A un siglo del estallido de la primera guerra mundial

Los ingleses mientras tanto asumían su parte en la ofensiva conjunta pactada con Nivelle atacando el frente alemán primero en el área de Arras y luego en la de Passchendaele. Tuvieron algunos éxitos -como la captura por los canadienses de la colina de Vimy-, y de la cresta de Messines, pero luego se hundieron en el fango de un verano muy lluvioso y de un otoño precoz, rompiéndose los dientes contra las primeras estribaciones de la línea Hindenburg. A pesar de la inutilidad de los ataques, el mando británico prosiguió arrojando tropas al fuego aduciendo la necesidad de cubrir la debilidad de los franceses y de tomar los puertos belgas de Ostende y Zeebrugge para prevenir los estragos de la guerra submarina. Razones que eran pretextos, en el fondo, pues los franceses, bajo la dirección de Pétain, se habían recuperado bien y estaban en condiciones de sostenerse a la defensiva; y en cuanto a los puertos de referencia jugaban un papel muy secundario como bases de la flotillas de submarinos alemanes, y serían asimismo embotellados por la armada británica con el hundimiento de viejos mercantes en sus vías de acceso. La finalidad principal de esas ofensivas reiteradas era desgastar al enemigo, aunque de hecho los ataques costasen el doble de bajas británicas en relación a las alemanas.

Los británicos también tuvieron en ese momento problemas de indisciplina en las filas. En septiembre del 17 varios millares de soldados se amotinaron en Etaples, incluyendo a numerosos neozelandeses. Los amotinados se reunieron con otros en París donde hubo conversaciones entorno a formar soviets como en Rusia. La revuelta sólo fue reprimida después de que diez de sus jefes fueron ejecutados. En el ínterin se declararon en huelga obreros portuarios de origen egipcio y chino que habían sido reclutados en Inglaterra y que trabajaban en Boulogne. Fueron reprimidos con dureza: 27 de ellos resultaron muertos.[i]

En Italia la política de arrojar a las tropas contra posiciones que se revelaban inexpugnables, iba a traer aparejado otro desastre de grandes proporciones. El ejército italiano había tenido centenares de miles de muertos en las ofensivas ordenadas por el general Cadorna. Había sido empleado muchas veces con insuficiente apoyo artillero y en condiciones desventajosas en cuanto a su situación en el terreno: los austríacos ocupaban siempre las posiciones más elevadas de los pasos alpinos. Los italianos habían mantenido la presión, sin embargo, tal y como lo exigían los aliados. Pero cuando seis divisiones alemanas liberadas del frente ruso, acudieron a reforzar a los austríacos, la situación –ya tensada al máximo- se quebró. Cuando los alemanes y los austríacos lanzaron una ofensiva y conquistaron algunas posiciones claves en la zona de Caporetto, todo el frente se vino abajo.

El general Cadorna se distinguía por una concepción bárbara de la disciplina: acostumbraba poner destacamentos de carabineros a retaguardia de sus tropas en el momento del ataque, con instrucciones de hacer fuego sobre ellas si se replegaban. Dícese que tenía por lema un proverbio piamontés: “El jefe tiene siempre razón, y mucho más cuando no la tiene”. Este bruto no encontró mejor idea para restaurar la disciplina de un ejército que se disolvía como nieve al sol, que proceder a diezmar a sus tropas en retirada. Es decir, volver al sistema de la antigua Roma, seleccionando al azar a un soldado de cada diez para fusilarlo en las unidades que habrían tenido un comportamiento poco marcial en el frente. Más de 600 ejecuciones se produjeron con este método. Nada de esto detuvo la riada de tropas hacia el sur. El desastre de Caporetto llevó a una retirada general del frente italiano, hasta que las tropas se hicieron fuertes al otro lado del río Piave, donde fueron reforzados por divisiones inglesas y francesas.

Italia había estado muy dividida respecto a participar en la guerra. Después de Caporetto, sin embargo, esa división se soldó ante la noción de la patria en peligro. Cadorna fue relevado del mando y en su lugar llegó el general Diaz, que iba a cumplir un papel similar al de Pétain en Francia, asegurando también una notable mejoría en el aprovisionamiento y en el desempeño de las tropas. La ofensiva austroalemana fue frenada en el Piave y en el monte Grappa, Venecia escapó a la amenaza de una ocupación austríaca y la situación quedó, provisoriamente, en una situación de empate.

Evolución técnica y nuevas tácticas e instrumentos de combate

El año 1917 vio el perfeccionamiento y la mayor incidencia de las armas que tendrían, el año siguiente, un papel fundamental para el logro de la victoria aliada. La aviación y los tanques se convirtieron en auxiliares de gran importancia para los ejércitos y demostraron su capacidad para solventar muchas de las dificultades que imposibilitaban la lucha en terreno abierto.

