Durante una guerra entre estados constituidos conforme a las reglas de la democracia constitucional -como sucedía con los beligerantes del 14, salvo en el caso de Rusia- las tensiones entre el poder civil y el poder militar suelen ser muy fuertes. Toda la guerra del 14 se desarrolló bajo este signo, y de manera muy áspera en razón de la inexistencia de precedentes modernos en conflictos de la magnitud del que estaba en curso. Había que descubrir nuevos modos de gestión de un día para el otro.
En Rusia, estado autocrático, el problema se percibía menos, porque los asuntos se resolvían entre el mando militar y la burocracia zarista, mientras que la Duma era el convidado de piedra en la administración de la masacre. Pero en Francia, en Gran Bretaña, en Italia y en Alemania las cosas se daban de diferente manera.
En Francia, la república burguesa por excelencia, recorrida por los recuerdos de la Revolución y de la Comuna, impregnada por la memoria de las diferencias entre católicos, progresistas, republicanos, bonapartistas y legitimistas, las relaciones entre el estado mayor y los políticos iban a evolucionar mucho durante el curso de la guerra. En un comienzo la primacía del primero fue indiscutible. Al frente del ejército de encontraba Joffre, un republicano insospechable, pero que, más allá de las simpatías que pudiera tener para con el sistema de gobierno, entendía que el ejército debía concentrar toda la autoridad en la planificación y gestión de las operaciones. Y el republicanismo de muchos de sus colegas no era ni por mucho tan confiable. Algunos de los jefes más encumbrados, como Foch y De Castelnau, tenían fuertes lazos con los medios clericales, lo cual, para los políticos formados en la escuela del volterianismo y la francmasonería, era una falta grave. Pero, más allá de las razones ideológicas, sobre las cuales sobrevolaba el tema de golpe de estado, las diferencias entre civiles y militares pronto se articularon en torno al problema bien concreto de la conducción de la guerra. Joffre y el estado mayor aprovecharon la situación de crisis provocada por el conflicto e incluso por las primeras derrotas de las que eran ellos los máximos responsables, para, en nombre del secreto militar, negar informaciones al gobierno, al parlamento y al país. A fines de 1915, sin embargo, las reiteradas hecatombes en el frente fueron imposibles de ocultar, así como la exigüidad o la nulidad de las ganancias obtenidas con ellas. En forma gradual el gobierno y las cámaras recuperaron protagonismo, aunque sin ir mucho más allá de un derecho de supervisión que tenía bastante de ilusorio. La boutade de Georges Clemenceau que consignaba que “la guerra es un asunto demasiado serio para dejárselo a los generales”, no pasó de ser mucho más que eso, una afirmación paradójica. Las comisiones parlamentarias que visitaban las trincheras y los reclamos del gobierno de una mayor participación en la definición de los temas militares sólo obtuvieron un resultado parcialmente positivo. Y al final las acusaciones cruzadas entre civiles y militares sobre la culpa por la prodigalidad con que se había sacrificado a lo mejor de la juventud francesa en el frente, se diluyeron en el momento de la victoria en el resplandor de esta.
Algo parecido sucedió en Gran Bretaña, con la diferencia de que aquí el poder civil madrugó al militar. El más en vista de los militares, lord Horatio Kitchener, que ocupaba la carga de secretario de estado para la guerra en 1914, fue privado de poder al derivar el planeamiento estratégico del conflicto al gabinete en su totalidad. Para ello el primer ministro Asquith se valió del apoyo de los colegas de Kitchener que estaban al frente del ejército en Francia. Estos recelaban de la estrategia “periférica” de Kitchener –bastante similar a la escogida por Churchill-, y lo acusaban de ser “orientalista” en vez de “occidentalista”. En la estela del fracaso de la campaña de los Dardanelos, de los reveses en Mesopotamia y de la crisis de municiones que se había puesto de manifiesto en las batallas de Artois, Asquith limitó los poderes de Kitchener. Pero al hacerlo dio mayor influencia a los jefes que había jugado en contra de este y que estaban obsesionados con el tema de la ruptura del frente alemán en Francia como método más eficaz para ganar la guerra. O que preconizaban, en su defecto, una terrible guerra de usura para ir consumiendo el material humano del contendiente menos provisto de este; Kitchener había aconsejado en contra de este tipo de procedimiento: la