nota completa

21
ENE
2009

Obama y Roosevelt. El miedo como factor de cambio

Barack Obama y Franklin Delano Roosevelt
Barack Obama y Franklin Delano Roosevelt
Más allá de la parafernalia mediática que saludó al nuevo inquilino de la Casa Blanca, es conveniente prestar atención a las coordenadas objetivas que afectarán su accionar.

Es imposible evitar cierto grado de esperanza ante el espectáculo de la asunción del cuadragésimo cuarto presidente de Estados Unidos. Negro, bien plantado, con una facilidad de elocución notable, imán de multitudes, Barack Obama concita, inevitablemente, muchas simpatías. En especial si se lo compara con su antecesor, George Bush.

En esta misma columna en más de una ocasión hemos expresado escepticismo respecto de una eventual mejora del sistema estadounidense a partir de Obama: es muy difícil revertir la ruta que el país asumiera desde tanto tiempo atrás sin molestar a intereses desmesuradamente poderosos. Nada hay, hasta ahora, que indique que el nuevo mandatario vaya a proceder en ese sentido. Las designaciones claves de su gabinete así lo indican y el estruendoso silencio que guardó en estos días respecto de la masacre en Gaza no autorizan a tener grandes esperanzas. Pero séanos concedida, por una vez, la posibilidad de un tibio optimismo; ya habrá tiempo de enmendarlo si, como es presumible, las cosas no andan como debieran.

Como señala el premio Nobel de Economía Paul Krugman en una carta abierta dirigida al nuevo mandatario, al igual que Franklin Delano Roosevelt  tres cuartos de siglo atrás, Obama se está haciendo cargo del gobierno en un momento en que todas las verdades establecidas han desaparecido y toda la sabiduría convencional resultó estar equivocada. Con una diferencia, diríamos nosotros: que cuando Roosevelt asumió el poder su país había descendido ya a la sima más profunda de la Depresión, mientras que Obama se enfrenta a una realidad que tiene que desmejorar mucho todavía. O que al menos lo hará si no se toman las medidas adecuadas para frenarla en su deslizamiento hacia el abismo.

Aquí entra a tallar un dato ambiguo: el miedo. El miedo puede servir tanto para fijar en una actitud rígida al sistema, como para erigirse en un factor de cambio, si el sistema conserva los reflejos suficientes como para adecuarse a una realidad cambiante y en consecuencia efectuar o consentir las modificaciones que son necesarias para soltar lastre, descomprimir la situación y negarse hasta cierto punto a sí mismo. El capitalismo norteamericano se ha distinguido siempre por su ferocidad y su carácter intratable. Sin embargo, en ocasión de la crisis de los ’30, hubo de adecuarse a la presión de los acontecimientos y ceder, a regañadientes y sin dejar de contraatacar en ocasiones, el inmarcesible principio de la libertad irrestricta de los mercados y de la no ingerencia del Estado en los asuntos de la economía.

En 1933 Roosevelt lanzó un rescate financiero que se diferenciaba mucho del que el gobierno de Bush implementó un par de meses atrás. Roosevelt levantó la plaza inyectando dinero a los bancos, es cierto, pero con contrapartidas. Hacia 1935, en efecto, esa ayuda había redundado en la apropiación estatal de un tercio del sistema bancario, y los dos tercios restantes estaban siendo presionados para que prestasen el dinero que Washington les había otorgado, incrementando el crédito a pequeños particulares y movilizando la economía. Al mismo tiempo el gobierno lanzaba un formidable plan de obras públicas –la parte más sustantiva del New Deal-, que creó empleo y generó un gran desarrollo estructural a través de la construcción de caminos, escuelas y grandes represas reguladoras del riego y proveedoras de energía.

El New Deal sin embargo se quedó a mitad de camino, en buena medida por la reacción conservadora, que forzó al presidente a recortar el gasto público y subir los impuestos durante su segundo período. Sólo la segunda guerra mundial consentiría a Estados Unidos liberarse de todas sus ataduras y, a través de la frenética expansión originada en la industria bélica, transformar de arriba abajo la sociedad estadounidense. Harían falta todavía unos pocos años más para el país aprovechara a pleno su potencia de crecimiento. John F. Kennedy y sobre todo Lyndon Johnson remataron el trabajo de Roosevelt y dieron paso a la “sociedad del bienestar”.

