La nueva Constitución de Bolivia fue aprobada, el pasado domingo, por más del 60 por ciento del electorado. Sería este un dato auspicioso si no fuera porque la misma proporción, pero a la inversa, se dio en las provincias de Oriente, que se oponen a la reforma y reivindican una autonomía que, de tan radical que es, se asemeja peligrosamente a la secesión. El valor de esta consulta, por lo tanto, es relativo y no parece que vaya a resolver la profunda escisión que divide a ese país, tanto más que la nueva constitución está atravesada en su totalidad por el principio clave de la autonomía a través de la reivindicación del carácter plurinacional del nuevo Estado, que deja atrás la vieja constitución que, en la práctica, no era otra cosa que el expediente para establecer un Estado monocultural fundado en el color de la piel y el apellido.
La historia no se mueve de acuerdo a los patrones de racionalidad y linealidad que desearíamos. La reivindicación jurídica de las “nacionalidades” indígenas (el nuevo texto reconoce más de 30) es un paso jurídicamente apreciable pero políticamente peligroso, pues puede incentivar las tendencias centrífugas del país. Tiene una apariencia justa dado que deroga la exclusión de la población de ese origen, muy mayoritaria. A lo largo de toda la historia boliviana esas masas fueron esclavizadas, usadas, castigadas y permanecieron ajenas a la mayor parte de las decisiones políticas. Es un paso en apariencia lógico, por lo tanto; pero puede tratarse, ¡ay!, de una lógica envenenada.
En efecto, el entusiasmo con que se ha saludado la consagración del nuevo texto constitucional en las calles de La Paz y otras ciudades no debería ocultar la magnitud de los problemas irresueltos. Siguiendo lo expuesto por Andrés Soliz Rada, primer ministro de Hidrocarburos del gobierno del presidente Evo Morales, alejado de su cargo poco después de la asunción de este, la disposición del nuevo texto constitucional que establece que a partir de ahora nadie podrá contar con más de 5.000 hectáreas de propiedad agraria, se ve contrabatida por el hecho de que los latifundistas de ayer continuarán con sus tierras malhabidas, que hoy son alquiladas o transferidas a capitales transnacionales, pues la consulta popular sobre la tierra no reconoce la “irretroactividad” respecto de las propiedades.
Algo similar pasa con los recursos hidrocarburíferos del país, señala el mismo Rada, enajenados por 40 años más a las transnacionales de origen estadounidense, brasileño o argentino que hoy los explotan. Y lo de brasileño o argentino es un decir, pues se trata de Holdings en los cuales la preponderancia del capital proveniente del primer mundo es abrumadora.
Por otra parte, el nuevo texto constitucional coincide con los estatutos aprobados ilegalmente en la media luna del Oriente boliviano (Beni, Santa Cruz, Pando y Tarija), estatuyendo que la propiedad de los recursos naturales ya no pertenece a la nación boliviana sino a las autonomías indígenas y departamentales.
La legitimidad del mandato de Evo Morales es indiscutible. Pero, para que ese mandato funcione es indispensable un pacto social que lo consolide. A dicho pacto, en Bolivia, no se lo ve por ningún lado. No es la primera vez que esto pasa en la historia. Para fundar una nación hace falta una capacidad de atracción centrípeta que fusione a los elementos dispares de un país bajo la autoridad de un Estado central reconocido como tal. Ha habido ocasiones en que una parte de la nación aspira a separarse de otra porque entiende que tal cosa responde a sus intereses. El caso más manifiesto y memorable en este sentido fue el de los Estados Unidos de América, cuando la aristocracia agrícola del Sur sintió amenazada su preeminencia política por la fuerza del Norte, que se sustentaba en una economía industrial que de forma inexorable avanzaba sobre el sistema productivo del Sur, fundado en el trabajo esclavo. En esas circunstancias el Sur intentó romper el pacto nacional y decidió irse…, pero el Norte impidió que se fuera. Esto dio lugar a un conflicto que se saldó con 600.000 muertos, la devastación del Sur y la refundación de la nación, que la lanzó a los más espectaculares destinos.
¿Quién, en Bolivia, podría ponerle el cascabel al gato si, salvando las distancias, una situación similar se reprodujera? Si Latinoamérica estuviese unida en una gran nación, el problema sería de poca monta y probablemente jamás se hubiera planteado. Pero no es así; Bolivia es una pieza más en un damero de países que no terminan de escapar del subdesarrollo y que, pese a sentirse unidos en una comunidad de destino, no terminan de articular las vías para escapar de la fragmentación a que la arrojaran la inmadurez de sus estructuras económicas y sociales, y la acción disgregadora del imperialismo.
Ha sido sin embargo justamente la influencia de la Unasur y del Mercosur, embriones de esa gran comunidad sudamericana a la que se aspira, lo que impidió, hace unos meses, una secesión boliviana que venía siendo fogoneada por los departamentos ricos –mayoritariamente “blancos”- que se encuentran en una situación de virtual rebeldía contra el Estado central. Pero esa amenaza está lejos de haber desaparecido y la capacidad de disuasión de las entidades fundantes de la unidad latinoamericana se encuentra aun en veremos. La política de dividir para reinar, siempre connatural a las políticas imperiales, está siendo reforzada por Estados Unidos y no puede vaticinarse su fracaso con pronósticos ligeros, fundados a veces más en los buenos deseos que en las realidades.
La razón última de toda política está en la fuerza. Que nos perdonen los progresistas bienpensantes. Desde luego, se debe tratar de una fuerza ponderada, que de alguna manera atienda al interés de sectores sustantivos de un conglomerado nacional dado. Pero si un Estado no cuenta con los instrumentos para hacerse valer por encima de los intereses coyunturales que pueden precipitar a un sector a descartar el principio del pacto social, es difícil que pueda articular una política dirigida a disciplinar a ese grupo y adecuarlo al interés general. Tal como vienen las cosas, en Bolivia, no se puede descartar que la ultima ratio repose en la capacidad de intervención de las Fuerzas Armadas. La cuestión reside, sin embargo, en saber si el gobierno de Morales está en disposición de usar de ellas, y en si les tiene la confianza suficiente como para hacerlo. Aun sin conocer los entretelones del escenario boliviano, uno se sentiría tentado a pensar que tal confianza no existe.
El otro escenario que puede diseñarse es el de las milicias populares. Bolivia tiene tradición en ello. Pero el recurso a este expediente conduciría a la guerra civil entre los dos segmentos en que se divide el país y con mucha posibilidad enfrentaría a militares con militares y a militares con el pueblo. No es, pues, una partida fácil la que se diseña para el dramático país del Altiplano. Pero, ¿cuándo lo ha sido?