disminución de su poder y su muerte poco después en el Mar del Norte determinaron que el cuartel general en Francia acumulase un poder de decisión contra el cual el gabinete y el parlamento sostuvieron otra lucha de desgaste, con resultados alternativos y con frecuencia poco felices. La inquina entre los dos sectores hizo que políticos y militares se motejasen peyorativamente, entre bastidores, como “frocks” y “brass hats”, es decir, “levitas” y “sombreros de latón”. El juego de influencias que unos y otros ejercieron en el ámbito del parlamento y de la corte –el general Haig tenía llegada directa al rey Jorge V-, condicionaron muchas decisiones. Fue imposible retener a Haig de lanzar una serie de ofensivas devastadoras (a veces más para los ingleses que para los alemanes) con motivos como aliviar la situación de los franceses o la necesidad de proceder a la conquista de las bases de los submarinos alemanes en puertos de la costa belga. El coste desmesurado de estas campañas determinó a su vez a David Lloyd George, el primer ministro que había sucedido a Anthony Asquith y que era personalidad tan astuta como enérgica, a retacearle los refuerzos que solicitaba el comandante en Francia. Era un expediente para limitar la sangría. Al hacer esto, sin embargo, si bien paralizaba en parte las ofensivas insensatas en Flandes, también debilitaba al ejército inglés, dejándolo en condiciones de inferioridad para el momento en que hubo que resistir el último y más violento envite alemán en marzo de 1918, la ofensiva con la que Ludendorff imaginaba a su vez que ganaría la partida.
En Italia, como veremos luego, las relaciones entre el mando y el gobierno eran aun más lamentables en el sentido en que el segundo parecía haberse subordinado dócilmente al primero, lo que tendría un corolario catastrófico que estuvo a punto de sacarla de la guerra.
En Alemania
En Alemania el poder del estado mayor había sido determinante desde el principio del conflicto. El Reichstag había agachado la cabeza y votado los créditos militares en forma unánime, pese a la existencia de un poderoso partido socialista que hasta un minuto antes del estallido del conflicto preconizaba un resuelto pacifismo. Sólo un puñado de dirigentes del ala izquierda del partido, encabezados por Karl Liebnecht, se negó a sumarse a la “unión sagrada” que distinguió a todos los países envueltos en la guerra, al menos durante la primera fase de esta. Las divergencias entre civiles y militares estaban más bien localizadas en las diferentes tesituras que tenían la Cancillería y el estado mayor. El canciller Bethmann Hollweg, que había sido uno de los fautores del estallido de la guerra por el insensato estímulo que dio a Austria antes de que esta produjera su ultimátum contra Serbia, era consciente de la peligrosísima encrucijada en país se había metido y tendía a favorecer cursos de acción que favoreciesen una solución diplomática. Salido Bethmann Hollweg de ese puesto a mediados de 1917, el binomio Hindenburg-Ludendorff tuvo el campo libre para imponer su criterio, que no era otro que el de la “guerra total”. Esto es, la movilización de todos los recursos de la nación y la apelación a los métodos de guerra más radicales, incluida la guerra submarina sin restricciones, para obtener la victoria.
Le Chemin des Dames, Passchendaele, Caporetto.
1917 fue un año en términos militares más bien favorable a las potencias centrales. A pesar del agotamiento que empezaba a minarlas, la capacidad que demostraron para controlar las ofensivas aliadas y la excepcional chance que les brindó el hundimiento ruso al liberar una gran cantidad de tropas fogueadas que podrían ser removidas en un próximo futuro del frente oriental y desplazadas al occidental, diseñaron un escenario que parecía serles favorable. Incluso porque la revolución rusa tuvo repercusiones en el seno de los ejércitos italiano y francés, repercusiones que parecían preanunciar la posible desintegración de estos. Pero eran expectativas ilusorias. Más que al contagio ruso, las alteraciones y motines que se registraron en esos ejércitos fueron consecuencia del agotamiento o de la rabia que su desatinado empleo había provocado en millones de hombres. El impacto de la revolución rusa, por otra parte, se iba a hacer notar poco después en el mismo ejército y marina alemanes, y de una manera mucho más violenta y extensa. Ahora bien, ni las semivictorias alemanas ni los mismos acontecimientos de Rusia iban a compensar el impacto del ingreso de Estados Unidos en la guerra.