La aviación, como se ha dicho antes, evolucionó con rapidez desde las primeras y enclenques aeronaves utilizadas para la sola observación y sin otras armas que las personales que podían portar sus tripulantes: pistolas o rifles. Para 1917 habían aumentado considerablemente su velocidad y su resistencia a las maniobras bruscas, y estaban armadas con dos, tres y hasta cuatro ametralladoras. Dos situadas sobre el capó y sincronizadas con la hélice, más una o dos ubicadas en un montaje giratorio detrás del piloto, con un artillero a cargo de ellas. También se apelaba a disponer una ametralladora Lewis, provista de un cargador de tambor, en el ala superior de los biplanos. Los aviones de caza más reputados por lo general recurrían a la primera fórmula: una o dos ametralladoras sobre el capó. Los Sopwith Camel, los Spad, los Albatross y los Fokker recurrían a la combinación de dos ametralladoras montadas sobre el dorso del motor y al alcance del piloto que podía destrabarlas con la mano en el caso, bastante frecuente, de que se atascasen. Esa ubicación permitía apuntarlas apuntando al aparato en dirección a su objetivo. Se lograba así una gran concentración de tiro.

Al mismo tiempo que evolucionaba la aviación de caza destinada a cubrir a los aviones de observación que sobrevolaban la zona de combate, se producía una gran diversificación en los tipos de aviones en producción y se multiplicaban las aplicaciones que el arma aérea podía asumir. Habían aparecido los bombarderos, en los que pronto se superó el primitivo método de arrojar bombas con la mano, supliéndolo con sistemas más refinados. Las bombas se transportaban en afustes ubicados bajo las alas y podían ser desprendidas por el piloto o por el artillero de forma mecánica. También se popularizaron las prácticas de los ataques rasantes al suelo, protagonizados por los cazas, castigando a la infantería y a las posiciones de artillería del enemigo.

Por esos años asimismo hicieron su aparición los primeros escarceos en materia de bombardeo estratégico. Tanto los aliados como los alemanes intentaron llegar a las ciudades enemigas para castigar objetivos militares y aterrorizar a la población civil. Los alemanes bombardearon Londres y París de noche, con zeppelines primero (los enormes dirigibles que eran capaces de trasladar una carga apreciable de bombas a gran distancia) como con aviones. Los dirigibles se revelaron demasiado vulnerables una vez que los cazas aliados tuvieron la suficiente potencia como para acercarse a la altura a la cual ellos se desplazaban. En ocasiones los cazas ingleses eran subidos a mayor altura por otro dirigible, del cual se desprendían para caer en picado sobre su presa. Los zeppelines se inflamaban a la primera ráfaga de proyectiles incendiarios que los tocaba. Los aviones de bombardeo siguieron siendo por lo tanto, hasta el final de la guerra, la mayor amenaza para las ciudades en la retaguardia, tanto aliadas como alemanas, pero en cualquier caso no disponían por entonces de la potencia, del alcance y de la capacidad de carga que les permitiera ser otra cosa que factor psicológico menor o una amenaza relativa. Sus días de auge todavía estaban por venir.

Los hombres que tripulaban esos ingenios mecánicos, al menos en el arma de caza, eran voluntarios.[ii] Los riesgos a que se exponían eran enormes. Los aparatos no tenían la fiabilidad mecánica de que dispondrían luego, el blindaje no existía, los paracaídas tampoco o hicieron su aparición mediando el conflicto e incluso entonces su uso llegó a estar prohibido para evitar que los aviadores desertaran el combate (!).[iii] La precisión del tiro que se había obtenido con la sincronización de las ametralladoras con la hélice convertía entonces al tripulante de un avión alcanzado en una víctima casi segura. Salvo que consiguiese un aterrizaje de emergencia con el avión averiado, su sino era ser acribillado, arder en el aire o estrellarse contra el suelo. En los meses más duros de la campaña de 1917, el tiempo promedio de vida que se le calculaba a un piloto británico recién llegado al frente no superaba unos pocos días.

Sin embargo nunca faltaron jóvenes dispuestos a asumir la tarea. Movidos por un espíritu deportivo y por el amor a la aventura, deseosos de servir en un arma que escapaba a la matanza anónima de las trincheras y daba la posibilidad de obtener la aureola romántica que envolvía a los “ases”, siempre hubo un flujo continuo de voluntarios entusiastas. Muchos provenían de la clase alta o media alta y habían estado poseídos por el amor a los deportes mecánicos en tiempo de paz, y otros eran oficiales, muchos de origen aristocrático, de los cuerpos de caballería que languidecían a retaguardia. Los nombres de los pilotos más empinados en el cuadro de honor de las distintas fuerzas aéreas se convertían en emblemas populares y sus figuras servían para dotar de un aura luminosa y de un perfil denodado a una matanza que día a día se hacía más brutal, sórdida y despiadada al nivel del suelo. Manfred Von Richtofen, Oswald Boelcke, Max Immelmann o Hermann Goering entre los alemanes; Nungesser, René Fonk o Guynemer entre los franceses; Francesco Baracca entre los italianos o Albert Ball entre los ingleses se hicieron inmensamente populares. Menos Goering, Nungesser y Fonk, los demás murieron en combate.  

