En abril próximo se cumplirán los 70 años del final de la Guerra Civil Española. Pocos acontecimientos en la historia del siglo XX han recibido una atención mayor y han suscitado tanta leyenda. La reciente aparición en español de un excelente libro de Antony Beevor [1] dedicado al asunto (con especial énfasis en las vertientes militares de este), aporta una oportuna contribución sintetizadora de la masa de materiales que en torno al tema se han venido acumulando durante años y en la cual abundan, por cierto, tanto las contribuciones notables como las divagaciones líricas. U oníricas, en algunos casos.
Nunca se insistirá lo suficiente en la necesidad de liberar a la historia de la hojarasca mítica. Semejante cosa no le quitará grandiosidad ni la tornará menos apasionante; pero será de gran utilidad a quienes se proponen actuar sobre el presente; en especial, a las masas y a los dirigentes que deben dar consistencia a semejante actuación. La capacidad de dotarse de una mirada crítica que tienda a evadir el simplismo es un dato fundamental a la hora de operar sobre las cosas. En especial en tiempos como el nuestro, en el cual la propuesta mediática es tan maliciosa, caótica, elemental y confusa que tiende a reducir todos los problemas a su mínimo común denominador.
La guerra civil española es generalmente presentada como escenario del enfrentamiento entre el fascismo y la libertad, o entre el fascismo y la democracia, o entre el fascismo y el comunismo. Hay mucho de verdad en esta ecuación, por supuesto, pero ella resulta insuficiente para explicar tanto la naturaleza de la peripecia española como el complejo tramado de redes que se tejió a su alrededor.
También se la ve como el preludio a la segunda guerra mundial, lo cual asimismo es cierto. Pero se suele dejar de lado la conexión que une a ese episodio con la revolución rusa de 1917, vinculación que hace del conflicto español el pivote en torno del cual giró la historia del mundo concebida desde la perspectiva transformadora de la revolución bolchevique. Adoptando esta óptica la guerra civil se perfila más bien como el remate –catastrófico- de esa tentativa de cambio global, internacional, y como el comienzo de una etapa histórica signada por el imperio de la más cruda realpolitik, que dura hasta nuestros días.
Si se adopta este punto de vista se hace más comprensible tanto “la ilusión lírica” como el desencanto que la siguió. No tomar en cuenta esa singularísima peripecia y aferrarse de manera simplista a las grandes fórmulas maniqueas llevaría, más adelante, a muchos jóvenes latinoamericanos a morder el polvo de la derrota durante los años de plomo y de la guerra sucia que los siguió.
Origen
En su origen la guerra civil española surge de un esquema clásico: la lucha de un campesinado que se rebela contra una estructura económica semifeudal, lucha que engrana a su vez con las reivindicaciones de un proletariado de reciente formación. La presencia de la URSS y sobre todo el recuerdo, muy fresco aun, de la revolución producida 19 años antes en Petrogrado, que no tardó en abrazar y abrasar a toda Rusia, suministraban la pólvora emotiva que era necesaria para radicalizar tanto los discursos de los protagonistas –reales o de postín- como las actitudes de las masas.
La República inaugurada en 1931 estaba animada, en la concepción de sus mejores líderes, por una voluntad transformadora que con frecuencia se adelantó a sus objetivos o al menos a la fuerza real de que disponía para imponerlos. Sus excelentes iniciativas contra el latifundismo, su pretensión de depurar y reorganizar al ejército de acuerdo a criterios más modernos, su actitud en exceso laxa respecto de las autonomías regionales, a pesar de las resistencias furiosas que suscitaban, hubieran quizá podido pasar si al mismo tiempo no se hubiera alienado a la Iglesia, fuerza de gran capacidad convocante en la España de esos días, y a la cual hubiera podido aproximarse con propuestas menos agresivas y más conciliadoras. Tal como planteó las cosas, la República abrió demasiados frentes a la vez, dando lugar a una inversión de la fortuna electoral que llevó a los exponentes de la derecha al gobierno en 1933. Se abrió entonces el “bienio negro” durante el cual la derecha, con procedimientos aun más torpes que los de sus antecesores, procuró dar marcha atrás respecto de las conquistas logradas en el período anterior, suscitando rebeliones populares que, como la de Asturias, significaron el bautismo de sangre respecto de la hecatombe que vendría poco después.