Todo el año 1917 puede ser visto por lo tanto como el momento en que la guerra se aproxima al choque decisivo, que iba a estar significado por la irrupción americana y por la aparición y el perfeccionamiento de nuevos métodos de combate, en el cuadro de la crisis de recursos (alimentarios, sobre todo) que estaba estrangulando a Alemania y a Austria como consecuencia del bloqueo británico. La esperanza de una provisión de materias primas y de trigo provenientes de la recién conquistada Ucrania se quedaría en eso, en una esperanza. La guerra civil rusa y el poco tiempo de que se disponía para organizar en envío de esos recursos iban a neutralizar las expectativas de alivio para la población germana y cuando, a mediados de 1918, el frente comenzó a crujir, se iban a convertir más bien en un factor contraproducente.
Mientras tanto, los acontecimientos en el frente occidental pronunciaron su andadura sangrienta. Algunas innovaciones tácticas que rindieron buenos resultados a los franceses en la última fase de la batalla de Verdun ilusionaron al reemplazante de Joffre, el general Robert Nivelle, en el sentido de que tenía a su disposición la herramienta que necesitaba para hundir el frente alemán. Los ingleses, por su lado, habían de cooperar en ese esfuerzo. Y, poco después, hubieron de prolongarlo para mantener la presión sobre el frente alemán en un momento en que los franceses padecieron en su ejército una crisis de disciplina que, aunque no trascendió a la prensa, por un momento pareció, a quienes estaban enterados, preanunciar su desintegración.
El general Nivelle era un general de artillería, de ascendencia inglesa por parte de madre, que poseía modales seductores y disponía de una habilidad expositiva notable. Estaba prestigiado por el éxito que había obtenido reconquistando Fort Douaumont en Verdun, aunque ya en ocasión de esa batalla se le había reprochado un dispendio exagerado e insensible de bajas propias. Había aplicado procedimientos de concentración artillera que se le aparecieron como la panacea para lograr la victoria en todos lados y en cualquier circunstancia. Los fuegos de barrera dirigidos no sólo a aplastar la primera línea del enemigo sino sobre todo a destruir su artillería, que le dieron la victoria en el asalto contra el fuerte Douamont, le parecieron el arma mágica que había lograr el éxito en una batalla proyectada a mucho más vasta escala. Los fulgurantes resultados obtenidos en Verdun y sus habilidades persuasivas lo lanzaron como un cohete al firmamento del ejército francés, adelantándolo a militares muy dotados de experiencia y de grandes cualidades, como Ferdinand Foch y Philippe Pétain, que presuntamente debían haber sido quienes sucedieran a Joffre.
El plan de Nivelle consistía en aplastar dos grandes salientes del frente alemán, formados por la evolución de las campañas previas, para luego proseguir en su marcha, de consuno con los británicos, hasta romper las líneas alemanas y desbordar hacia los nudos ferroviarios de los que dependían las comunicaciones del enemigo. Para eso debía conjugar la acumulación de una enorme cantidad de material y de tropas con el factor sorpresa. Los dos factores se anulaban entre sí, sin embargo. La larga y minuciosa preparación no se correspondía con la pretensión de realizar un ataque rápido que tomaría al enemigo desprevenido. La confluencia de ambos deseos -esto es, la preparación minuciosa y la sorpresa, en las condiciones de la guerra del 14-, conducían a emprendimientos contradictorios, como multiplicar la difusión de manuales de instrucción para el ataque hasta en las trincheras, donde podían ser capturados por el enemigo; y a la acumulación de la artillería cerca de la primera línea, atendiendo más a disimular que a proteger las piezas, con lo que se las exponía a un fuego de contrabatería que podía resultar devastador.
Por último, y para colmo de males, los alemanes, tomaron una decisión que cambió drásticamente los parámetros sobre los que había sido planificada la ofensiva. Anoticiados de los planes aliados por sus patrullas (que llegaron a capturar los panfletos instructivos al hacer prisioneros) y por la observación aérea, a la que no se le escapaba el ir y venir de los trenes y de los convoyes de camiones y furgones que circulaban en la retaguardia tanto del sector francés como del británico, decidieron retirar sus tropas de los salientes amenazados. Dejaron así al golpe aliado en el aire y se replegaron hacia las formidables defensas de la línea Hindenburg, que venían preparando desde tiempo atrás.
Esto cambió el mapa de la batalla antes de que esta hubiera comenzado; pero el general Nivelle se negó a admitir que la situación había experimentado una variante radical y persistió en sus planes. Y ello a pesar de las advertencias que formulaban los mandos más expertos y que se filtraban hasta el parlamento y el ejecutivo. Por razones políticas tanto el gobierno francés como el británico habían atado su suerte al experimento de Nivelle, al que veían como la alternativa innovadora después de tantos errores cometidos y que lo habían impuesto por encima de consejos más moderados.
