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23
DIC
2008

Un poco de geopolítica

La crisis del neoliberalismo y el anterior derrumbe del bloque socialista, ponen al mundo frente a un terreno inexplorado, donde las oportunidades son tan grandes como los peligros que comportan.

Los finales de año son época de balances. En un ámbito empresario esa tarea puede encontrar su sentido en el análisis del debe y haber de los doce meses anteriores, pero en lo que hace en el ámbito de la política, y muy en especial al de la política global, semejante evaluación sólo cobra su sentido si la ponemos en relación con un acontecer que excede desmesuradamente a las consideraciones de carácter coyuntural.

La tormenta económica que conmueve al sistema capitalista y que se origina en su centro, ha excitado no pocas esperanzas entre quienes siempre se sienten inclinados a esperar una pronta consumación de la Utopía. Es decir, de la utopía entendida como realización de un sistema social más justo que el que ofrece el capitalismo. La crisis sistémica empuja a muchos a esperar que el padre de la criatura caiga víctima de sus propias contradicciones. Pero se trata de una esperanza ilusoria. Primero porque no hay, de momento, un sujeto histórico capaz de reemplazarlo. Luego porque, de todas las categorías socioeconómicas que han movilizado la actividad humana, esta ha sido hasta hoy la más dinámica. Y, finalmente, porque los modelos de acumulación se insertan en unas relaciones de poder que tienen su propia lógica, la cual pasa, last but not least, por la ecuación militar, que los países occidentales, en especial Estados Unidos, concentran de manera formidable. De la capacidad para integrar la economía con las armas ha dependido siempre el destino de las potencias –y su capacidad para imponer al resto del mundo sus puntos de vista y sus intereses.

Debajo de esta tapadera de hierro se agitan y se han agitado siempre los deseos de igualdad, de mayor solidaridad social y de libertad, pero en pocas ocasiones la presión del vapor acumulado en esta caldera ha hecho estallar la tapa, dando lugar a reformulaciones profundas del sistema de poder, fundándolo en una mayor justicia social. Hoy por hoy esa presión, aunque existe y se acumula cada vez más, no encuentra todavía el vector capaz de transportarla hacia la superficie.

Por lo tanto las explosiones han de revestir un carácter más bien anárquico, o configurarse en credos fundamentalistas que tienen un alcance limitado o provisorio. El arribo a las guerras de cuarta generación –esto es, a las guerras de usura entre un bando híperarmado y otro que se propone sólo desgastarlo, nulificando hasta cierto punto la superioridad tecnológica del enemigo- no modifica en forma sustantiva la ecuación, aunque por cierto puede convertirse en un factor desestabilizador para el sistema, en la medida en que este se ve, por primera vez, enfrentado a contendientes que pueden apelar a la guerra de recursos sin dejar de poseer un refinamiento técnico avanzado, adecuado a la dimensión modesta de sus cometidos tácticos.

Por lo tanto no parece sensato esperar que aparezca ya una fuerza que sea capaz de alterar las cosas a breve plazo o precipitar una revolución en las instituciones. Desde luego, esta puede surgir a través de la praxis y de la capacidad que tengan los hombres para integrar el caudal de experiencia acumulado. A corto o mediano término, esa opción puede concretarse, en especial porque puede ser requerida para poner coto a la absoluta locura del sistema imperante; esto, sin embargo, todavía no es una alternativa reconocible.

Lo que tenemos frente a nosotros es la perspectiva de la continuación de un ciclo hegemónico –el connotado por el poder corporizado en el capitalismo anglosajón-, que no da ninguna señal de querer aflojar su presión sobre el mundo y que tiene, en estos momentos, un proyecto que apunta a asegurar su dominio al costo que fuere. Durante los siglos que van de los comienzos de la Edad Moderna a fines del siglo XX, Gran Bretaña y Estados Unidos se aseguraron la primacía entre sus pares, abatiendo sucesivamente a los Países Bajos, a Francia y a Alemania, en lo referido a las pretensiones de ganar la preeminencia que tenían esas naciones, mientras todas juntas, asociadas a otras potencias menores, se dedicaban a saquear, explotar y transformar -de manera distorsiva, pero irreversible- al resto del planeta.