España se había partido en dos y el retorno de un gobierno de centroizquierda al poder tras las elecciones de febrero de 1936 no conformó a nadie. Ni a los sectores populares, que estaban erizados por la amenaza de la derecha ni, por supuesto, a la coalición reaccionaria que pretendía volver la situación a fojas cero, con exclusión de la Falange [2] .
Estallado el conflicto en 1936, como consecuencia de un golpe militar contra el cual las masas populares reaccionaron con enorme energía, pasando por encima de las titularidades de un gobierno republicano propenso a arreglar con el enemigo antes que a proceder a reprimirlo, se abrió en España la etapa del doble poder que tan bien caracterizara León Trotsky en su Historia de la Revolución Rusa, y que se significa por la existencia de un poder formal, encastillado en el gobierno, y otro real, fundado en las masas, que en principio apoyan al primero pero que en realidad lo empujan hacia donde aquel no quiere ir. Las organizaciones sindicales y los anarquistas que habían copado las calles en Madrid y Barcelona y que se habían constituido en las milicias que resistieron y vencieron al golpe militar en las grandes urbes, tenían objetivos que iban mucho más allá de las proposiciones de la República burguesa.
La dialéctica de la contrarrevolución bifronte
Ahora bien, para que esos objetivos puedan cumplirse es necesaria una fuerza consciente capaz de organizar ese entusiasmo, encuadrándolo en una estructura capaz de ejercer el gobierno. En Rusia, entre 1917 y 1921, el partido bolchevique cumplió esa función de la mano de una élite intelectual comprometida con la política y predispuesta a actuarla en los términos intransigentes (por no decir feroces) que resultaban de un escenario internacional convulso, sumido en la guerra mundial. Desde entonces el partido bolchevique, devenido en comunista, había degenerado con rapidez y, por imperio de las circunstancias emanadas de la hostilidad externa y del atraso interno, se había transformado en un gigantesco aparato burocrático, que utilizaba las resonancias simpáticas que su mensaje internacionalista había suscitado en el pasado para vehiculizar una política que, con disimulo, se ceñía con exclusividad a la defensa de los intereses cambiantes de la Unión Soviética.
Este repliegue del internacionalismo al nacionalismo no hubiera tenido nada de malo si se lo hubiese entendido y explicado como lo que en realidad era: una adecuación a las necesidades de la hora. Pero la cínica política de Josip Stalin no hacía tal cosa; en vez de hacer de la necesidad virtud, especulaba con las adhesiones a un credo internacionalista que él y su partido habían abandonado hacía mucho tiempo. Y, lo que es peor, estaban en plena disposición para utilizar el poder de que disponían para manipular a los entusiastas que aun creían en la URSS torpedeando sus esfuerzos, si entendían que eso era conveniente para los intereses rusos.
En el caótico escenario español subsiguiente al estallido de la guerra civil, el Partido Comunista podría haber desempeñado el papel de los bolcheviques en 1917. Sin embargo, por imperio de su dependencia teórica y práctica de Moscú, se transformó en la correa de transmisión de unos procedimientos dirigidos a controlar y eventualmente torpedear la predisposición revolucionaria de los obreros y campesinos. Estos, por otra parte, sobre todo en Cataluña, tendían a reconocerse en los anarquistas. Pero las formaciones libertarias, que habían sido la fuerza decisiva para la supresión de la rebelión militar, adolecían del rasgo que los calificaba a partir de su misma designación: un rechazo suicida a toda forma de organización que no fuera espontánea y una negativa absurda a hacerse cargo del poder, incluso cuando, en Barcelona, después de las jornadas de Julio, el presidente de la Generalitat lo había puesto a su disposición.
A lo largo de los vertiginosos años de la guerra civil los comunistas, en vez de atraer y encuadrar a las masas anarquistas, cosa en la que podrían haber tenido éxito si hubiesen asumido sus reivindicaciones de carácter social y económico, las encararon a ellas y al POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista, con algunas coincidencias con el trotskismo), procediendo a sabotearlas y en algunos casos a eliminar a sus dirigentes según las prácticas que eran de uso corriente en la Unión Soviética de la época de las purgas: la calumnia, cuánto más desaforada más creíble (porque, ¿quién iba a mentir tanto?), la encarcelación y la desaparición de personas. Los más devotos esfuerzos del PC se dirigieron hacia el control del gobierno republicano, sin orientarlo más allá de las premisas burguesas que ya tenía y favoreciendo sus políticas dirigidas a desmontar algunas conquistas substanciales de la reforma agraria. Cosa que, creía Stalin, otorgaría un sello de credibilidad y confiabilidad a Moscú para mejor entenderse con las potencias occidentales con miras a paliar la amenaza de la Alemania nazi. Para gestionar esa política el PC disponía de una baza magnìfica: la URSS era la única proveedora de armas para la República (a cambio del oro de las reservas del Banco de España) y la que organizaba y controlaba a las famosas Brigadas Internacionales que durante un tiempo se erigieron en las fuerzas de choque del bando gubernamental.