Hacia 1980, cuando los índices de crecimiento se redujeron, vino la contraofensiva. La torta se había reducido y la expansión de la tasa de ganancias que acumulaba la élite del sistema sólo era posible a través de la financiarización de la economía y de la concentración del rédito. El malón neoliberal forzó, a partir de la administración Reagan, una ola de capitalismo salvaje, sufrida en primer término por el tercer mundo, pero que ahora se desploma sobre el mismo gigante cuyo soplido la originó. Y no es poca cosa el vendaval que recién ahora empieza a castigar las costas del Gran Vecino: según Krugman se están perdiendo puestos de trabajo a un ritmo de medio millón por mes, cuando haría falta la creación de un millón de nuevos empleos por año para mantenerse acordes al ritmo del crecimiento de la población. El cálculo de desempleo para fin de año, según estas estimaciones, rondará el 15 %. En consecuencia no menos de 20 millones de norteamericanos estarán sin trabajo. El costo humano de esta debacle será –ya es- enorme.

En 1933 el fantasma de la revolución rusa rondaba en la mente de todos los políticos y banqueros de Occidente. Tanto que hasta estaban en disposición de arreglarse con Hitler para disponer de un escudo contra la que presumían era “la marea roja”. La situación norteamericana daba pábulo para imaginar cualquier cosa. Aunque el carácter conservador de esa sociedad era (y sigue siendo) innegable, las cosas no podían ir más allá de cierto límite sin convocar a los fantasmas del bolchevismo o del fascismo como expedientes desesperados para salir del apuro. La predisposición a la acción directa de muchos norteamericanos podía pronunciar la anarquía. En ese momento de crisis el sistema hubo de aflojar su garra de hierro y dar lugar a un hombre como Roosevelt, un político pragmático pero muy dotado e iluminado por el sufrimiento que le infligían las secuelas de la polio. En efecto, del apuesto aristócrata que fungiera como secretario adjunto de Marina durante la primera guerra mundial, brillante pero un tanto superficial, al líder indiscutido, saludado por la frase de Jedidiah Tingle “¡Sus muletas lo han ayudado a adquirir la estatura de los dioses!”, mediaron varios años de ostracismo, padecimiento y dura recuperación. En él, en ese momento, Estados Unidos encontró lo mejor de sí mismo.

El miedo, por lo tanto, jugó un papel positivo en 1933 cuando consintió a Roosevelt lanzar su campaña de los Cien Días y poner al país en un trance transformador que no sólo desató su capacidad productiva sino que insufló esperanza en decenas de millones de personas que de otro modo hubieran caído en la desesperación, primer requisito para la insurgencia. ¿La situación actual autoriza el mismo tipo de expectativa?

Habrá que ver los puntos que calza Obama. Si puede o no equipararse a Roosevelt. Pero lo decisivo en esta ocasión es la calidad de la situación general en que se encuentra el mundo, que puede no producir suficiente miedo a los detentores reales del poder en Estados Unidos y empujarlos a hacer las concesiones que son necesarias. La Unión está embarcada en un proyecto hegemónico global y, a pesar del carácter inestable de su economía, no se ve que haya una voluntad clara de revertir ese curso. La URSS se ha hundido y ya no existe el mundo bipolar donde una superpotencia contrabalanceaba el poder de otra. En su lugar tenemos un mundo multipolar donde Estados Unidos es la presencia más abrumadora. La tentación de aprovechar esta situación de parte del establishmnent norteamericano se ha revelado hasta ahora invencible. Los laderos de Obama en política exterior –en primer término Zbygniew Brzezinski- están jugados a la conquista de los nodos geoestratégicos que son vitales para sostener la aspiración al contralor global en el inmediato y mediato futuro. Esto impone una inversión fenomenal en gastos militares sin que estos –en razón de la revolución tecnológica- absorban la misma cantidad de mano de obra que fue característica de los tiempos de la segunda guerra mundial. Por consiguiente Obama puede verse obligado a sostener el mismo curso, con variaciones cosméticas, que revestía la política exterior de George Bush. Es probable que no quiera hacerlo tan en solitario y que busque comprometer en el esfuerzo a sus aliados principales; pero esto no necesariamente asegurará su éxito, habida cuenta del carácter anárquico y coriáceo que ha tomado la situación mundial y del resurgimiento de adversarios de peso a escala global que, sin levantar pendones adversos al capitalismo, se convierten sin embargo en rivales, en competidores de ese mismo proyecto. Como son Rusia y China, por ejemplo.

En fin, hay que esperar un poco. Quizá la mejor definición de la tesitura que cabe adoptar en este momento es la que brindó el primer ministro ruso, Vladimir Putin, al saludar el advenimiento de Obama: “Conviene no exagerar. De las esperanzas desmedidas nacen las grandes desilusiones”…

Nota leída 14931 veces

comentarios