En el presente el proyecto de dominación global prosigue, capitaneado por Estados Unidos e Inglaterra, proyecto al que se asocia, de manera más o menos sesgada, la Unión Europea. Nunca había dejado de existir, pero las rivalidades intraimperialistas y las complicaciones sociales en el interior de esos países, habían disimulado, hasta la década de 1980, la intensidad de su voluntad de dominio. Esta ha ganado presión, ahora, y se expone con una desvergüenza comparable a la que lo informara en los tiempos de mayor auge y prestigio. El disparador del nuevo estado de cosas fue la implosión de la URSS, que liquidó al último competidor global por la hegemonía que se oponía al capitalismo anglosajón. Competidor temible porque, a pesar de sus deformaciones burocráticas, de su tenebroso pasado, de su parálisis ideológica y de su estagnación económica relativa en el momento de su caída, era portador de un mensaje de solidaridad social que el capitalismo es incapaz de suministrar.

Como quiera que sea, una vez eclipsado ese último oponente, el imperialismo en su versión moderna quedó en condiciones de liberar sus peores impulsos, retornando a prácticas y mensajes que parecían haber quedado abolidos luego de la oleada de revoluciones coloniales que recorrió el siglo XX. El racismo ha venido a encontrar un especiosa justificación teórica y académica a través del afamado “choque de las civilizaciones”; la inflación de la amenaza del terrorismo –en buena medida incentivado este por los servicios secretos occidentales-, y las intervenciones militares directas en las zonas que se estiman neurálgicas por la existencia de recursos naturales estratégicos y en especial por su significación geopolítica, todos estos elementos se han convertido en el pan nuestro de cada día. El terrorismo y el racismo han venido así a convertirse, explícita o subliminalmente, en el tema recurrente de los medios de información de masas, vectores ideales para la propalación de esa imagen del mundo que impregna difusamente al público. A esto se suma el escamoteo o la reducción a proporciones mínimas de los estragos que la maquinaria del imperialismo causa en forma directa o a partir de lo que llevan a cabo sus estados menores asociados. Como en el caso de Israel, por ejemplo, que explota la memoria del Holocausto para fundar una nación fundada en el exclusivismo racial y que no hesita en generar una política de “apartheid” a la que sólo el temor al escándalo le impide llevar hasta sus últimas consecuencias.

Lejos de personificar un ciclo biológico de crecimiento, auge y decadencia, el capitalismo es más bien un fenómeno en expansión constante. Los que crecen y decaen son sus personeros, pero el sistema en sí mismo está arrebatado por una dinámica que no deja respiro. Esa dinámica lo empuja a la dominación y por lo tanto al choque. Choque militar, en última instancia. La cuestión consiste en hasta qué punto esa dinámica explosiva no puede dar lugar, habida cuenta de las capacidades destructivas que ha alcanzado la modernidad, a un desastre que hunda no sólo al sistema sino a todo el mundo si este continúa sujeto a él.

“El arco de crisis”

De momento el sistema y su proyecto, más allá de los contratiempos menores que puedan haber sufrido en sus incursiones en el Medio Oriente, están intactos. Y sus creadores seguirán moviéndose de acuerdo a una política acuñada por el establishment norteamericano, que apunta a crear un arco de crisis desde el Canal de Suez al Asia central. Zbygniew Brzezinski acuñó la expresión. Este arco define el frente principal donde el sistema dominante intentará hacer más fuerte su presencia y ganar las opciones que requiere para establecer –y prorrogar- su dominio global. Reservas petrolíferas y posesión de enclaves militares que proporcionen ventajas estratégicas en previsión de futuros choques con las dos potencias de gran capacidad –China y Rusia- que restan fuera del sistema capitaneado por Estados Unidos, son los temas inmediatos que ocupan a Washington.

Esto no excluye que los planificadores del esquema estratégico no tomen en cuenta otras áreas, como América latina y África, pero de momento lo que les importa más son las regiones donde los recursos estratégicos están más a mano y que tienen una gravitación geopolítica mucho más importante que estos otros dos espacios geográficos. La elección de los lugares donde concentrar el esfuerzo está determinada por la importancia geoestratégica del Asia central, donde colindan los otros países que pueden gravitar decisivamente en la balanza de los asuntos mundiales: Rusia, China, Irán, Pakistán, e India. No sólo por su importancia económica y militar, sino también por el hecho de que provienen de experiencias sociales muy singulares, ajenas a las del capitalismo occidental y donde existen fermentos muy fuertes de carácter ideológico (el pasado socialista de Rusia, la reacción contra la antigua sujeción colonial de China, la India y Pakistán, su originalidad cultural) que los hacen menos permeables a una globalización concebida a medida de la horma de Occidente. Esos elementos son doblemente inquietantes en un momento de transición del sistema imperialista, que requiere la liquidación de los nacionalismos integradores y el fomento de los nacionalismos de campanario y de los confesionalismos más cerriles, para imponer su modelo global.

