Los acontecimientos de esta semana han acelerado el tiempo político y su correlato económico. Creo que cabe aplaudir la decisión gubernamental en el sentido de coparticipar con las provincias el 30 por ciento de los beneficios que produce la exportación de soja y sus derivados. Los “productores” campestres por supuesto están entre furiosos y descolocados. Súbitamente se han venido a quedar sin uno de los argumentos que esgrimían para fundar sus reclamos; esto es, el “acaparamiento por el Estado” de unos beneficios que ellos decían debían ser repartidos con el interior.
La estrechez de miras del sector se pone de manifiesto en esta actitud que desnuda la motivación profunda de su accionar y el de las fuerzas que los manipulan y que siempre han intentado imponer, con todo tipo de trapisondas legales y, cuando fue necesario, a sangre y fuego, el estatus dependiente de este país y su sometimiento a un esquema productivo basado en la feracidad de su suelo. Feracidad amenazada, desde hace varios años ya, por esa misma avidez que tala el monte nativo, disminuye el stock de cabezas de ganado y suplanta los cultivos tradicionales por la soja, cuya explotación no sólo emplea una escasa mano de obra sino que, sin una adecuada rotación de los sembradíos, corre el riesgo de esterilizar el suelo a la vuelta de unos pocos años.
Pero para ellos de lo que se trata es pagar la menor cantidad de tributos posibles. Evadiéndolos en gran proporción y, en el fondo, ya que no es posible vender en negro la totalidad de la cosecha, oponiéndose a cualquier intervención estatal que muerda de esa tajada. Esta política tiene mucho de suicida, pues el año pasado, gracias a la extorsión a que sometieron a las grandes ciudades bloqueando los caminos y escamoteando la cosecha, perdieron ganancias por 2.500 millones de dólares más sobre su valor actual, antes de que se produjera la vertical caída en el valor de las commodities como consecuencia de la crisis. El Estado, a su vez, sufrió en esa ocasión la pérdida de 1.350 millones de dólares, que hubiera embolsado gracias a las retenciones. Todo esto repercute en la estabilidad económica y, por ende, social del país. Pero para ahondar en el tema prefiero remitir al oyente a la luminosa columna del contador Salvador Treber aparecida ayer en La Voz.
El gobierno nacional, cualquiera sean sus defectos, que no son pocos, parece haber despertado del sopor en que lo habían sumido sus propios errores. Tras un pésimo manejo del tema campestre en el momento de la gestión del ministro Lousteau en Economía y después de quedar grogui tras la votación del Senado en contra de la ley sobre las retenciones, ha recuperado la iniciativa y comienza a abordar temas que son de decisiva importancia para la definición de unas políticas estructurales que nos permitan zafar de la coyuntura mundial y que, tal vez, si se profundiza el rumbo adoptado, consientan a la Argentina pararse sobre sus propios pies. La recuperación de los fondos volcados a la timba financiera por las AFJP, la reestatización de Aerolíneas, la renacionalización del Área Material Córdoba, el deseo de mantener un nivel de ingreso adecuado entre los sectores populares, la ubicación de los jubilados en un piso salarial ascendente y el envío a las Cámaras de una nueva Ley de Radiodifusión son datos no desdeñables. Son, convengamos, piedras fundamentales en torno de las que hay que cavar los cimientos y construir el edificio, pero siempre hay un primer paso en un camino. La cuestión es recorrerlo con la determinación de empujar hacia adelante a quienes deben encabezar la procesión. Para el caso, el actual gobierno.
La oposición acusa a este de fundar esas medidas en consideraciones de carácter político: querría sobrepasar el plazo eleccionario sin perder su tambaleante mayoría en el Congreso. Es una acusación pueril: ¿qué gobierno no va a apelar a expedientes legítimos que lo provean de una masa electoral que le consienta mantenerse en el poder?
