El inminente advenimiento de un nuevo presidente norteamericano –Barack Obama asume el martes de la semana próxima- autoriza un intento para ver la historia de Estados Unidos en perspectiva. La ocasión es propicia porque la campaña del nuevo presidente ha estado envuelta en un gran rumor de cambio y, por cierto, por el hecho de que Obama es un mulato, el primer hombre de color en alcanzar la Casa Blanca. En sí mismo, este es un detalle que no puede ser pasado por alto, pues un presidente con sangre mezclada, no perteneciente a la élite wasp (blanca, anglosajona y protestante) representa un fenómeno inédito, impensable apenas dos o tres décadas atrás. Si los mismos católicos irlandeses hubieron de andar un largo trecho antes de poner a uno de los suyos en ese lugar. Jack Kennedy fue el primero en perforar la barrera del credo y de la sangre…, antes de que le perforasen la cabeza en un atentado todavía envuelto en el misterio.
Aunque el color de la piel puede ser una cuestión de cosmética (habrá que ver al nuevo presidente en acción, antes de emitir cualquier juicio); aunque Obama no sea de hecho un descendiente de esclavos sino hijo de un profesional keniano y de una intelectual progresista norteamericana, el salto cualitativo es importante y, aunque no sea más por esto, representa un hito que va a quedar grabado, sea en la historia, sea en el libro Guinness de los récords.
La historia norteamericana es ejemplar de una trayectoria ascendente en materia de riqueza económica, poderío militar y capacidad de irradiación cultural, esta última en especial a partir de la invención del cine y del tramado de ondas que envuelve al mundo con la radiofonía y la televisión. Ese éxito y estos vectores han hecho especialmente seductora la imagen de Estados Unidos para una gran cantidad de público. De la mano de este poderío comunicacional se ha implantado una leyenda que explica el progreso norteamericano en base a criterios convencionales pero de alto impacto, que apelan a los instintos básicos del ser humano: la aspiración a la libertad, la rapidez de los desplazamientos –que a menudo es asociada al primer concepto-, cierta campechanía democrática y… la violencia.
Al principio fue el Verbo
Al principio fue el Verbo, es decir, la Biblia puritana, que los inmigrantes angloescoceses que desembarcaron en América traían bajo el brazo cuando escapaban de la restauración del absolutismo en Inglaterra, en el siglo XVII. Es notoria la capacidad de adaptación del credo protestante al individualismo feroz que es la quintaesencia del capitalismo. En realidad el protestantismo fue la forma que el nuevo fenómeno económico asumió para liberar sus enormes potencialidades bajo el manto de una ética del trabajo intransigente y autojustificatoria. En América, la liberación del instinto depredador embebido de moral protestante no tropezaba con freno alguno en razón de la inexistencia de lastres históricos como los remanentes del feudalismo o el absolutismo, o la presencia de la iglesia católica, cuya pretensión universalista tiende a moderar los extremos de ese furor. Esta unión entre radicalismo puritano, espacios vírgenes y poblaciones indígenas dispersas y débiles permitieron que el avance norteamericano prosiguiese sin pausa. La Independencia en 1776, primero, y sobre todo la Guerra de Secesión, que selló con sangre la unidad de la nación y aventó el predominio político de la aristocracia sureña, liberaron por fin al país de cualquier tipo de trabas, permitiéndole culminar una marcha hacia el Oeste que provenía de más de un siglo atrás, pero que sólo remató el sueño de la nación-continente hacia 1869, cuando los raíles de las compañías ferroviarias Union Pacific y Central Pacific convergieron en Utah e inauguraron el primer ferrocarril transcontinental.
Es común entre los norteamericanos aducir que su nación no es una nación imperial en absoluto. Aunque esta convicción haya sido un poco roída en los últimos años, sigue teniendo vigencia inclusive entre sociólogos de importancia del país del Norte, y ni qué hablar entre la población común. Este es un dato que no sólo se percibe en la tonalidad del cine popular que muestra invariablemente al personaje central usamericano jugando en el mundo un papel siempre en última instancia positivo, sino también en los testimonios más “cándidos” (llamémoslos así) de soldados y oficiales entrevistados en campos de batalla ubicados a decenas de miles de kilómetros de sus hogares. Siempre hay un matiz de desprecio respecto de la población autóctona, que “no agradece” como debiera el favor que las tropas estadounidenses les están haciendo al liberarlos de sus tiranos locales o al combatir a los insurrectos que surgen del fondo mismo del subsuelo iraquí, vietnamita, coreano o lo que fuere, como floraciones de un mal imposible de redimir. Y a las cuales por lo tanto es lícito exterminar.
