Ha muerto Henry Kissinger. Tenía 100 años y aún se mantenía activo. Hacía unos meses había viajado a China, en misión no oficial, pero de la que al volver dio cuenta al Departamento Estado, venía de publicar un libro sobre el liderazgo[i] y estaba preparando un nuevo texto. Su vida cubrió gran parte del siglo pasado y le dio un buen mordisco al presente.
Nacido alemán, de familia judía, tuvo la buena fortuna de que esta pudiera abandonar Alemania tras el advenimiento del nazismo y recalara en Estados Unidos. Tras prestar servicio en el ejército durante y después de la segunda guerra mundial en tareas de inteligencia y ver acción en la batalla del Bulge, realizó unos brillantes estudios en Harvard, donde se graduó summa cum laude en Ciencias Políticas en 1950, obteniendo después una maestría en Artes y un doctorado en Filosofía. Desde el trampolín de Harvard y gracias a sus dotes excepcionales como académico y político –combinación no demasiado frecuente- estableció estrechas relaciones con el establishment republicano y en particular con los sectores próximos al sempiterno aspirante a la presidencia, el magnate Nelson Rockefeller. En tal carácter desarrolló una intensa actividad, que lo llevó a trabajar con varias agencias del gobierno, incluyendo el Departamento de Estado y la Rand Corporation. Aunque Rockefeller era rival de Richard Nixon en el partido republicano cuando este accedió a la presidencia en 1969, Kissinger fue nombrado director del Consejo Nacional de Seguridad, un cargo que no cede en nada al de secretario de Defensa y que está en contacto cercano con el primer magistrado. Desde esa posición y la de Secretario de Estado, dignidad a la que accedió a partir de la segunda presidencia de Nixon y de su sucesor Gerald Ford, Kissinger imprimió a la política exterior estadounidense un giro copernicano.
China
China fue el pivote en torno al cual se produjo esta revolución. Trabajando al alimón con Nixon supo visualizar la oportunidad excepcional que presentaba a Estados Unidos la pretensión moscovita (de corte extemporáneamente estaliniano) de patrocinar despóticamente a China y poner sus pretensiones bajo tutela soviética, rechazando el nacionalismo de Mao tsé tung y su voluntad de erigir a su país en potencia nuclear independiente. Esta discordia, que agrietaba el bloque geoestratégico e ideológico que se había constituido entre Moscú y Pekín después de 1949 tras la victoria de Mao en la guerra civil, había ido creciendo a medida que pasaba el tiempo y para 1971 tenía visos de convertirse en un conflicto abierto. Los choques fronterizos en la isla de Zhenbao, en chino, o Demanski en ruso, habían provocado centenares de muertos entre ambos bandos. Al calor de la lucha, la solidaridad doctrinaria que había significado la emergencia de un régimen comunista en Pekín se derritió rápidamente.
Nixon, que siempre se había sentido atraído por la política exterior, desde 1967 venía preconizando la necesidad de apaciguar a China, hasta ahí el “enfant terrible” de la política mundial. Naturalmente no se trataba de pacifismo, sino de introducir una cuña entre chinos y rusos que rompiese la amenaza geoestratégica que suponían como bloque. La torpeza y agresividad de los soviéticos, el temor que esta infundió a los chinos y la afinada percepción de los equilibrios globales que distinguía a Kissinger, abrieron un espacio para que Washington y Pekín iniciaran una componenda, para la cual el presidente paquistání, Yahya Khan, geoestratégicamente determinado a favor de los chinos por su propia confrontación con la India, prestó su colaboración.
El contacto personal entre Kissinger y Chou en Lai, el ministro del Exterior chino, tuvo contornos rocambolescos. Fue camuflado por una gira asiática del director del consejo nacional de seguridad. En el curso de esta Kissinger, durante un banquete en Islamabad, fingió una indisposición y se ausentó del lugar para tomarse unos días de reposo en una residencia de montañas que le ofreció el presidente Khan. De hecho, sin embargo, lo que hizo fue abordar un avión civil paquistaní rumbo a Pekín y entrevistarse a escondidas con Chou en Lai. A su retorno a Washington, ya con acuerdos firmes entre las partes, Nixon pudo desvelar su política y anunciar su visita y la de su asesor en seguridad nacional, a Pekín.[ii]
A partir de ahí la figura del Dr. K, o del “dear Henry”, se hizo inseparable de la del presidente. Kissinger moldeó la política exterior norteamericana hasta el reemplazo de los republicanos por los demócratas, con el advenimiento de Jimmy Carter al poder.