Es sobre esta línea que discurre el frente de los futuros conflictos. Sean estos militares o no, aunque cabe pensar que los habrá de todo tipo. Presumir que Estados Unidos se va a retirar del Medio Oriente como consecuencia de una decisión de Barack Obama, es ilusorio. Obama puede tal vez introducir modificaciones en el interior de la sociedad norteamericana, promoviendo una mayor justicia social y mejorando los sistemas de salud y la posibilidad de integración de las minorías; pero en el plano exterior no parece sensato esperar nada novedoso de él. Salvo algún eventual intento de recomposición de las relaciones, bastante deterioradas, con la parte sur de un hemisferio occidental que se le escapa de las manos.

Entonces, “cantemos en el bosque, mientras el lobo no está”: sería absurdo dejar pasar esta ocasión sin intentar una unidad suramericana o latinoamericana que nos ponga en mejores condiciones para enfrentar el choque mundial que se producirá cuando la lucha por los recursos naturales no renovables llegue a su ápice.

Obama mismo lo ha dicho: él propugna la retirada de Irak (aunque con seguridad dejando una buena guarnición y bastantes mercenarios para apuntalar al ejército local que tomaría su relevo), pero sólo para redirigir esos efectivos hacia Afganistán, un lugar estratégicamente mucho más importante, en especial desde el momento que, en Irak, Estados Unidos ha cumplimentado sus objetivos. Resulta irónico escuchar que los norteamericanos fracasaron en Irak. No fracasaron en absoluto. No generaron, es cierto, ese derrumbe en cascada de los regímenes árabes que hubiera permitido un diseño “democrático” de la vida en esas áreas, diseño político más dócil y presentable que el actual. Su ejecutoria militar fue deplorable y es evidente que después de su retirada habrán renunciado a una base clave para atacar a Irán; pero sus objetivos de fondo los cumplieron en su mayor parte: se adueñaron del control del petróleo iraquí, destruyeron un bastión del nacionalismo más o menos laico y modernizador que Saddam Hussein (cualesquiera hayan sido sus crímenes) encarnaba, y lograron la fragmentación del país en tres secciones que en cualquier momento pueden volver a colisionar entre sí. Lo cual, si se lo considerase necesario, podría abrir la puerta a otra intervención “humanitaria” en ese lugar.

Ahora se van de allí de manera poco elegante, tras arreglar con la guerrilla sunnita un acomodo para acabar con las células terroristas de Al Qaeda, que molestaban a todo el mundo; pero con la satisfacción del deber cumplido, para decirlo de algún modo. Y se proponen aposentarse en Afganistán, para obtener… ¿qué cosa? No tanto un triunfo en ese escenario fragoso e imposible, sino para pesar en el Gran Juego por el control del Asia Central y de los vitales oleoductos y gasoductos que transportan combustibles a Occidente. En el ínterin – ¿por qué no? – se puede intentar acabar, por la interpósita presencia de la India, con una potencia nuclear recorrida por una corriente nacionalista y fundamentalista como es Pakistán, ex aliado estrecho de USA, como lo fuera Saddam en su hora.

Viabilidad o inviabilidad del proyecto hegemónico



El ciclo hegemónico del imperialismo anglosajón todavía no ha cerrado su tenaza sobre el mundo. Es probable que no consiga hacerlo, pues, por muchos que sean sus recursos, estos no son infinitos y la nación que lo sustenta empieza a adolecer de la falla que caracteriza, como observa Paul Kennedy, a la decadencia de las grandes potencias: el desborde estratégico, tanto geográfico como militar, que hace probable que las eventuales ganancias a obtener por la expansión externa queden nulificadas por el enorme gasto que ese proceso demanda. En especial si se trata de una nación que ha ingresado a un declive económico relativo. Hay 700 bases de Estados Unidos desperdigadas por el globo y su presupuesto militar supera al de todos los otros países juntos…

