su flanco los forzaron a retirarse. Estaban cortos de combustible para la aviación, las raciones alimentarias disminuían en cantidad y calidad, sus ganancias territoriales los obligaban a desplegarse sobre líneas más largas con efectivos muy reducidos en sus números y, aunque Rusia había colapsado, la inestabilidad de la situación en el oriente de Europa y las operaciones en Ucrania los forzaban a retener todavía casi un millón de tropas en esa parte del mundo.
Se da vuelta la marea: los cien días de Foch
Los aliados se aprestaron en consecuencia a lanzar una ofensiva general. Bajo la dirección de Foch la concibieron como una serie de golpes sucesivos en diversas secciones del frente, para no dar respiro a los alemanes impidiéndoles desplazar sus tropas de un sector amenazado a otro. Para hacer esto contaban con la superioridad numérica que les daba el ejército norteamericano de refuerzo, que llegaba al millón de hombres. La ofensiva comenzó el 8 de agosto, con el ataque de 10 divisiones aliadas junto a 500 tanques destinados a abriles el paso, en la región de Amiens. Al final del primer día de la ofensiva los aliados habían roto las líneas alemanas y se esparcían en su retaguardia, a través de una brecha de 24 kilómetros. Los siguientes días los alemanes continuaron retirándose y cediendo por primera vez en la guerra un gran número de prisioneros. A este golpe siguieron otros, que empujaron al enemigo hasta la vieja línea Hindenburg de la que habían partido para la ofensiva de marzo. Tras reducir los salientes que quedaban en las líneas alemanas –el más notorio era el de Saint Mihiel, que fue barrido por los norteamericanos, en su primera intervención en gran escala en la guerra-, los aliados lanzaron a partir del 26 de septiembre una serie de ataques concéntricos que terminaron rompiendo la línea Hindenburg el 17 octubre. La guerra volvía a disputarse en campo abierto, pero no por esto era menos asesina. A pesar de su agotamiento y de las señales de flaqueo que podían deducirse del cada vez mayor número de prisioneros, los alemanes seguían resistiendo tozudamente. Las cifras de bajas de este período de apenas dos meses, hasta el armisticio del 11 de noviembre, fueron las más elevadas de toda la guerra: 1.070.000 bajas en el bando alemán, entre muertos, heridos y prisioneros, y 1.172.000 en el bando aliado. El dato de la persistencia del esfuerzo alemán, a pesar de que la victoria era ya imposible, iba a tener un peso importante en los acontecimientos que seguirían a la guerra, pues sustentó la hipótesis de una derrota originada por “la traición de la retaguardia” y alimentó la leyenda de “la puñalada por la espalda”, de la que tanto se servirían los nazis para allanarse el camino al poder.
Notas
[i] Un ejemplo de la eficacia de la propaganda bolchevique y del agotamiento de los soldados de todos los ejércitos involucrados en la guerra, incluidos los duros alemanes, fue que, en el trayecto en que las tropas cruzaban Alemania en tren, un 10 por ciento de los efectivos desertaron para dirigirse a sus casas. Citado por Michael S. Neiberg en “La gan guerra”, Paidós 2006.
[ii] John Keegan: “La prima guerra mondiale”, Carocci, 2001.
[iii] Ibíd.