Repugnancia y náusea provocan los acontecimientos que en este momento se producen en la franja de Gaza. Un millón y medio de personas, bloqueadas desde hace meses, cortas de agua, electricidad y medicinas, encerradas en una estrecha franja de terreno por Israel con la complicidad de un país que se supone debería ser hermano de los palestinos, como es Egipto; una población castigada en última instancia por haber optado en elecciones libres por un gobierno regido por una organización que combina la resistencia al Estado judío con la práctica de una política de socorro social en el ámbito en que se mueve, es ahora bombardeada con impunidad por una de las fuerzas aéreas más poderosas del mundo, mientras en las fronteras se agrupan los tanques y la infantería de Tsahal para, tras la operación de ablande, invadir un territorio al que habían desocupado a regañadientes poco tiempo atrás. La razón esgrimida por Israel para realizar este ejercicio de fuerza son los disparos de cohetes de fabricación casera que algunas unidades resistentes palestinas lanzan contra territorios israelíes colindantes con la frontera. Algo así como contestar a una cañita voladora con las bordadas de un acorazado. Hasta ahora el balance de la operación son alrededor de 400 palestinos muertos, en gran parte civiles, contra tres víctimas israelíes.
Este bombardeo es presentado como una represalia contra los “terroristas” de Hamas. Pero en el lugar donde se registra la mayor densidad de población por metro cuadrado de todo el mundo y donde las casas se enciman unas con otras, la guerra quirúrgica, los “asesinatos selectivos” y la cháchara sobre los “daños colaterales” son una farsa. Los mismos policías palestinos que son el blanco favoritos de los proyectiles israelíes no son otra cosa que eso, fuerzas de seguridad encargadas de mantener el orden interno; y las mujeres, hombres y niños masacrados bajo las bombas y las ruinas de los edificios no pueden ser descritos como víctimas casuales e inevitables de una política de disuasión: son las víctimas de un proceso de limpieza étnica que viene de lejos y que tiene fundamentos muy complejos, que con el tiempo han derivado en una trama inextricable y siniestra. Entre otras cosas: ¿se ocupan los medios occidentales en decir que el 80 por ciento de la población de Gaza desciende de los cientos de miles de palestinos que habitaban la zona de Ashkelon (en árabe Askaalan) que fueron desposeídos de sus hogares durante la implantación del estado hebreo y arrinconados junto al mar?
El doble rasero de la política informativa que el imperialismo occidental despliega en todo el mundo respecto de lo que es positivo y lo que es negativo, en el caso palestino alcanza los niveles de la más absoluta ignominia. De alguna manera, el discurso comunicacional vigente presenta al contencioso palestino-israelí como una confrontación entre iguales, en la cual las represalias siguen a las contrarrepresalias, lo que es parte cierto. Pero aquí hay víctimas y victimarios, y la negativa a dilucidar este hecho cierra cualquier esperanza de salida. La opinión occidental derrama lágrimas de cocodrilo sobre un antagonismo al que estima insuperable, y se justifica a sí misma a través de la multiplicación de los llamados a la razón y a la apertura de negociaciones. Pero estas negociaciones no sirven de nada porque arrancan, precisamente, de un equívoco original y deliberado. Este equívoco consiste en silenciar que Israel es el agresor, condición derivada, en última instancia, del hecho de que se trata de una implantación artificial en una zona donde los intereses geopolíticos y la política imperialista, dirigida a controlar las fuentes del petróleo, juegan un papel fundamental.
Las bases de un conflicto
El caso israelí plantea, convengamos, uno de los nudos más complicados y trágicos de la historia contemporánea. En él confluye un complejo conjunto de factores. En primer término está la crisis de las economías de Europa Oriental a fines del siglo XIX, que resultaba del avance hacia el capitalismo en unas sociedades atrasadas donde se configuraban unos Estados nacionales de nuevo cuño. Allí habitaban unas importantes minorías judías, y la reacción de las masas campesinas desquiciadas por la transformación capitalista podía ser fácilmente dirigida a convertir a los judíos (pueblo comercial por excelencia y portador del sambenito de “haber matado a Cristo”), en el chivo expiatorio de los sufrimientos inducidos por el cambio. En ese encuadre surgió el sionismo, como expediente para escapar a esa hostilidad reivindicando para sí también una territorialidad judía. Esa agitación se dirigió a la búsqueda de un espacio geográfico donde asentarla, y Palestina, un lugar de donde los originales israelitas fueran expulsados 1.800 años antes, se convirtió en un imán al cual respondieron las variantes del sionismo, tanto la laica socializante como la ultrarreligiosa. Este movimiento fue cultivado con cierta reticencia pero con continuidad por el imperialismo británico, que controlaba el área mesoriental y entendía poder usarlo contra el despertar del nacionalismo árabe. La corriente sionista cobró grandes proporciones a partir de la horrorosa experiencia del Holocausto perpetrado por los nazis, que llevó a centenares de miles de judíos, desesperados por el sufrimiento, a buscar refugio en Tierra Santa.