En el caso de Estados Unidos la cuestión pasa, pues, no por si quiere renunciar a su proyecto hegemónico, sino por si podrá sostenerlo. No lo sabemos, pero el momento de la verdad se avecina. Su definición no va a llegar en breve lapso –salvo que ocurriera una catástrofe, en cuyo caso la verdad es que no hay de qué preocuparse, pues no quedaría nadie para hacerlo-, pero una buena lectura de la historia debería ayudar. La confrontación entre el poder continental y el poder marítimo fue ganada con trabajo una y otra vez por este último, encarnado en Gran Bretaña y ahora en Estados Unidos; nación que reproduce, a escala global y hemisférica, la condición insular de Inglaterra. Pero la lucha ha ido desplazándose cada vez más hacia la zona del Heartland, esto es la región cardial, pivote del mundo o isla mundial, como la definía el geopolítico inglés Sir Halford Mackinder al Asia central y Europa oriental, cuyo control permitiría dominar el mundo.

Los actores aquí, sin embargo, no son ya sólo las naciones del creciente interior o marginal (Europa occidental, Inglaterra), ni la principal de las pertenecientes al creciente exterior o insular, Estados Unidos, que hoy por hoy lidera a todos los anteriores, sino también Rusia y China, que ocupan toda el área pivote o se asientan en proximidad inmediata a ella, como en el caso de la India y Pakistán. Estos países tienen una capacidad de desarrollo exponencial, fundada en sus enormes recursos, su masa demográfica, su peso militar y su incesante progreso tecnológico.

Uno de los factores que presionan al bloque occidental en su carrera por la hegemonía es por lo tanto la sensación de que se le está acabando el tiempo y que a la vuelta de unas pocas décadas la superioridad detentada hasta ahora puede ser puesta en entredicho o perderse definitivamente. El modelo económico que lo sustenta, fundado en la concentración del capital, no brinda ya soluciones, pues el declamado efecto derrame no se produce y lo único que se expande son la pobreza, la angustia existencial y el hambre entre millones de seres.

Analogía

Esto tendría que inducir a la reflexión a los líderes de Occidente, pero no parece posible que sea así: el modelo está librado a su propia dinámica y no puede reformarse sin negarse a sí mismo. Cabe especular entonces si la analogía histórica que se hace entre los Estados Unidos de Bush y la Alemania de Hitler no tiene un asidero que va más allá de la simple especulación caprichosa o de la boutade periodística engendrada por una situación coyuntural. A mediados del siglo XX, Alemania, por uno de esos cruces de factores que depara la historia, puso a su frente a un monomaníaco de la geopolítica; pero el credo de este dirigente era compartido por el Estado Mayor germano y por otros sectores de influencia de ese país. En su núcleo estaba la idea, aferrada por el Führer con determinación vesánica, de que para Alemania se estaban cerrando las opciones de erigirse en un poder sustancial en el mundo. La idea de que el futuro pertenecía a las naciones continente era el núcleo de su tesis, y no puede decirse que fuera desacertada, desde la óptica de la voluntad de poder. La configuración de una Europa unida a la cola de Alemania y, sobre todo, la conquista del Lebensraum (espacio vital) en el Este, a expensas de Rusia, sólo podía lograrse antes de que Estados Unidos estuviera en disposición psicológica para asumir su papel y antes de que Rusia (la Unión Soviética, mejor dicho) hubiera expandido sus fuerzas hasta hacerse invencible. Esta sensación de que el suelo le quemaba bajo los pies explica el apresuramiento de muchas de las decisiones de Hitler. Fracasó, desde luego, no sólo por los componentes criminales de su plan y por su insensatez racista, sino también porque su proyecto lo excedía: de esos dos rivales, uno, Estados Unidos, llegó a tiempo para hacer jugar su enorme capacidad productiva –que lo ponía en el primer puesto entre las potencias-; y el otro se reveló ya invencible, capaz de soportar los más atroces estragos y de rechazar y terminar aplastando a su enemigo. Pero los componentes de la mecánica de los acontecimientos no se diferencian demasiado de los que están vigentes hoy. Esto es, el deseo de alcanzar determinados objetivos en un mundo que se estrecha y en un tiempo que se acaba.