En la actitud norteamericana subyace una autocomplacencia asombrosa, si tomamos en cuenta los desastres que ese país ha perpetrado a lo largo de su historia y a los que su población, la de ascendencia inmigratoria incluida, tiende a no prestar atención alguna. Un vistazo apenas superficial a la historia norteamericana, en efecto, indica que el imperialismo y el expansionismo fueron los elementos más activos de su dinámica social, que sólo pueden ser ignorados asumiendo que el Nuevo Mundo pertenecía a los colonos por mandato divino y que la historia y la providencia les imponían un “destino manifiesto”. La conquista del Oeste, lograda en base a parámetros que la cultura políticamente correcta de hoy día estimaría como genocidas, la aspiración permanente a dominar la totalidad del hemisferio occidental, sujetando a obediencia a las poblaciones mezcladas y “racialmente inferiores” al sur del Río Bravo, son datos que no se pueden dejar de tener en cuenta. Como decía el reverendo Josiah Strong, glosado innumerables veces por innumerables comentaristas que tejían sus propias variaciones sobre el mismo tema: “¿No parece como si Dios no sólo estuviese preparando en nuestra civilización anglosajona el troquel con qué modelar a los pueblos de la tierra, sino como si estuviese poniendo también, tras ese troquel, el maravilloso poder con el cual imprimirla?” (1)
El Post, de Washington, decía, en vísperas de la guerra contra España en 1898: “El sabor del imperio está en la boca del pueblo, así como el sabor de la sangre en la selva”. (2) Son afirmaciones que, por mucha agua que haya corrido bajo los puentes, hablan de un estado ánimo que no puede ser circunstancial y que, por mucho que a posteriori se lo haya desdibujado a sabiendas, nutre tanto a las tendencias aislacionistas –relativas- que se pusieron de manifiesto en el período de entreguerras, como al activismo militar que desembocó en la conquista parcial del liderato mundial en 1945 y en la plena expansión de este después de la caída de la Unión Soviética.
Una nación explosiva
La combinación entre este mesianismo nacional y la fluencia de las corrientes más poderosas del capitalismo hacen de EE.UU. un elemento capaz de desestabilizar cualquier intento de estatus quo que no se adecue a su propia e indiscutida preponderancia. Lejos de pretender asemejarse al imperio británico, que fundaba su primacía en la habilidad que tenía para superar la insuficiencia de su peso demográfico explotando su poderío financiero y su insularidad como elementos para mantener el balance de poderes, Estados Unidos, nación continente y pletórica de recursos económicos y poderío industrial, está decidido a fijar autoritariamente su liderato. La crisis del sistema financiero no tiene porqué detenerlo en su propósito, pues el sistema capitalista mundial está atado a la suerte que corra Estados Unidos, y es interés de las restantes potencias del mundo occidental impedir que se hunda, por grande que sea la irritación que su arrogancia produce.
El problema consiste más bien en que el período de pleno predominio de sus facultades se ve amenazado por la emergencia de otras naciones-continente, como Rusia y China, por el nulo interés de estas en reconocer el predominio absoluto de la Unión, y por la hirviente inestabilidad de los países que manifiestan voluntad para determinar su suerte a partir de parámetros originados en ellos mismos, y no por el interés del capitalismo globalizador.
Esta situación, agravada por las tensiones entre el Norte y Sur del planeta y por la amenaza que plantea la disparidad del crecimiento demográfico entre los países avanzados y los que no lo son, empuja a los elementos de la élite norteamericana a probar sus fuerzas antes de que sea demasiado tarde. Se reproduce así la peligrosa ecuación que empujó a Alemania antes de la segunda guerra mundial, cuando Hitler especulaba con la posibilidad de hacer de su país otra nación continente y se apresuraba a ganar espacio antes de que el tiempo se lo acotase y lo redujese a una situación desde la cual no podría disponer de los recursos para proyectarse hacia tan alta cima. Más allá de la insensatez de su nacionalismo biológico y de su exclusivismo racista, que jugaron un papel determinante en su hundimiento, fue esta ambición que lo excedía lo que terminó devorándolo.
