Javier Gerardo Milei es nuestro nuevo presidente. En cuatro años este outsider de la política, autodefinido como anarco-capitalista y macroeconomista, trepó de la condición de asesor bancario, rockero y protagonista de espectáculos unipersonales, a convertirse en diputado, candidato presidencial, tribuno y, finalmente, primer magistrado. Pero lo más sorprendente no es esto, sino el perfil del personaje, sea en el plano de su gestualidad como en el de su radicalismo económico trasnochado, al cual combina con un poco común misticismo que, en estos momentos, lo está llevando a una posible conversión al judaísmo a través de una sus vertientes más ortodoxas: los Lubavitch.
Cuánto hay de oportunismo en esta posición de Milei –pues se aproximó a los Lubavitch para contrarrestar la campaña que se había montado en su contra tachándolo de antisemita- no es posible saberlo, aunque sí inferirlo por la naturalidad que cabe percibir en sus gestos. En su caso, uno se inclinaría a suponer que es auténtico en su devoción. Cuando una persona se destaca por su capacidad para seducir a las masas a menudo ello es consecuencia de que, más allá de la retórica o de las técnicas oratorias, está básicamente persuadido de lo que dice y su convicción resulta contagiosa. Claro que una cualidad semejante puede habitar también a un charlatán profesional. Pero en esos casos suele ser de baja estofa, es perceptible y engaña por poco tiempo. Ahora bien, la cuestión está en saber si el credo que porta el profeta tiene algún valor o si está vinculado a un disparate útil tan sólo para ser manipulado por unos intereses asentados en una base espuria. En el caso de Milei, su doctrina está estrechamente vinculada a una noción de la economía que pone al libre mercado como deus ex machina del sistema y abole cualquier regulación estatal. La Argentina cuenta con una larga, triste y trágica ejecutoria en esta materia. La premisa del libre mercado siempre fue el ajuste, la transferencia y brutal concentración de la riqueza, disfrazados de equilibrio fiscal; las privatizaciones de los bienes del estado y la subordinación del país a los organismos de crédito internacionales a través monstruosas deudas externas contraídas de espaldas al pueblo y cuyo sentido no fue otro que la dependencia, la especulación y la bicicleta financiera. La revolución fusiladora, los experimentos de Álvaro Alsogaray (el primero en proponernos “pasar el invierno” para llegar a la tierra prometida), las gestiones de Martínez de Hoz, Domingo Cavallo y el “mejor equipo” de vaciadores seriales de las arcas públicas con que nos obsequió Mauricio Macri, han ejecutado, a lo largo de 70 años, este mismo programa devastador que, ¡hoy!, el flamante gobierno de Javier Miley nos propone una vez más sin vergüenza ni reparo, aupado en la monumental desmemoria de los argentinos. Con el agravante de que quienes han de ser sus víctimas lo aplauden a brazo partido. Este público me recuerda una publicidad gráfica que solía ver en mi infancia, en la cual un pollo ya pelado se aprestaba a sumergirse con regocijo en una sartén llena de aceite hirviendo, mientras profería loas a las virtudes del aceite Olavina -o de no sé cuál otro que estaba de moda en los 40.
La masa electoral que ha elegido a Milei tiene muchas aristas. Están los odiadores profesionales, vulgo gorilas, provenientes de la clase media que nunca ha podido desprenderse de un antiperonismo determinado por un reflejo racista y clasista. Por supuesto que está también la minoría que tiene una idea muy clara de porqué se encuentra donde se encuentra. La forman los titulares del sistema, los que integran la trama bancaria, financiera, agropecuaria, empresaria y mediática que funge desde siempre en estrecha colaboración con el orden capitalista global. Pero está también una ancha capa juvenil que oscila entre la desocupación y el trabajo precario cuando no riesgoso (los chicos del delivery, por ejemplo), mientras que la presión que ejercen esas circunstancias y la crisis de la familia impiden brindarles, a ellos y a muchos jóvenes más, la contención, los apoyos y las orientaciones que les son necesarios para el camino. Esos chicos reconocen o creen reconocer en Milei a un semejante. Están hartos de escuchar complicadas elucubraciones que no terminan de explicar nada. Requieren de explicaciones simples para comprender las cosas. La “casta” es lo que tienen más a mano para descargar su ira. El batido cotidiano de noticias y las vociferaciones de unos pseudoperiodistas que hacen del escándalo y el sensacionalismo su resorte narrativo, suelen cebarse en una clase política que ofrece buenos blancos para el menosprecio.