El problema, sin embargo, era que Palestina estaba llena de palestinos, que reivindicaban su derecho a su tierra y que pronto empezaron a resistir una invasión que implicaba la reviviscencia de la arrogancia racista que informara a la política de Occidente durante el auge de su expansión colonialista. Un historiador británico (no recuerdo con exactitud si fue Eric Hobsbwam o Isaac Deutscher) definió la situación de los judíos en esa instancia como la de un individuo que salta por la ventana de una casa en llamas y va a caer sobre un transeúnte que nada tiene que ver con sus problemas. Esto es, sobre los palestinos…
Los fundadores del Estado judío estaban afectados por la fatalidad psicológica que los informaba respecto de su presunta superioridad sobre los pobladores autóctonos. En este sentido el mito del pueblo elegido venía a reforzar la tónica del imperialismo occidental que en el siglo XIX alcanzara su apogeo. Todos los animadores del proyecto sionista, desde Theodor Herzl a Ben Gurion, concibieron de buena fe una imagen, la del Gran Israel, llamado a ocupar el espacio que la geografía bíblica acordaba a su pueblo, imagen que no sólo no podía sino chocar con los intereses del pueblo palestino, sino también con los de sus vecinos más próximos. Una serie de guerras victoriosas contra los regímenes árabes –algunos de ellos corruptos hasta la médula- confirmaron a Israel en su sentimiento de superioridad y reforzaron los lazos que lo unían a sus Estados patrocinantes: Estados Unidos e Inglaterra. Hicieron falta la guerra del Ramadán (o del Yom Kippur) y la Intifada para que por primera vez se hicieran evidentes los límites del proyecto original, pero la funcionalidad del Estado judío respecto del imperialismo occidental siguió en pie. Es más, se tornó cada vez más importante ante la necesidad de Washington en el sentido de controlar y complicar a los árabes en su lucha por adquirir un grado de evolución y soberanía que autoricen un proyecto unitario.
Visto desde esta perspectiva algunos podrían creer que los israelíes son los “idiotas útiles” del imperialismo. Sus gobernantes no lo ven así, pues tienen plena conciencia de su valor instrumental y lo hacen pagar caro. El respaldo que el gobierno norteamericano ofrece a todas sus acciones, edulcorado con algún hipócrita llamado a la “restricción en el uso de la fuerza”, no es sólo el fruto de la presión del lobby judío en el Congreso, en Wall Street y en los medios de comunicación, sino la consecuencia de que Israel sigue representando el papel de punta de lanza del imperialismo occidental en la zona y resulta indispensable como espina clavada al costado del nacionalismo árabe. (1)
Que esta actitud, a la larga, cuando dicha funcionalidad se haya agotado, redunde en una nueva Diáspora y otros sufrimientos indecibles para los judíos, no parece preocupar ni a los dirigentes israelíes ni a los occidentales. “Después de mí, el Diluvio”, decía Luis XV, mientras sus actos preparaban la tormenta que llevaría a su sucesor a la guillotina.
La estrategia del miedo
La habilidad para manipular el temor del pueblo judío y obligarlo a cerrar filas detrás de políticas informadas por un brutal expansionismo (los asentamientos judíos en Cisjordania no sólo no son removidos sino que en muchos casos se renuevan y se convierten en búnkeres unidos por carreteras estratégicas vigiladas por Tsahal) obtura toda posibilidad de lograr un entendimiento razonable en torno de un Estado palestino viable. Un Bantustán palestino no puede llegar a generar un consenso que remate en la paz. Pero ni Occidente ni la dirección israelí están interesados en negociar con un interlocutor válido. Lo que buscan es una autoridad dócil, dispuesta a volverse contra su propio pueblo y a controlarlo por la fuerza. Tal y como sucede en Egipto, Jordania, Arabia saudita y tantos otros lugares.
Destruido o corrompido el nacionalismo laico que protagonizara la revolución árabe en la década posterior a la segunda guerra mundial, lo que resta es el fundamentalismo musulmán. Contra esta forma elemental y fanática de resistencia es más fácil concitar la aprobación a una política de fuerza que provea una aparente garantía frente a los excesos terroristas de pueblos a los que se describe como enemigos inconciliables del Estado israelí. No todos los israelíes comulgan con esta creencia, y los movimientos pro paz y a favor de un tratamiento humano a los palestinos crecen y se manifiestan en Israel; pero cualquier atentado como los puestos en práctica por los fundamentalistas contra la población civil y que se cobran decenas de víctimas, acentúa la desconfianza y la paranoia respecto de un enemigo al que se propende a considerar monstruoso, sin reparar en que es la criatura a la que se ha engendrado a través de décadas de maltrato y humillaciones.
Cualquier tentativa a favor de un entendimiento entre judíos y palestinos requeriría de una gran generosidad de miras y de la decisión de afrontar las múltiples provocaciones en que el Mossad y la CIA se han especializado. Los atentados seguirían produciéndose y las víctimas serían muchas, pero unas conducciones políticas firmes y decididas a poner bajo control a sus servicios de inteligencia podrían, a la larga, generar progresivamente algo parecido a la paz.
Por desgracia no hay nada que preanuncie un fenómeno de esta naturaleza. El establishment norteamericano, principal responsable del estado de cosas, no va a cambiar sus miras. El futuro presidente Barack Obama está imbuido de un temor reverencial respecto de los fautores de la política exterior, y su Secretaria de Estado, Hillary Clinton, es representativa de la misma actitud. No van a romper las líneas generales de la política exterior norteamericana, a menos que esta se hundiera en un berenjenal militar insoportable.
Así las cosas, el panorama en el Medio Oriente no podría resultar más sombrío. Sólo un alzamiento de las masas populares árabes en procura de una guía racional similar a la que cohesionó por un tiempo sus voluntades en la época del nasserismo, podría abrir un camino, arduo y difícil, pero connotado al menos por una esperanza.
[1]Un ejemplo de la latitud con que opera el Estado israelí respecto de su gran aliado estadounidense lo dio el bombardeo de un buque escucha norteamericano por la aviación hebrea, en el curso de las acciones de la guerra de los Seis Días, en 1967. A pesar de que el ataque dejó un tendal de muertos en la nave norteamericana, Washington aceptó sin rechistar la explicación de Tel Aviv en el sentido de que se había tratado de un lamentable error, provocado por el calor del combate.