Este turbulento escenario de confrontaciones sordas o abiertas, contrastaba con el orden que reinaba en el bando llamado nacional, que se favorecía de la política de No Intervención que prohijaban Gran Bretaña y Francia, política que de hecho era una burla que castigaba esencialmente a la República, el poder legal, pues la forzaba a depender de los envíos de armas rusos y, en consecuencia, a plegarse al diktat estalinista.
En cuanto a apoyo exterior, el gobierno de Franco se henchía con la aportación germano-italiana de tropas, armas y aviones. Respecto de los germanos y del aporte de la Legión Cóndor, el Caudillo tuvo que pasar por las horcas caudinas de una Ley de Minas que otorgaba una participación desproporcionada a los capitales de ese origen para la explotación de los recursos mineros de España, pero en general no hubo de soportar –o supo sortearlas- imposiciones económicas o políticas de carácter desmedido.
La República se veía así ceñida en un doble cinturón de hierro. Por fuera la ahogaba la contrarrevolución a secas, implacable, dirigida a restaurar a sangre y fuego el viejo orden, y por dentro padecía las ansias de una revolución abortada, que desmoralizaban a la población. La fuerza militar republicana había sido desgastada por estrategias insensatas, y probablemente fue sólo la parsimonia de Franco en llevar adelante las operaciones lo que impidió que el desenlace llegase más rápido.
Cinismo, traiciones y coraje
La guerra de España fue una historia de cinismos y traiciones, de los que hubo sobradas pruebas en ambos bandos. Es hora de apearse de la leyenda áurea que la envolvió. Esta persiste, sin embargo, tal vez ayudada por la desesperada energía con que tantos españoles se enfrentaron a su destino. Pero no se puede suprimir la realidad de la historia. Y la realidad indica en este caso que hubo matanzas a granel y en frío, ejecutadas por ambos bandos, que la ayuda extranjera nunca fue desinteresada y que después de la guerra el bando vencedor siguió fusilando.
El capítulo tal vez más siniestro de todo el asunto fue la manipulación cínica de las necesidades de la República de parte de la Unión Soviética y la aparente indiferencia (que en realidad ocultaba una complicidad activa con el bando faccioso) de las potencias democráticas de Occidente. Rasgo indicativo de cómo se saqueaban los recursos de la República fue el hecho de que en ese proceso tuvo un peso bastante importante el mismo gobierno alemán, comprometido en el apoyo público a Franco, pero que suministró abundante material de guerra al gobierno de Valencia. “Para la Alemania nazi, la República fue una fuente de divisas fuertes tan importante como la zona nacional”, según un informe emitido después de la guerra por el Estado Mayor alemán [3].
La guerra de España en la novela y el cine
El carácter mítico que se otorgó al despiadado choque español, debe bastante de su aura a la gran producción poética, novelística y cinematográfica que se tejió en su torno, fruto en su gran mayoría de poetas y novelistas que se decantaron por la República y en ocasiones combatieron en sus filas. Antonio Machado, Miguel Hernández, Rafael Alberti, Arturo Barea, Ramón Sender y Max Aub, entre los españoles; y Stephen Spender, Ernest Hemingway, George Orwell, André Malraux, Antoine de Saint Exupéry y George Bernanos, entre los extranjeros, suministraron una visión muy precisa de los hechos, fortificada por la calidad literaria de las obras en cuestión. El catalán José María Gironella fue el único escritor que ofreció un relato convincente de lo sucedido desde la perspectiva del bando franquista: su trilogía Los cipreses creen en Dios, Un millón de muertos y Ha estallado la paz, suministra una visión que complementa muy bien las de Max Aub y sobre todo la de Arturo Barea, quizá el más abarcador y efectivo cronista de un hecho filtrado por el carácter autobiográfico de su obra y por su aliento narrativo, que nos conduce desde el principio del siglo hasta el desastre de la guerra civil, pasando por la desdichada aventura colonial española en la guerra de Marruecos. La trilogía La forja de un rebelde ( La forja, La ruta y La llama) es probablemente el más cumplido testimonio literario de esa devastadora peripecia histórica.
