El siglo XX nació optimista. Aunque con contradicciones, violencias e injusticias, ostentaba una movilidad sin parangón con la de épocas anteriores. En los países centrales los problemas sociales se atemperaban a través de la actividad del sindicalismo y de los partidos socialistas. La emigración a las Américas o a las posesiones coloniales contribuía también, en gran medida, a descomprimir la tensión que originaba el desplazamiento de grandes masas del campo a las ciudades; salvo en el caso de Rusia, el emigrar de la población rural permitía que el crecimiento exponencial de la industria no se tornase explosivo debido a la acumulación de gente en la periferia de las grandes ciudades. Se expandía la instrucción pública, se mejoraba el estado sanitario en los centros urbanos y el crecimiento de la clase media suministraba estabilidad al sistema burgués de gobierno. Este avance no era sólo el resultado de un crecimiento autogenerado y asociado al consumo interno; se vinculaba también a la explotación de los territorios coloniales, que aseguraban un surplus de beneficios que contribuía al sostén del empleo y beneficiaba de esta manera, indirectamente, a una pequeña burguesía y a un proletariado sobre los cuales se derramaba una pequeña parte del beneficio general de la economía. Aunque irrelevante en comparación a las ganancias que iban a los bolsillos de la gran burguesía y de los grupos poseyentes, era bastante como para pulir un poco las aristas de la conflictividad social y constituía una especie de “efecto derrame”, como lo calificarían los economistas neoliberales de nuestro tiempo. Claro que esta prosperidad se realizaba a costa de la explotación inclemente de las poblaciones coloniales.
El tema de los mercados, por lo tanto, era esencial para mantener el equilibrio interno, amén de para conservar o aumentar el nivel de beneficio que acumulaban las clases privilegiadas. La rivalidad entre las potencias imperialistas, fundada en razones económicas de este tipo, y también en la política de poder y en el peso que en esta cobran las determinaciones y predicciones de la geopolítica(1), fue elevando la temperatura y a finales del siglo XIX las tensiones empezaron a revestir una tonalidad beligerante de mal agüero. Por entonces las empresas coloniales todavía no hacían presagiar una guerra inminente, pero los discursos iban subiendo de tono.
Las últimas guerras cortadas según el perfil imperialista clásico fueron la de Abisinia, en la cual Italia fracasó de manera catastrófica en su intento de asegurarse un imperio africano; y la que los británicos llevaron a cabo en Sudán y que concluyó en la batalla de Omdurman (1898), donde los majdistas –una secta musulmana extremista que había conseguido expulsar los británicos de Sudán y movilizaba a multitudes fanáticas- fueron barridos en masa por el fuego de las modernas armas de un ejército anglo-egipcio. Otra guerra que capturó la imaginación del público europeo fue la de los bóeres (1900-1901), en la que Gran Bretaña, tras una serie de agresiones y provocaciones deliberadas, liquidó a la República del Transvaal, una implantación de colonos blancos de origen holandés instalada en el cono sur africano. Fue una pequeña guerra duramente disputada, en la cual los ingleses llevaron al principio la peor parte, hasta que se impusieron por su peso específico y pudieron adueñarse de las reservas diamantíferas y minerales existentes en ese territorio.
Una novedad que aportaron estos dos últimos conflictos fue la demostración del acrecido poder de fuego de la infantería gracias al generalizado empleo del fusil de repetición (Bolt action) y a la aparición de las ametralladoras Maxim. Y también lo fue la aplicación de la política de tierra arrasada y la aparición de los campos de concentración, que los británicos montaron en Sudáfrica para hacinar allí a la población civil y sustraer así el suelo bajo los pies a los rebeldes bóeres que sostenían una guerra de guerrillas.
