La política argentina parecería afectada por el mito del eterno retorno. O, más bien, por la maldición del eterno retorno. Porque acá no se trata de ciclos que se construyen, destruyen y vuelven a reconstruirse para reconfigurarse de la misma manera una y otra vez en el proceloso andar de un tiempo sin fin, sino de la repetición de un proceso de construcción, destrucción y reconstrucción de dos modelos de país que abren y cierran sus respectivos períodos no a lo largo de los siglos, sino de un subibaja que se alterna por décadas. Y a veces ni eso.
No hay nada de gozoso en este curso, más bien se asiste a una mala representación de un drama estúpido, cuyos actores parecen regodearse en exhibir sus taras. La política es una práctica que lleva en su centro la transacción, la negociación y eventualmente el enjuague, pero que tiene o debería tener una motivación que apunte a proveer al bien común, aunque seguramente privilegiando el interés del sector social cuya representación se asume. Ese favoritismo, en el sistema democrático bajo el cual presuntamente vivimos, no debe sin embargo traspasar límites más allá de los cuales se vulnere la integridad de la nación, degradando a sus sectores menos favorecidos, debilitando su aparato educativo y cediendo porciones de la soberanía al vender o poner en libre disponibilidad sus bienes.
Y bien, lo que ocurrió el martes pasado en la cámara de diputados indica que a una porción sustancial de la casta política (incluyendo en ella por supuesto al inventor del término, el presidente Milei) le importa un rábano el destino del país entendido como conjunto; que lo que la preocupa son los intereses particulares (yendo desde los que hacen a una agrupación partidaria a los que importan a nivel estrictamente personal), que del sentido general en el cual se mueven las cosas en el mundo no tienen ni idea ni les importa tenerla y que a la opinión de sus representados se la pasan por salva sea la parte.
La ley de Bases pasó el filtro en todo lo sustancial: plenos poderes al presidente, privatización de empresas públicas, reforma laboral… Ahora queda que el Senado refrende esa aprobación o, en caso de no hacerlo, devuelva la ley a la cámara baja para volver a tratarla.
Sería bueno que ocurra lo segundo, pero no habría que hacerse muchas ilusiones incluso en ese caso: la disposición de la mayoría de los representantes a combatir la ley y la parafernalia de disposiciones entreguistas y vulneradoras de la integridad nacional y social del país que ella acarrea, es exiugua, cuando no nula. Lo cual nos enfrenta a una evidencia apabullante: la permeabilidad al soborno y la inepcia de los sectores que deberían hacerse cargo de vigilar el curso que llevan los problemas nacionales. Desde luego que abonada por una atonía, una fatiga o un desconcierto en la opinión que es lo que en definitiva trajo a la actual administración al poder.
Por cierto que hay una resistencia popular que se manifestó en estos días con la espléndida protesta contra la política oficial orientada a la demolición de la educación pública, y en la masiva concentración obrera del 1 de mayo, pero todavía falta la conexión entre estos sectores masivos y una conducción que los exprese con un programa y los oriente en una dirección precisa. En efecto, en los discursos -cuando los hubo, porque en la marcha de la concentración obrera se los reemplazó con un documento- no terminó de percibírselos: se vincularon a reclamaciones específicas de carácter laboral, cultural y social, sin remontarse a la situación argentina en el mundo y sobre todo en el encuadre latinoamericano que nos involucra; o bien aludieron a la memoria de los 70, lo que equivale a referir los problemas a un callejón sin salida.
El rompecabezas de los 70
En efecto, esa década fue el momento en que las contradicciones argentinas se concentraron con una densidad nunca antes vista. La misma se cerró sin resolver ninguna. El país se debe una discusión a fondo sobre ese período, sin cuya crítica seguiremos enredados en debates sin sentido acerca de si los desaparecidos fueron 30.000 o menos. Como si la cifra fuese de 20 o 15 mil eso empequeñecería el crimen. Tanto el sostenimiento como el ataque a la teoría de “los dos demonios” no son sino una argucia falaz que disimula el núcleo del problema: la incapacidad para mirarnos con realismo, derivada de la perversión ideológica que deviene de la incapacidad de librar la batalla por nuestra cultura. Este fracaso resulta de una concepción que escinde al país en dos y que es a su vez hija del carácter rentístico de nuestra clase dominante, más proclive al disfrute de los dineros que genera una economía extractiva vinculada al mercado global a través del imperialismo del que es cliente, que a la aventura industrializadora que genera empleos y potencia al país para que este se proyecte luego a un encuadre continental que le asegurará una base para evolucionar de consuno con el mundo.