La cuestión consiste en la naturaleza del sector social cuyo apoyo se busca y en la orientación que tienen esas medidas. Las del gobierno buscan el apoyo popular y discurren por lo tanto, en este caso, en un sentido correcto. Se podrá pedir al Ejecutivo que profundice las medidas y las complete con otras, entre las cuales una reforma fiscal progresiva podría ocupar el primer plano, pero no se puede discutir que representan un programa, tímido si se quiere, frente a una oposición que carece de toda otra propuesta como no sea la de desestabilizarlo a toda costa, presuntamente para volver a los parámetros económicos y políticos neoliberales, que hundieron al país en la ruina y que hoy exhiben su estulticia y su perversidad por todo mundo, arrastrados por una crisis irreprimible.
Ahora bien, la grandeza o al menos la estabilidad de los países se conquista a través de la solidez de sus formaciones políticas. Y en Argentina las fuerzas partidarias se encuentran en plena desintegración. Queda un núcleo más o menos coherente, el conducido por la presidenta y por su esposo, que se apoya en las formaciones del peronismo más combativo; pero lo que en su momento se llamó el movimiento nacional aparece reventado en muchas de sus costuras. Quizá sea bueno que esto sea así: la fuga de varios de sus grupos hacia alianzas contra natura con sectores de la oposición que siempre los han antagonizado es señal de que han vivido su tiempo y que el país está en vías de decantarse en torno de contradicciones claras. Por un lado están o estarán los que intenten construirlo en una perspectiva nacional, latinoamericana y en base a una distribución más solidaria de la renta, y por otro los que sigan aferrados, como la alta burguesía, al no innovar, con el riesgo de que la bomba social les explote en la cara, o permanezcan atrapados en un gorilismo que no se atreve a decir su nombre, pero que les trasuda por todos los poros, como es el caso de no pocos sectores de la clase media vaciados de capacidad crítica por sus propios prejuicios, por el discurso mediático, por una pereza intelectual inducida y por una orfandad de ideas derivada en buena medida del desconocimiento de nuestra historia.
Este es el suelo movedizo sobre el que se asienta la actualidad argentina. De su naturaleza caprichosa y sembrada de obstáculos da cuenta la actitud de la oposición ante la propuesta de debate de una nueva Ley de Radiodifusión. La Sra. Elisa Carrió se enfureció ante una iniciativa que tildó de “disparate”. A su entender no se la puede traer a cuento “en medio de una campaña electoral y en plena crisis económica y de inseguridad”. El Sr. Gerardo Morales, titular del radicalismo, apoyó estas expresiones. Nos preguntamos: ¿cuándo será entonces el momento adecuado para definir posturas en torno de este tema? Como en el caso de los productores agropecuarios, que protestan por la decisión gubernamental de repartir el 30 por ciento de los beneficios derivados de la exportación de soja hacia las provincias más vinculadas a esa explotación, se hace inevitable la comparación con el dicho sobre la gata de doña Flora…
Por supuesto, los argumentos racionales no cuelan en un frente que se propone sobre cualquier otro objetivo frustrar los intentos de reforma estructural que necesita el país. De modo que la iniciativa debe quedar en manos del gobierno, que tiene los elementos necesarios para mantenerla, a pesar de la propaganda adversa y totalizadora de los monopolios mediáticos. La democracia se basa en el respeto a un orden constituido y salido de elecciones libres. Nadie puede negar este atributo al gobierno de Cristina Fernández. La extorsión que los grupos minoritarios de la Pampa gringa y sus mandantes intentan montar nuevamente contra las ciudades ya no podrá ser tolerada en caso de concretarse. Dentro de la ley, pero con firmeza, la plaga de los cortes de ruta que aflige al país desde la desdichada iniciativa de los piquetes de Gualeguaychú, tiene que se extirpada. No va a ser demasiado fácil, dada la tesitura provocadora de los extremistas del sector y el batifondo mediático que les darían los grandes medios de prensa en caso de que se produjesen episodios desdichados. Pero son cada vez menos y la representatividad de los agitadores y de la Mesa de Enlace está muy dañada frente al público e incluso en el segmento social al que dicen representar. Ya va siendo hora de devolverlos a sus casas.