América latina

El panorama del siglo XXI no se diseña pacífico, por lo tanto. La aguja de marear puede ir en uno u otro sentido, y quizá aun se puedan evitar los efectos mayores de estas tendencias, pero las situaciones serán difíciles. África y América latina están relativamente al margen del escenario mayor de las confrontaciones; pero esto no significa mucho. Basta observar como le va al África, sumida en horribles luchas intestinas de las que la prensa apenas da cuenta y que se derivan de la inmadurez de esas poblaciones, pero también de las secuelas de la opresión colonial y las incitaciones y los emprendimientos saqueadores de sus recursos, protagonizados por los hombres de negocios y por los Estados del primer mundo.

Entre nosotros, latinoamericanos, las cosas se presentan mejor, pues se está lejos del primitivismo del África negra, pero no nos hagamos ilusiones: si la lucha por los recursos naturales no renovables se pronuncia –cosa que va a suceder-, las injerencias y el intervencionismo de los Estados Unidos y del Primer Mundo van a multiplicarse. Sólo la construcción de ejes integradores en el subcontinente podrá ayudarnos a repararnos del chubasco y a pararnos sobre nuestros propios pies, no para arremeter contra nada, sino para ser lo bastante fuertes como para que nos dejen en paz, en capacidad de negociar con el resto del mundo y de gestionar nuestros propios valores y disponibilidades materiales. Esos ejes hoy apenas se están diseñando. Pero comparemos esto con lo que teníamos ayer, apenas una década atrás: ¡el progreso es inequívoco! Por fortuna disponemos de una lengua común –el portugués es una variante del español, fácil de comprender a poco que se lo estudie, y lo mismo cabe decir en sentido inverso-; tenemos una confesión compartida, la católica, y una historia cuyos elementos fundadores están empotrados unos con otros, por mucho que las interpretaciones ad usum delphini hayan intentado minimizarlos para privilegiar una mirada vuelta hacia el exterior, eurocéntrica, que por su misma concepción está proclamando su carácter semicolonial y dependiente.

Las líneas de fuerza de cualquier agrupación latinoamericana pasan por la integración de todos los países al sur del Río Bravo. Desde luego esto no se va a producir porque sí ni sin chocar con oposiciones graves. Existen evidencias más que obvias de que la organización económica de países como México y los de Centroamérica y el Caribe –con la excepción forzosa de Cuba- sufren más que los de Suramérica la proximidad con Estados Unidos; pero la tendencia integradora está presente en todos y la posibilidad de que se concrete en una agrupación provista de un proyecto geoestratégico propio es vista con preocupación por Estados Unidos, para el cual América latina representa no sólo el patio trasero cuyo control le otorga tranquilidad para operar sobre otras áreas, sino también un espacio mercantil ocupado por 400 millones de personas. A este lugar viene el 25 por ciento de su comercio exterior.

No nos equivoquemos. La reactivación de la IV Flota de la Armada norteamericana, dedicada a vigilar las aguas del Caribe y del Atlántico Sur, no es una ocurrencia pasajera. Es el primer paso en gran escala para preparar una eventual intervención en zonas críticas. La única forma de disuadir a los estrategas de Washington –cuyas elaboraciones teóricas no son las de un gobierno sino parte de una política de Estado-, es proveer a nuestra propia defensa articulando un frente diplomático y militar que se complete con una profunda renovación interna en nuestros países, dirigida a apoyarlos sobre bases socialmente mejor complementadas y dotadas, en consecuencia, de una mayor compacidad para resistir la presión externa, que será económica, mediática, cultural y, en última instancia y en los casos que haya una brecha entre los gobiernos del sur, militar.

El plan Colombia no cae del cielo ni, por supuesto, está determinado por la benévola intención de combatir al narcotráfico y al terrorismo. Es parte de un paquete que atiende a proteger los intereses de Estados Unidos, dentro del cual la presencia militar es un factor a tener muy en cuenta. Las bases norteamericanas en la región ya son varias, y tienen como característica común la posibilidad de recibir el ingreso de contingentes muy considerables por vía aérea. La base existente en el Canal de Panamá, creada hace más de un siglo para proteger la conexión interoceánica, fue desocupada como secuela del pacto Torrijos-Carter; pero una serie de inserciones en países aledaños y la misma proximidad a Estados Unidos asegura su custodia. La de Manta, en Ecuador, está a punto de cerrarse por la denuncia de su concesión por el presidente Rafael Correa. La opción de reemplazo norteamericana está en Puerto Salgar, en Colombia, donde ya existe una instalación capaz de suplir con ventaja la que se está por perder. Dispone de la pista de aterrizaje más grande del país y cuenta con facilidades para alojar a por lo menos 2.000 soldados en condiciones confortables. El incesante reforzamiento del ejército colombiano de parte de Estados Unidos lo ha convertido en el mayor y mejor equipado del subcontinente, en términos relativos. En efecto, Colombia, con una población de alrededor de 45 millones de habitantes, dispone de un contingente militar de 208.000 efectivos, mientras que Brasil con 190 millones de habitantes, tiene 280.000, y Argentina, con 40 millones de habitantes no pasa, si es que llega, a los 70.000 hombres. La superficie de Colombia, además, es mucho más reducida que las de estos últimos países.