Esta escisión es la verdadera grieta, agravada por la conformación inmigratoria de gran parte de nuestra clase media, que la hace más propensa que otras a asumir los asertos de la leyenda oficial como si fuesen verdades reveladas y a mirar con una desconfianza impregnada de rencor a quienes intentan romper ese discurso. Pero asimismo estos últimos, a menudo progresistas de extracción pequeñoburguesa, incurren en un maniqueísmo descorazonador, que restringe su capacidad operativa al dividir rígidamente a los protagonistas del quehacer político, tanto histórico como cotidiano, en muñecos predeterminados por su pertenencia social y hasta vestimentaria. “Milicos” contra “el buen revolucionario”, uniformados contra guerrilleros, estado contra “pueblos originarios” –existan estos como un factor social constitutivo o no-; nacionalistas contra internacionalistas… El divisionismo que resulta de estas contraposiciones mecánicas ha perjudicado o ha arruinado en más de una ocasión la oportunidad de un avance realmente progresivo para la nación. En los 70 precisamente, cuando un sector radicalizado de la juventud combinó psicológicamente y pretendió actuar el Mayo francés y el ejemplo de la revolución cubana en el país sin tomar en cuenta las diferencias que había en un caso con una metrópoli del norte avanzado, y en el otro con un proceso de raíces sociales parecidas, pero distintas a las propias y que, para colmo y por una de esas paradojas de la historia, había contado con el visto bueno del imperialismo norteamericano, que dejó andar la cosa hasta que cayó en la cuenta del hijo entenado que le había salido.
Ese equívoco dio lugar, al menos aquí, a un extremismo que desjarretó a un movimiento nacional en ascenso, que había devuelto a Perón al país y podía haber crecido hasta formar una base estable para el desarrollo. En lugar de esto las organizaciones armadas crearon las condiciones para el golpe militar de 1976, que barrió con la guerrilla, por cierto, pero que estaba concebido básicamente para otra cosa: aprovecharse de esta como pretexto para imponer un capitalismo de shock que debía terminar con las veleidades industrialistas, nacionalistas y populares que habían crecido vigorosamente al impulso del primer peronismo.
Desde entonces la práctica ha sido la misma. Jugada en otro nivel, por supuesto, sin el horror de los años de plomo, pero con consecuencia de parte del sistema, cuya tenacidad se ve ayudada por la falta de conciencia de lo que está en juego en los sectores que dicen enfrentarlo. Hay una frivolidad difusa en muchos de estos (no, desde luego, en todos los individuos que los conforman) que tiende a privilegiar lo anecdótico, entendiendo por esto el relato, la leyenda, por encima de lo que es urgente y necesario. En el 2011, por ejemplo, Cristina Kirchner ganó las elecciones por un aplastante 54 por ciento. Existía la posibilidad de proceder a reformas de fondo, en primer término en lo referido a la ley de medios, a fin de erradicar el monopolio en los medios de comunicación. No se hizo nada importante en ese sentido, por pereza intelectual, por complicidades prebendarias o por incuria, sencillamente. Según Gabriel Mariotto, ex presidente del organismo encargado de implementar esa reforma, se la desalentó con el argumento de “total, si ganamos las elecciones lo mismo con ley o sin ella”... El resultado de semejante imbecilidad fue la consolidación del bloque comunicacional que actualmente domina el ámbito electrónico y gráfico.