Ahora bien, la mayor parte de estas descripciones no tienden a edulcorar en absoluto la naturaleza despiadada del conflicto. ¿Por qué, entonces, la persistencia en evaluarlo como una competencia maniquea entre el bien y el mal, y a idealizarlo de acuerdo a un criterio sensiblero? Quizá la gente tiene necesidad de conferir a una causa noble todos los atributos que la eximen de efectuar un esfuerzo de comprensión que requiere de afición por la historia y de voluntad para inclinarse sobre la realidad para ir levantando sus capas. Tal vez el cine, por efecto de su naturaleza icónica y la necesidad que tiene de describir los hechos de gran magnitud con imágenes contrapuestas y fácilmente comprensibles, tuvo mucho que ver con esta simplificación. La película de Fréderic Rossif, Morir en Madrid, más aun que la bella adaptación por SamWood de la novela de Hemingway Por quien doblan las campanas, es expresiva de esta predisposición, muy potenciada luego por ese instrumento simplificador y reduccionista en que se ha convertido a la televisión. La cadencia poética del filme de Rossif, su subyugante banda sonora y su anecdotario épico, no siempre ajustado a los datos de la realidad, hizo mucho por labrar la imagen de esa catástrofe en términos idealizados. Por ejemplo, el famoso diálogo del coronel Moscardó con su hijo durante el sitio del Alcázar de Toledo no tuvo lugar en los términos popularizados por la leyenda, y la salida de las Brigadas Internacionales de España no se verificó por un acto de generosidad de la República como da a entender la película, sino porque los voluntarios internacionales se habían reducido mucho (quedaban apenas 7.000 extranjeros en las Brigadas) y su moral había decaído; en buena medida por la paranoia de sus mandos, obsesionados por adecuarse a las prácticas soviéticas contra el trotskismo y el desviacionismo. Pero sobre todo pesó en esa decisión la actitud del gobierno ruso, que tras el Pacto de Munich había comprendido que poco o nada podía esperar de las potencias occidentales en el caso de un conflicto generalizado, y había comenzado a evaluar las posibilidades de aproximarse a Hitler para evitar a la URSS convertirse en la carne de cañón de la inminente guerra europea. Eso no quitó emotividad a la partida de los voluntarios, pero la verdad histórica no puede ser negada.
La restitución de esta no es sólo aplicable a la guerra de España. Es un dato central de toda búsqueda de conocimiento dirigido a generar una acción política que pretenda moldear de veras a la realidad. La historia, suele decirse, sólo enseña que no enseña nada. Pero esta es una apreciación torcida. Saber leerla es decisivo para apreciar las molduras y los recovecos que existen en el presente de las sociedades en las cuales nos toca vivir. Este ejercicio de interpretación del pasado no tiene porqué ser desapasionado, puesto que es casi inevitable tomar partido, pero sí objetivo. Sólo así se evitarán los errores de entonces, aunque con seguridad cometeremos otros. Pero esta es la dinámica que mueve la vida.
[1] Antony Beevor: La guerra civil española. Crítica, Barcelona, 2005.
[3] El episodio más sórdido de los tejemanejes clandestinos vinculados al abastecimiento de material de guerra para los contendientes es tal vez el consignado por Beevor en las páginas 448 y 449 de su libro. Dice este autor que alemania practicó un tráfico contra natura de armas con la República. Su principal animador fue Hermann Goering, quien cobró una comisión de una libra esterlina por cada fusil de un pedido de 750.000 unidades enviadas a la República a través de una triangulación que tuvo como protagonistas al dictador griego Ioannis Metaxas y al traficante de armas Prodromos Bodosakos Athanasiades. La provistión clandestina de armas para la República de parte de Alemania existió durante toda la guerra, a un precio exorbitante para el gobierno español y con el agravante de que gran parte del material enviado era de mala calidad, inservible o era interceptado con sospechaosa regularidad por los buques de guerra nacionales.