Hoy la situación no es tan urgente como parecía serlo en aquel momento para la locura hitleriana, pero la corriente empuja en la misma dirección a los sectores dirigentes de Estados Unidos. En la batalla que se librará en el futuro, el control de las reservas energéticas y el posicionamiento geoestratégico jugarán un papel muy importante. Esta premisa está muy presente en los cálculos del Pentágono y del conjunto de intereses que conforman el arco del poder en Estados Unidos: la oligarquía política, Wall Street, los monopolios de la comunicación y el complejo industrial-militar. Para conseguir sus objetivos, el sistema debe seguir avanzando de forma inexorable.
No hay motivos para sentirnos optimistas respecto a esta andadura: la trayectoria de Estados Unidos indica que no se va a detener en un camino que está preescrito en los genes de su casta dirigente. Tras algunas vacilaciones, a partir de 1940, en gran medida determinado por la expansión de la amenaza alemana al equilibrio del sistema mundial de poder, Estados Unidos se precipitó en una carrera en pos del dominio global en la cual fue asumiendo responsabilidades cada vez más grandes, carrera en la cual no hay vuelta atrás, a menos que se revisen a fondo las coordenadas de la trayectoria estadounidense.
Ahora bien, ¿no hay elementos que permitan suponer que este curso pueda ser revertido? ¿Algo que induzca a imaginar que la tradición plebeya y genuinamente democrática que informara a tantos norteamericanos ilustres –Walt Whitman, Herman Melville, Abraham Lincoln, Mark Twain, John Reed, Edgar Snow, John Dos Passos, Charles Wright-Mills, Paul Sweezy y Paul Baran, entre otros- sea capaz de revivir y de hacer contacto con sectores sociales capaces de aportarle una masa crítica?
Hay una gran tradición de liberalismo radical en la sociedad norteamericana, sofocada en las últimas décadas por un discurso mediático que la induce al más riguroso conformismo. Pero en la base de esa sociedad hay elementos de individualismo que, combinados con elementos provenientes de la predilección por la acción directa propia de la civilización de frontera en cuyo culto se formó la población de ese país, pueden inducirlo a cambios inesperados. Después de todo, la rebelión anárquica de la juventud universitaria contra la guerra de Vietnam puso de manifiesto que la manipulación gubernamental puede encontrar límites, y en la cultura estadounidense no hay elementos que induzcan a la obediencia ciega de las órdenes que provienen de arriba. La opinión debe ser persuadida. Hasta hoy ese objetivo se ha cumplido con sobrada eficacia, explotando la suficiencia chauvinista de la generalidad de la población y su atontamiento mediático, pero para todo hay un tope, que en este caso puede derivar de la magnitud de la oposición externa y de los estragos internos que el sostenimiento de este curso podría acarrear. No en vano desde hace muchos años el ejército norteamericano viene siendo entrenado para enfrentar disturbios internos. De hecho, hasta cierto punto podría pensarse que el US Army no se está preparando tanto para defender a la sociedad norteamericana como para controlarla.
Pero, en fin, estas especulaciones, más que una esperanza, son una expresión de deseos. De momento lo que está a la orden es “la dictadura unilateral del capital dominante y el despliegue de un imperio militar norteamericano al cual todas las naciones estarían obligadas a someterse”. (3)
Barack Obama tiene entre manos una bomba difícil de manipular. Puede optar por seguir el curso ya marcado, con algunos cambios superficiales, o puede inclinarse a modificar más a fondo el estado de cosas. Estamos casi seguros que seguirá el primer camino. Pero incluso en el segundo caso no habría que esperar iniciativas dramáticas. El paquete está bien atado. El Imperio sigue su curso fatal.
[1] Samuel Eliot Morison, Henry Steele Commager y William Leuchtenburg: Breve Historia de los Estados Unidos, pag. 595, Fondo de Cultura Económica, México, 1987.
[3] Samir Amin: Más allá del capitalismo senil, página 219. Paidós, Buenos Aires, 2003.