Ese ejército, entrenado, encuadrado y reforzado por Estados Unidos, se torna en un opositor serio para Venezuela y en un factor con el que habría que contar en caso de disputa en torno a la condición de la Amazonia. Claro que las tornas pueden cambiar y que la “lealtad” al extranjero de parte del cuadro de oficiales va a ser siempre materia opinable, pero la intención es transparente.

A esto cabe sumar el dato de que se estaría negociando la instalación de una base, de características parecidas, en la región de Ayacucho, en Perú, donde ya han actuado soldados de la Task Force New Horizons, equipados con helicópteros pesados fuertemente armados. Una base en ese lugar –paradójicamente el mismo donde se libró la última y victoriosa batalla contra el poder colonial de España-, asentaría a Estados Unidos en una posición equidistante entre las guerrillas de las FARC y el ELN colombianas, y los conflictivos movimientos sociales de Bolivia, así como se situaría en las proximidades de la base de Iquitos, en los nacientes del Amazonas. Se consumaría así una acción de pinzas que integraría también a bases menores existentes en la Guyana y en Surinam, y se proveería un círculo capaz de cerrarse sobre el reservorio amazónico. Estos supuestos como es natural son desmentidos de manera enfática tanto por el gobierno peruano como por el Departamento de Estado; pero, ¿hay alguna razón para creerles?

A esto se suma la fantasmagórica base Mariscal Estigarribia, una gran pista “abandonada” en el Chaco paraguayo, donde a veces recalan tropas norteamericanas para practicar ejercicios y que sirve de punto de arribo y decolaje de los aviones de una empresa gasífera y petrolera británica, la British CDS Oil and Gas. No dispone de grandes infraestructuras, pero cuenta con una pista de tres kilómetros y medio de largo, con un piso de concreto capaz de recibir a los ultrapesados transportes C-5 Galaxy. Estigarribia se encuentra a 200 kilómetros del límite entre Paraguay y Bolivia, a otro tanto de Argentina y a 300 de Brasil y, sobre todo, a un paso de las fuentes del acuífero guaraní, una de las mayores reservas subterráneas de agua dulce que existen en el mundo.

Se podría seguir y seguir. Esta época ofrece inagotables materiales para el análisis. Pero semejante tarea excedería los límites de un trabajo periodístico. Baste por ahora señalar las posibilidades y peligros que en futuro inmediato entraña. Las dirigencias políticas de los países de América latina deben cobrar conciencia de ellos. Lentamente parecen estar haciéndolo. Pero la historia no espera, y si para los países poderosos se está abriendo una carrera contra el tiempo, lo mismo puede decirse de una región como la nuestra, que requiere de coherencia de miras y de una gran voluntad política para orientarse en el sentido que el imperativo de la hora señala.

 

[1] Los extremistas del sionismo se abroquelan implícitamente en la tesis de que sólo a través de un exclusivismo racial es posible conservar una identidad judía, que de otra manera se hubiera disuelto a lo largo de los siglos en otras múltiples identidades. Es un argumento comprensible, pero poco aconsejable en esta época para una nación enclavada dentro de un entorno de Estados hostiles. Observándolo con atención, en este encuadre el planteo sionista del tema del “pueblo elegido” se puede asimilar al de la “raza superior”, agitado por el Tercer Reich y que fue uno de los factores que condujo a este a la catástrofe.
 
 
[1] Luiz Alberto Moniz Bandeira: La importancia geopolítica de América del Sur en la estrategia de Estados Unidos. Conferencia pronunciada en la Escuela Superior de Guerra del Brasil.
 

[1] Ibíd.

 

 

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