Tras su salida de Atenas, la antorcha olímpica que debería culminar su recorrido en Pekín, para la apertura de los Juegos, viene siendo objeto de múltiples ataques que tratan de derribarla o extinguirla, entre el clamoreo de algunas organizaciones de derechos humanos y el activismo de los creyentes en el Dalai Lama. El arranque de la protesta lo suministra la represión ejercida por el gobierno chino en el Tíbet, donde estaba en curso un reclamo reivindicativo de la independencia de esa alejada, para el público de Occidente, región del mundo. Las manifestaciones tibetanas estuvieron encabezadas por los monjes budistas quienes, para el imaginario popular, se confunden con los personajes un tanto estrambóticos que suelen pasearse en túnica y con sus cabezas rapadas en las calles de algunos importantes centros metropolitanos.
¡Cuántas historias se han tejido en torno de ese remoto país! Novelas y películas bordaron una trama legendaria que confundía a los monjes tibetanos con los practicantes de una paz perpetua y a sus monasterios en lugares de retiro espiritual anclados poco menos que en las nubes. En 1933 el novelista británico James Hilton publicó una exitosa novela, Horizontes perdidos, en la cual forjaba la leyenda de Shangri La, un lugar edénico fijado en los Himalayas donde los seres humanos devenían inmortales –siempre y cuando no se alejaran del lugar mágico que les acogía.
La historia se encargaría de demoler ese mítico encanto en 1950, cuando las tropas del gobierno chino (el de la República Popular de Mao Zedong) penetraron en ese territorio y, tras derrotar una débil resistencia, instalaron una administración conjunta chino-tibetana que en realidad no hacía sino enmascarar el predominio chino. Bajo su gobierno se realizó una profunda reforma agraria y se despojó a los monjes del control del territorio.
Fogoneada por la CIA la inquietud autonomista se mantuvo, empero, en el marco de la hostilidad estadounidense hacia China, y durante Revolución Cultural llevada adelante en este último país se infligieron graves daños al patrimonio arquitectónico tibetano, amén de generar excesos represivos que reproducían los que en ese momento se estaban practicando en la misma China.
Un país al margen, pero no tanto
Enclavado al suroeste de China y circundado de montañas que lo hacían impenetrable, el Tíbet en realidad hacía rato que había ingresado, aunque marginalmente, al quehacer contemporáneo. El imperio británico, siempre interesado en expandirse y sobre todo en bloquear cualquier intento ruso o chino para recortar su poder en la India, ya en 1904 había ocupado Lhasa, la capital tibetana, y durante un cierto período mantuvo negociaciones con China y Rusia para llegar a delimitar sus relativas influencias en la zona. La guerra del ’14 y después los trastornos civiles en China aventaron ese esquema y durante un largo tiempo el Tíbet volvió a caer en un colapso somnoliento, del que recién saldría con la irrupción china de 1950.
Los intentos de Estados Unidos –heredero del imperio británico- por soliviantar el país cesaron cuando se produjo la fractura de la alianza chino-soviética, hacia fines de la década de 1960, y desde entonces el predominio chino en esa área permaneció incontestado.
Ahora, sin embargo, se han suscitado revueltas cuyo origen exacto por supuesto es imposible precisar desde acá, pero que han generado un enorme revuelo mediático, fuera de proporción si se compara lo que ocurre en el Tíbet con lo que pasa en Irak, en Gaza, en el Medio Oriente en general o en Afganistán. Para no hablar de los horrores que se realizan en la profundidad de Africa, ni del constante goteo de muertos que producen los intentos de los emigrantes por penetrar las mallas, cada vez más espesas, que existen entre los países desarrollados y los que no lo están.
Doble medida
El doble rasero es un principio estatuido en los medios de comunicación globales. De acuerdo a la mayor o menor significación que un estado de cosas tenga para el sistema dominante, los medios, que ya forman parte de ese mismo sistema a través de su concentración monopólica, se encargan de generar la indignación o de fomentar el silencio. Los desórdenes en el Tibet fueron descritos, por ejemplo, como pacíficas manifestaciones reprimidas por los chinos, mientras que los medios chinos citaron, como motivo para la intervención de sus tropas, los asesinatos de chinos pertenecientes a la etnia Han, por las turbas tibetanas.
Fuere cual fuere la verdad, la cuestión es que resulta poco verosímil que sea una coincidencia el comienzo de los desórdenes y su simultaneidad con el inicio de las ceremonias dirigidas a la inauguración de los Juegos Olímpicos de Pekín. El momento se ofrece como muy propicio para agitar las aguas en torno de China y los servicios de inteligencia no iban a desaprovechar la ocasión. Después de su huida del Tibet, el Dalai Lama estuvo hasta 1974 en la lista de pagos de la CIA1.