Otro ingenio mecánico que desempeñaría un papel capital en la última fase de la guerra fue el tanque. Los soldados habían padecido horriblemente a lo largo de las campañas anteriores debido a la dificultad de destruir las alambradas de púa que se extendían frente a las trincheras enemigas. El continuo bombardeo horadaba el suelo y revolvía la tierra, hasta el punto de que a veces las trincheras desaparecían y la línea era sostenida a lo largo de hileras de embudos de obús. La lluvia convertía a esos campos torturados en lodazales intransitables, donde se hundían los hombres, los carruajes y los cañones. Cuando se lo supo emplear, un expediente mecánico, el tanque, iba a venir a resolver al menos en parte el problema; pero antes el método defensivo de hacer la guerra que había demostrado su superioridad a lo largo del conflicto, iba a ser perfeccionado hasta extremos notables. Todos los contendientes fueron descubriendo las tretas y las mañas para hacer inexpugnables sus frentes, pero fue un coronel alemán, Fritz Von Lossberg, quien ideó, sistematizó conceptualmente y llevó a la práctica, el principio de la “defensa en profundidad” o defensa elástica, contra el cual se estrellaron los esfuerzos aliados durante todo el año 1917, y que sería adoptado luego por todos los beligerantes.

El sistema consistía en ocho o nueve kilómetros de defensas escalonadas en profundidad, con un frente organizado en tres líneas separadas por doscientos metros entre sí, sostenidas por un número reducido de tropas, encargadas de desgastar el ímpetu del avance enemigo, pero no en esforzarse en frenarlo definitivamente si no era posible hacerlo. Dos kilómetros más atrás se encontraba la segunda posición, con “cajas de píldoras” (“pill boxes”, como los llamaron las tropas aliadas) de cemento, blocaos provistos de ametralladoras pesadas y refugios para que aguardasen allí las tropas de refresco. Y un kilómetro después venía la tercera zona de defensa, también erizada de fortines. Los atacantes debían ir superando cada una de estás líneas bajo un fuego infernal y al hacerlo debilitaban cada vez más su impulso y se tornaban más y más vulnerables a los contraataques germanos.[iv]

Los tanques habían aparecido a finales de la batalla del Somme, en septiembre de 1916, pero habían sido mal utilizados. Los vehículos de oruga, blindados y armados con ametralladoras, eran ideales para aplastar las alambradas y abrir el paso a la infantería, pero se los empleó al principio en forma dispersa y sin atender a las condiciones del terreno y el clima. En los fangales de los campos de batalla de Flandes esos pesados vehículos se hundían o quedaban inmovilizados, convirtiéndose en presas fáciles para los artilleros alemanes. El 20 de noviembre de 1917, sin embargo, los oficiales que los tripulaban consiguieron imponer sus puntos de vista por medio de un ataque limitado en el sector de Cambrai. Con un suelo duro, sin preparación artillera previa y operando en gran cantidad, los tanques y la infantería que los seguía obtuvieron por fin el anhelado factor sorpresa. En un día atravesaron las líneas alemanas con relativamente pocas pérdidas. Apenas 1.500 bajas contra 18.000 prisioneros y 200 cañones tomados al enemigo. Pero como no se habían hecho preparativos para explotar la brecha y como el ataque se realizaba en un sector muy restringido y con un número limitado de máquinas, no progresó mucho más y poco después los alemanes contraatacaron con éxito, recuperando el terreno perdido y haciendo a su vez unos 10.000 prisioneros. En esta operación los germanos utilizaron por primera vez las tácticas de infiltración que pondrían en práctica con gran éxito meses más tarde, cuando desencadenaron el que iba a ser su último pero más poderoso y temerario golpe de toda la guerra.

 


Notas 

[i] The Socialist Review, Chris Fuller: “Fighting the war on the home front”, febrero de 2013.

[ii] En realidad el rango de piloto de caza ha sido en toda época siempre el fruto de una elección más que de una obligación. Ser “cazador” exige una serie de aptitudes especiales que no están al alcance de todos y que obliga a una selección muy exigente del personal.

[iii] Se aduce también que en esa prohibición influyó el dato de que los paracaídas eran demasiado engorrosos y pesados, pudiendo afectar el desempeño de los pilotos y la calidad de vuelo de los livianos aviones de la época.

[iv] Norman Stone, “Breve historia de la primera guerra mundial”, Ariel, 2013. 

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