El papel de Kissinger como conductor de la política internacional de la Casa Blanca estuvo determinado por su comprensión del realismo político y por un pragmatismo que descartaba los sentimentalismos. En el núcleo de ese realismo, sin embargo, subyacía una toma de partido a favor de una concepción de la política global que privilegiara el equilibrio. Lo cual, en un mundo en crisis como es el que surgió de la revolución francesa y que está signado por un incesante trasiego de cambios sociales, lleva inevitablemente a buscar una normalización que solo puede imponerse por la fuerza. De modo que, puesto a elegir entre los dos modelos de liderazgo que él mismo catalogaba -el propio del estadista y el característico del profeta- él eligió el primero. Esta toma de partido “moderada” no lo es sino en apariencia, pues no supone la pacificación del mundo sino la articulación de un balance entre superpoderes que buscan equilibrarse en torno a razones que nada tienen que ver con el destino de los pobres seres, sino con las del poderío económico, militar y cultural ejercido por personas, potencias o estamentos sociales competentes. Según Kissinger típicos de esta figura son personajes como Disraeli, Bismarck, Theodore y Franklin Roosevelt, Mustafá Kemal o Nehru. Y él mismo, desde luego. Esta es la tónica que distingue a las castas políticas en todo el mundo; sólo excepcionalmente rota por la irrupción de algún líder profético que, para bien o para mal – en ocasiones horriblemente mal- asume una posición de drástico rechazo a lo existente y propone un proyecto dirigido a poner de cabeza el orden establecido. Por ejemplo, Gandhi, Mao, Lenin, Hitler o Robespierre.
El accionar de Kissinger a la cabeza de la política exterior norteamericana como estadista le valió ditirambos y una incalculable cantidad de vituperios. Por supuesto partió de una premisa conservadora, puesto que basaba su actividad en una voluntad de servicio al orden establecido. En ese sentido su función fue trabajar para suprimir los factores que podían amenazar el predominio norteamericano en las áreas que estimaba le eran propias, y en neutralizar las eventuales posibilidades del rival global, en ese momento la Unión Soviética. Sus prácticas debilitaron al bloque socialista, revirtieron la tendencia preponderantemente antichina que había en el Departamento de Estado y llevaron a sacar –de una manera tramposa - a Estados Unidos de su desastroso compromiso militar en Vietnam. Ahí puso en evidencia su falta de escrúpulos a la hora de negociar la paz: una feroz campaña de bombardeos en Camboya mantenida oculta durante meses y, como forma extorsiva de negociar, otros ataques devastadores contra Vietnam del Norte mientras se mantenían las conversaciones de paz en París.
La hipocresía suele combinarse paradójicamente con el cinismo en los asuntos mundiales, pero nunca como hoy, debido al peso de los oligopolios de la comunicación, a su capacidad de saturación y a su alcance global, el engaño y la credulidad han alcanzado niveles tan elevados. A veces sin embargo la mentira es tan patente que se hace evidente hasta para el más desprevenido de los espectadores. El otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a Kissinger y al negociador vietnamita de los acuerdos de París, Le Duc Tho, fue un ejemplo en este sentido. Le Duc Tho tuvo el buen gusto de rehusarlo, cosa que no ocurrió con Kissinger, como tampoco ocurriría, décadas más tarde, cuando la misma distinción fue otorgada a Barack Obama, prolífico sembrador de bombas por todo el mundo, pero que, por una mistificación propia de estos tiempos, ha pasado y pasa por un hombre de buena voluntad, portador de la negritud al más alto escalón del poder en la primera potencia mundial.