Ahora bien, ¿por qué? ¿Por qué la persistente hostilidad de Estados Unidos y sus aliados hacia una potencia que se ofrece como el mercado más amplio y deseable para el intercambio y que posee un poder desestabilizador del sistema monetario internacional en razón de sus formidables tenencias en dólares?
No es casual que el Tíbet se haya convertido en un centro de interés subitáneo. Su emplazamiento en el Asia central, objeto de las maniobras norteamericanas para adueñarse de las rutas del petróleo y gravitar militarmente sobre Rusia y China, explica en parte este estallido que, amén de los motivos de disenso cultural que pueda haber en él y que en definitiva lo hacen tomar cuerpo, se funda en consideraciones de geopolítica y geoestrategia de alcances muy vastos. El liderazgo chino en Asia es indigerible para Estados Unidos. Y mucho más si va acompañado de una aproximación estrecha a Rusia, que configuraría esa “Región Cardial” cuyo dominio es juzgado esencial por los geoestrategas.
Geopolítica
En efecto, hay muchas razones para explicar esta ambivalencia política, que corteja por un lado a Pekín y lo hostiga por otro. Algunas de ellas son muy inquietantes. Hay que tomar en cuenta que el proyecto de profundizar la estrategia israelo-norteamericana en el Medio Oriente con un ataque a Irán, no se ha desvanecido todavía. Poner a China en una posición incómoda suscitándole disturbios en un área que para Occidente se ofrece envuelta unos velos tan míticos, engañosos e incomprobables como es el Tíbet, es un buen expediente para presionar a China y hacerla reflexionar sobre el costo de su apoyo a Irán, fundado en acuerdos bilaterales de carácter económico y militar.
China es parte central de la Organización de Cooperación de Shangai (SCO, por su sigla en inglés), que agrupa, amén de China, a Rusia, Kajazastán, la República de Kirguizia, Tajikistán y Uzbekistán, y en la cual Irán posee el estatus de observador. China choca además con los intereses petrolíferos anglo-norteamericanos en Africa y el Asia central, y se está configurando como uno de los polos mejor armados del bloque euroasiático que conforman Pekín y Moscú.
La política estadounidense dirigida a conformar “un siglo XXI norteamericano”, como le gustaba decir al ex presidente Bill Clinton, tiene como principio básico controlar, comprimir y, en última instancia, suprimir, el bloque de poder continental euroasiático. La marcha de ese proyecto se la ha podido seguir en los agresivos movimientos de la Otan alrededor de Rusia y China. Tras el naufragio de la URSS, Estados Unidos no perdió un minuto en proceder a alentar los movimientos independentistas en los países bálticos y en las repúblicas del Cáucaso, y se anotó un gran triunfo al lograr la separación de Ucrania de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) que en un principio había reunido a los países más importantes de la ex Unión Soviética. De forma simultánea se fomentaba el estallido de Yugoslavia, pese al intento serbio de mantener un estado centralizado, dando lugar a una guerra de características atroces.
La desestabilización económica de Rusia, lograda a través de la política de apertura y endeudamiento fomentada por el FMI y practicada por Boris Yeltsin de forma suicida (bien que provechosa para sus bolsillos y para los de la oligarquía mafiosa que se adueñó de las palancas de la economía) supuso la demolición de los parámetros de solidaridad social que mal que bien imperaban en la época comunista2y redujo la estatura de esa otrora superpotencia, tornándola inhábil para responder al reto que supuso la expansión de la alianza militar de la Organización del Tratado del Atlántico Norte a los países que antes habían sido parte del glacis soviético, así como a oponerse al desmembramiento de Yugoslavia.
Se llegó así a las actuales circunstancias, en que Estados Unidos se apresta a desplegar un escudo antimisiles en Polonia y la República Checa, sin que Rusia -pese a que con Vladimir Putin cambiara de forma radical su postura respecto al crédito internacional, empezara a revitalizar sus fuerzas armadas y se consagrara a apretar sus lazos político-militares con China-, pueda hacer otra cosa que protestar y reservar su retaliación para el futuro.
Divide et impera, la fórmula con que la antigua Roma logró gran parte de sus éxitos y de su perdurabilidad como Imperio, ha sido reactivada ahora a la escala del planeta.
La otra parte de esta maniobra de pinzas sobre el Heartland la proporciona la invasión a Irak y Afganistán, el estrechamiento de lazos entre Estados Unidos y la India y el despliegue de una serie de bases y flotas que rodean a China por todas partes, desde Okinawa y el estrecho de Taiwan a la isla Diego García y a las instalaciones estadounidenses en Afganistán y el patronazgo en Pakistán, para rematar en los emiratos del Golfo Pérsico y el asentamiento –precario, de momento- en Irak.