El problema de la defensa
Otro espacio donde se cometen y se siguen cometiendo errores es en el de las relaciones del poder civil con la defensa. La carga psicológica de los 70 sigue pesando aquí fuera de proporción, poniendo asimismo de relieve la incapacidad de parte de la opinión para representarse el papel de la fuerza armada en un país que se quiere soberano. La orientación política de los mandos puede variar, la orientación ideológica del cuerpo es menos maleable: está determinada a priori por la función de pertenencia geopolítica en que se encuentra. El corpus político y el sector de la pequeña burguesía que protagonizó la insurrección de los 70 pueden tener todos los temores que quieran respecto de una eventual resurrección del “partido militar”, pero esta, con lo indeseable que sería, no anula esa función de recurso in extremis de protección territorial que tienen las fuerzas armadas y que las trabaja sordamente, cualquiera sea la circunstancia. De ahí salieron fenómenos como Chávez, Gualberto Villarroel, Perón o la guerra de Malvinas… Durante varias décadas se ha intentado reducir las FF.AA. a su mínima expresión por el temor que inspiran. Sin embargo, para interferir en los procesos internos del país ellas no necesitan ser anuladas y apartadas de su función específica, dejándolas languidecer sin los equipamientos que les permiten realizar su misión. Es evidente que no hacen falta aviones, tanques ni submarinos para reprimir: bastan los servicios de inteligencia interior, la policía y los cuerpos especializados para hacerlo. Las FF.AA. están para otra cosa, de ahí las armas que requieren.
Así llegamos a la actual situación. A partir de un falso problema se le ha regalado al establishment la posibilidad de fingirse como el protector y salvador de ese instrumento de soberanía. Milei juega la carta de su “relación carnal” con Estados Unidos para empezar a reequipar a la fuerza aérea y presuntamente también a la armada y al ejército –con una erogación que hasta ahora es la mitad de la que había predispuesto el gobierno anterior y que no fue ejecutada- mientras abre las puertas al Pentágono para que este monte una base “integrada” con la Argentina en Tierra del Fuego…
En su afán de falso revisionismo el progresismo incluso ha obsequiado al sistema oligárquico la oportunidad de rescatar a la figura de Roca, personalidad fundamental para la integridad de la nación y quizá el mayor estadista que tuvo el país, de las manos de Osvaldo Bayer y de los grafiteros de combate que se dedican a ensuciar sus monumentos y a calumniar su memoria. La campaña del desierto, que horripila a la izquierda políticamente correcta, era en su momento la única manera de asegurar las fronteras del país, impidiendo que un tercio de nuestro actual territorio quedase en manos chilenas y bajo influencia británica. Ese logro es descrito hoy por la pequeño burguesía bienpensante como un crimen, sumándolo así a la larga procesión de falsos problemas con los que se nos atosiga.
Este recuento de las contradicciones que nos aquejan no debe juzgarse como una invitación al pesimismo, sino como un llamado de alerta. Estamos pasando como nación por un momento de debilidad extrema, con un gobierno que abdica toda voluntad de independencia, un presidente que hace el elogio de los ladrones calificando de heroica a la fuga de divisas, que abomina del estado cuya guía debe ejercer, que grita su entusiasmo por Estados Unidos e Israel (a pesar de que en esos países el estado es poderosamente intervencionista), que nos alinea con la OTAN en su curso bélico contra Rusia y en realidad contra todos los países emergentes, sin pedirnos nuestra opinión, y que se apresta, munido con los plenos poderes que le ha conferido el Congreso, a realizar negocios millonarios con Elon Musk o con cualquier postor que venga a explotar el litio u otros recursos naturales, sin exigirle, después de tres años, contraprestación alguna. Al contrario, consintiéndole, por contrato, remitir sus ganancias a la metrópoli libres de polvo y paja. Y si por entonces se nos ocurre pensar distinto, allá vayan a probar fortuna con la justicia de Nueva York, a la que nos refiriera Carlos Menem en los años del auge del Consenso de Washington.
Cerramos esta nota con un deseo que es el exactamente opuesto al que suele enunciar la “oposición blanda”, que “no quiere poner palos en la rueda”: lejos de pretender que al gobierno le vaya bien, le deseamos la peor de las suertes, pues si cumple sus expectativas la Argentina estará condenada. Escapar a este destino, sin embargo, no será consecuencia ni de maldiciones ni de invocaciones mágicas: sólo puede ser el resultado de la lucha por la cultura, por la conciencia crítica del pasado y del presente y por la presencia del pueblo en la calle.