El 16 de abril de 1917 los ejércitos franceses marcharon contra el enemigo en los sectores donde los alemanes no se habían retirado y que estaban muy fortificados. El ataque logró pocos progresos al costo de una hecatombe entre los asaltantes. Los franceses perdieron 100,000 hombres sin conseguir ningún resultado estratégico. A pesar de que Nivelle había prometido que no reiteraría las experiencias de Verdun y el Somme y que, de fracasar en su primer intento, suspendería la ofensiva, siguió adelante en los días siguientes para tapar el desastre obteniendo algunos objetivos limitados cuya conquista permitiría alimentar a la propaganda.
Los soldados franceses estaban conmocionados. La ira por la irresponsabilidad con que se los arrojaba al ataque llevó al estallido de resentimientos acumulados a lo largo de mucho tiempo. Varias divisiones se amotinaron, negándose a marchar al combate, y una división de soldados rusos, que habían sido enviados a Francia para cooperar con sus aliados y que habían sido muy tocados por los acontecimientos que tenían lugar en su patria, tras ser arrojados sin apoyo contra los alemanes, se rebelaron y se atrincheraron en su campamento, debiendo ser reducidos por medio del bombardeo. Hubo regimientos franceses que abandonaron la línea y marcharon hacia París.
Por un milagro de la censura nada de esto trascendió en la prensa. Ni el frente interno ni en el externo. Los alemanes no tuvieron noticia de lo que acontecía. Philippe Pétain fue nombrado comandante en jefe en vez de Nivelle. Este militar sobresaliente, que durante la segunda guerra mundial iba a encabezar el gobierno de Vichy que intentó negociar lo innegociable con el nazismo, actuó como un moderador que atemperó la ira de los soldados conversando con ellos, puso al ejército en una posición defensiva para reducir en lo posible el número de bajas y multiplicó los relevos y permisos para distender a unos hombres al borde de la ruptura psíquica. No todo fue dulzura, sin embargo. Las secuelas del motín incluyeron el juzgamiento de muchos representantes de la tropa que, según Paul Painlevé, ministro de la guerra francés en 1917, se saldó en 23 fusilamientos.[i] La cifra, dada la magnitud de lo ocurrido y las prácticas que como veremos se cumplían en otros ejércitos aliados, fue relativamente baja.
El desgarramiento que provocaron las matanzas innecesarias entre las tropas francesas es testimoniado en este fragmento de un libro del gran escritor norteamericano John Dos Passos, en ese momento un joven voluntario en el servicio de ambulancias norteamericano afectado al frente en Francia. “Estábamos todos empezando a catar el vino cuando los convoyes de camiones (que subían al frente) empezaron a atronar el pueblo. Nuestros rostros estaban al mismo nivel que las caras de los hombres amontonados en los traqueteantes camiones grises. Algunos estaban borrachos y aullaban blandiendo las cantimploras. Otros permanecían silenciosos y hoscos. Muchos enseñaban el puño a los gendarmes en la garita de la esquina. “Mort aux vaches!”, gritaban una y otra vez. Pero, cubiertos con un sudario de polvo blanco, estaban tan lívidos como muertos. Chirriando al cambiar de velocidad los camiones rugían al pasar… Había muchachos imberbes, jóvenes robustos y hombres maduros con bigotes. Los rostros se confundían. Todo lo que podíamos ver con tan escasa luz era la desesperación que brillaba en sus ojos”. [ii]
Notas
[i] Paul Painlevé: “Comment j’ai nommé Foch et Pétain”, Librairie Felix Alcan, 1923. El testimonio del ministro francés sobre el tema estaba destinado a poner fin a las exageraciones que habían corrido durante la guerra. Pero al hacerlo dejaba filtrar un testimonio estremecedor: “Los polemistas que se obstinan a evocar… un período de espantosa y asesina represión (en 1917 ), harían bien en pensar en ciertas semanas de 1915 y a informarse sobre ciertos excesos de las cortes marciales, de los cuales tan solo unos pocos nos han sido revelados. Esta comparación los haría más prudentes”. Lo que implica que durante al menos la primera parte del conflicto la práctica del fusilamiento para inducir a los hombres al “coraje” era endémica…
[ii] John Dos Passos: “Años inolvidables”, Seix Barral, 1996.