La Isla Mundial (o Heartland o Región Cardial) contra el Creciente Interior o Marginal. Así se podría definir, en términos geopolíticos, la situación que se plantea hoy en el planeta. La teoría de William Halford Mackinder, continuada por Karl Haushofer y asumida por los teorizadores neoconservadores de la elite norteamericana, que abrevaban en un propio antecedente, el teorizador del poder naval William Thayer Mahan, implica un retorno a las antinomias brutales que marcaron el período de las guerras mundiales. De consuno con la crisis del comunismo, se afirmó en Estados Unidos la convicción del “destino manifiesto”, que asimila la concepción de la superioridad del poder naval -es decir, externo a la isla mundial- como resorte de la victoria en la carrera por la hegemonía.
De aquí la vastedad del empeño norteamericano en el Medio Oriente, su presencia en Afganistán y sus intrigas dirigidas a explotar las divisiones internas –étnicas o confesionales- que encuentra en su camino. Es un proyecto arriesgado y de largo aliento, que resulta difícil que sea abandonado por el establishment norteamericano, si bien puede ser moderado de acuerdo a las variaciones del humor político en el interior de la híperpotencia. No olvidemos sin embargo que el asesor en política exterior del candidato más progresista en la próxima elección norteamericana, el senador demócrata, Barack Obama, es nada menos que Zbygniew Brzezinski, el brillante jefe del Consejo para la Seguridad Nacional bajo la presidencia de Jimmy Carter y autor de El tablero mundial, el manual o la Biblia que de manera más sistemática ha fijado las miras de la política exterior norteamericana tal como ha venido desarrollándose en la última década. Su calibre intelectual es muy superior al de la clique que rodea a George W. Bush, pero no por eso menos determinado en la consecución de los objetivos que hemos venido reseñando.
La otra dimensión
Ahora bien, ¿qué hay de la otra dimensión, la humana, que tanto pesara a lo largo del siglo pasado y que se significara por espectaculares avances de los sistemas de protección social verificados en el conjunto de las potencias e incluso en los países que empezaron a escapar de la férula de estas?
No hay duda de que ese atributo progresó a lo largo del siglo XX porque el capitalismo hubo de aflojar su coerción sobre las masas trabajadoras en virtud de la existencia de movimientos de base social como el comunismo y las diversas formas de populismo que podían convocar a las masas. Esa fue la fuente real del Welfare State, del Estado de Bienestar. Cuando esa amenaza desaparece y cuando se hace evidente que esa estructura de contención social resulta demasiado cara para mantener los niveles de acumulación de capital que son inherentes al principio central del capitalismo, la maximización de la ganancia, el neoconservadurismo o neoliberalismo, como quiera llamárselo, comienza a roer las conquistas sociales logradas con tanto esfuerzo en el pasado. Ese trabajo de destrucción se perfila ya en la época de la presidencia de Ronald Reagan y es llevado a cabo por la primera ministra británica Margaret Thatcher, pero el desencadenamiento de toda su potencia sólo se produce después de la caída del Muro de Berlín.
China, objeto en este momento de maniobras dirigidas a inquietarla, conserva todavía el apelativo de República Popular. No hay porqué engañarse respecto a esto. De socialista o comunista China conserva apenas el nombre. Es una sociedad capitalista, con una burguesía en rapidísima expansión; integrada, en gran medida, por los vástagos de la burocracia del viejo régimen. La calificación que le cabría, sin embargo, oscila entre “el socialismo de mercado”, que es el que gusta difundir a su dirigencia, o el de una “autocracia capitalista”, o “capitalismo burocrático” que parecerían ser los más indicados.3
El rasgo central de este proceso consiste sin embargo en que esa neoburguesía está muy disciplinada por el gobierno y ajustada a un patrón nacionalista que limita la libertad de desplazamiento del capital, con lo que se generó “una sociedad económicamente triunfante y socialmente destructiva... que subordinaba los objetivos socialistas al objetivo eminentemente nacionalista de hacer a la nación china rica y fuerte, para la cual los elementos esenciales eran el desarrollo económico moderno y un poderoso aparato del Estado”4.
Este parece ser el expediente más viable contra el poder constrictor de la globalización capitalista. No se debe olvidar, sin embargo, que la democracia –es decir, la participación efectiva del pueblo en un sistema de gobierno que sea en efecto representativo y no la ficción acotada de este que se suele tener en el presente- es el elemento más seguro para mantener las conquistas obtenidas.
Si se entiende a la antorcha olímpica como un duplicado de la flama social que recorrió al mundo durante el siglo XX, se comprenderá que le aguardan muchos sobresaltos y emboscadas en los tiempos por venir.
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1 Michael Chossudovsky: China and America: The Tibet Human Rights PsyOp. Global Research, abril 13 de 2008.
2 Para un examen circunstanciado de esa y las otras embestidas del neocapitalismo, véase el estupendo libro de Naomi Klein: La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre. Paidós, Buenos Aires, 2007.
3 Maurice Meissner: La China de Mao y después, Ediciones Comunic-arte, Córdoba, 2007.
4 Ibíd.