Estos conflictos, que eran la continuación de las aventuras colonialistas del siglo XIX, trajeron aparejadas, sin embargo, repercusiones que sonaban feo. Alemania, que quería un espacio en África y que poseía ya un territorio colindante con la república del Transvaal conocido con el nombre de África del Sudoeste Alemana (la actual Namibia) expresó con innecesario énfasis su apoyo a los bóeres a través del káiser Guillermo. Propenso a los gestos vacíos y a las grandes frases que sin embargo excitaban el resentimiento o la desconfianza de sus potenciales enemigos, el emperador alemán envió un telegrama de felicitación al presidente sudafricano Krüger, en ocasión de la derrota del raid Jameson, anterior a la guerra. En él lo felicitaba y dejaba caer la impresión de que Alemania estaría de su lado en el caso de un conflicto mayor. Por supuesto que no era así, pero la misiva excitó la creciente desconfianza del Foreign Office y contribuyó a empujar a Londres a encarar con un espíritu muy distinto a las relaciones francobritánicas, hasta ese entonces hostiles. Pero esta disposición se puso de manifiesto solo después de que las relaciones entre Francia e Inglaterra llegaran a un punto de crisis como consecuencia del incidente de Fashoda, un minúsculo poblado situado a orillas del Nilo donde se encontraron una pequeña columna francesa proveniente del Atlántico y al mando del capitán Marchand, y una fuerte flotilla británica que bajaba rumbo a las fuentes del río y que estaba comandada por el luego mariscal Horatio Kitchener, quien venía de aniquilar la última resistencia de los majdistas en Omdurman. Se cruzaban así la aspiración francesa de establecer una ininterrumpida línea de posesiones desde el Atlántico al Mar Rojo, con la voluntad británica de establecer un corredor que fuera desde el Mediterráneo al Cabo, la denominada Carretera Panafricana, sellando así el predominio inglés sobre el conjunto del continente africano.
A la postre los franceses cedieron, pero el estallido de rencor popular en ambas potencias imperialistas, azuzado por el patrioterismo de la prensa, a su vez fogoneado por los intereses capitalistas que estaban en juego (2), hicieron que los británicos por un momento temieran quedarse aislados y coquetearan con la idea de ofrecer una alianza a Alemania. Era un regalo envenenado: en el caso de que Alemania lo hubiese aceptado tal vez hubiera tenido que guerrear a corto plazo contra Francia y contra Rusia -por entonces enfrentada a Inglaterra por Afganistán y el paso a la India. Alemania hubiera quedado relegada al papel de “soldado de Inglaterra”, se hubiera visto arrastrada a un conflicto terrestre en el cual ella sola hubiera debido correr con todos los gastos y no hubiera dispuesto de garantía alguna de que los ingleses –como tantas veces ocurriera en el pasado- decidieran frenar el conflicto en cuanto estimasen que la victoria germana alteraba el equilibrio europeo y agrandaba las posibilidades de esa potencia hasta un punto no deseable para Gran Bretaña. La proposición, que se mantuvo relativamente en secreto y no trascendió el ámbito de las cancillerías interesadas, fue declinada.(3)
En ese momento Alemania estaba encuadrada en el marco de una Triple Alianza –entre Alemania, Austria-Hungría e Italia (esta se había acercado a las potencias centrales porque deseaba un respaldo a sus ambiciones en el norte de África, donde competía con Francia). El imperio ruso por su parte se encontraba vinculado a Francia por un pacto firmado en 1892, por el cual ambos países se comprometían a luchar conjuntamente si cualquiera de ellos era atacado por otro. La necesidad británica de no quedar aislada ante el crescendo de los peligros internacionales y la percepción de dónde provenía la principal amenaza objetiva a su propio predominio, hizo que el rey Eduardo VII (el sucesor de la reina Victoria) y el Foreign Office decidieran imprimir un giro copernicano a la política exterior de su país. Abandonando el secular antagonismo con Francia y tras una preparación de unos pocos años, dos o tres a lo sumo, el rey inglés y el ministro de Relaciones Exteriores francés, Theophile Delcassé, firmaron un acuerdo, conocido como “l’Entente” pronto rebautizado como “l’Entente Cordiale”, por el cual Francia e Inglaterra arreglaban todas sus diferencias. De una manera espectacular, este acuerdo solucionaba todas las cuestiones litigiosas entre los firmantes y otorgaba a Francia ventajas casi sin contrapartidas para el lado británico. Lo que es más, al conceder a París el derecho a intervenir en los asuntos interiores de Marruecos, bloqueaba el acceso de Alemania a ese enorme espacio norafricano, uno de los pocos lugares en los cuales Berlín podía aspirar a instalarse, y de esta manera se escapaba a Alemania la última posibilidad de adueñarse de una colonia que hasta cierto punto pudiera compararse con las ricas posesiones que Francia e Inglaterra usufructuaban en el resto de un globo ya repartido.