Un debut desordenado pero feroz
La irrupción de La Libertad Avanza (LLA) en el gobierno se produce a los trompicones, sin preparación previa, sin cuadros para llenar los cargos y sin certidumbre en la posibilidad de poder instrumentar el ajustazo prometido sin que el país le explote en la cara. En consecuencia el libertario se ha visto automáticamente rodeado por la pandilla de colaboradores de Mauricio Macri, con la cual está maniobrando, según se dice, con consumada habilidad para engrosar su capital en diputados y conseguir así una masa de maniobra que le permita actuar sin respiración asistida en el Congreso.
Como quiera que sea, el primer mensaje de Luis “Toto” Caputo, el ministro de Economía tomado del riñón del grupo Macri, no dejó ninguna duda respecto a la direccionalidad que se le va a imprimir. Es la que era previsible, la peor, pues los amos del viejo país no van a dejar a pasar la oportunidad de encontrarse legitimados por una expresa voluntad electoral, para tratar de redondear sus metas. El incremento en el precio del dólar oficial llevándolo a 800 pesos, el no aumento a las retenciones de la producción agrícola mientras se las incrementa para las exportaciones de bienes manufacturados de origen industrial, la liberación de las importaciones y el aumento del dólar país –que encarece, entre otras cosas, las importaciones de bienes de capital necesarios para las Pymes-, la suspensión o cancelación de las obras públicas que no se encuentren en ejecución sino que forman parte de proyectos estructurales de desarrollo, representa un verdadero “industricidio” que reconfirma la voluntad distópica de devolver a la Argentina a la época del Centenario. Esto es lo hay detrás de toda la retórica que durante décadas se nos ha servido sobre la inutilidad del intervencionismo del estado, sobre la maravilla de un pasado que nunca existió y sobre el cual Milei todavía se anima a mentir definiéndolo como la época de una Argentina primera potencia económica mundial (¿!) cuando apenas éramos una semicolonia privilegiada de Gran Bretaña.
Que estos bolazos tengan curso todavía, sin embargo, no se debe solamente a la ignorancia o a las engañifas de quienes se empeñan en prestar una pátina dorada a una realidad que, salvo en el estamento oligárquico, estaba lejos de ser confortable. La cosa discurre más bien por el ordenamiento internacional del trabajo diseñado desde el centro angloamericano de decisión global. En este encuadre –uno no puede saberlo en sentido estricto, pero cabe intuirlo a estar por todo lo experimentado- a la Argentina le corresponde el papel de proveedora de proteínas y cereales, más energía y minerales. El viejo papel de factoría, con algunos aditamentos tecnológicos: este parecería ser el horizonte que se nos ofrecería. No hay una maldad intrínseca en el procedimiento: es la lógica del poder sistémico que se realiza a sí mismo. Es, todo caso, una maldad objetiva, la propia del capitalismo neoliberal que Vivianne Forrester describió en “El horror económico”.
Es necesario oponerse a la voluntad ajena que ha buscado plegarnos a su diktat desde nuestro origen a la vida “independiente”. No sin resistencias muy duras a veces. Faltó, sin embargo, el resto de voluntad que hace falta para rematar al enemigo interno que hace el juego al exterior. Porque en la Argentina, no siempre pero a menudo, no cabe hablar de adversarios, como quiere la convención políticamente correcta al uso, sino de enemigos. A menos que se pueda arribar a ese entendimiento tácito que existe en las naciones bien constituidas, donde los intereses de parte cesan o se ponen entre paréntesis cuando una emergencia mayor se produce, nuestro destino estará sellado: viviremos a los empellones o terminaremos enzarzados en una disputa de muy mal género que finiquite la discordia de la peor manera posible.