Las intervenciones de Kissinger y su equipo en las zonas que podrían denominarse como “grises” en el mapa global, allí donde el poder del imperialismo era cuestionado por movimientos o tendencias nacional-populares que pretendían obtener o la liberación de un yugo externo o un nivel más alto de autonomía, aboliendo o reduciendo los privilegios de una casta asociada al sistema dominante a nivel mundial, fueron las que le acarrearon el mayor número de condenas. Condenas morales, desde luego, sentenciadas por la izquierda o las organizaciones de derechos humanos, no por ningún tribunal internacional como el de La Haya que, como es sabido o debería serlo, opera con doble vara y mide muy diversamente los crímenes cometidos por quienes se niegan a obedecer a los dueños del cotarro, y los que realizan estos, a los que se absuelve convirtiéndolos en excesos, errores colaterales, etc., etc., cuando no en “guerras para liberar los pueblos de sus tiranos”, “misiones de paz duradera” u otras zarandajas por el estilo.
América latina
Latinoamérica, el “patio trasero” de Estados Unidos, tuvo el triste privilegio de ser el objeto preferido de las atenciones de esta forma de comprender la diplomacia. La revolución cubana había tenido lugar solo porque Estados Unidos le había dado permiso para producirse: fueron la laxitud de la CIA y los apoyos de la prensa norteamericana –recordemos a Jules Dubois- lo que permitieron a Fidel y los suyos crecer y multiplicarse hasta desalojar de La Habana a Batista y a la mafia de la prostitución y el juego. Pero luego vino la sorpresa: los barbudos que bajaban de la sierra no eran reducibles al modelo del joven radical de clase media pronto a ser absorbido por el statu quo y cambiar algo para que en lo sustancial no cambiase nada; eran nacionalistas (o patriotas, para usar un término menos ofensivo para la pudibundez de los oídos progresistas), motivados por un afán de justicia social. Esto hizo que fueran a chocar inevitablemente con los privilegios de que disfrutaban los capitales norteamericanos que colonizaban Cuba y con los intereses y la sensibilidad de una clase media visceralmente anticomunista.
La radicalización de la revolución cubana como reacción de autodefensa frente al antagonismo y mortal hostilidad que despertó en Washington, llevó al esbozo de la “teoría del foco” del Che Guevara y a una batalla continental que la CIA y sus agentes libraron de manera implacable y que ganaron sin lugar a dudas. Mr. K se anotó uno de sus triunfos más notables –e infames- al promover el golpe de Pinochet en Chile, y se distinguió por el apoyo que brindó a las dictaduras del Cono Sur y a la operación Cóndor. Su complicidad con los peores aspectos de la dictadura de Jorge Rafael Videla quedó fijada en la frase que le dirigió al vicealmirante César Guzzetti, ministro del Exterior de Videla a mediados de 1976: “Lo que tengan que hacer, háganlo rápido, antes de vuelva a sesionar el Congreso (de Estados Unidos)”.
La trayectoria de Kissinger estuvo jalonada de episodios parecidos. Ahora bien, ¿quién puede evadir la culpa en los niveles de la alta política en materia de relaciones internacionales? Es horrible decirlo, pero no es la moral sino la eficacia lo que califica el valor de una gestión. Y la óptica desde la cual se lo vea. Es decir, el lado de la barricada en el que se encuentre el gestor.
Quizá la mayor contribución positiva que haya dejado Kissinger a lo largo de su trayectoria se encuentre en su voluminosa producción autobiográfica y ensayística. Fue un escritor muy dotado y armado con una capacidad de observación analítica sumamente aguda. Desde su libro inicial, “Un mundo restaurado. La política del conservadurismo en una época revolucionaria”, un estudio sobre la reconstrucción política de Europa después de las guerras napoleónicas y que se desarrolla a partir del seguimiento de la acción de Castlereagh y Metternich, los encargados de modelar la política exterior de Gran Bretaña y Austria durante ese período, a la reciente “Liderazgos”, el núcleo de su problemática fue el relato de cómo manejar la contingencia. Es decir lo que puede o no verificarse en una situación dada, en su caso desde la perspectiva de un observador del establishment. Si aceptamos ese punto de vista los libros de Kissinger son sumamente valiosos, pues ofrecen un testimonio de primera mano de un intelectual que es además un político práctico y se encuentra armado asimismo con un gran conocimiento de la historia. Del conjunto de lo que leído de su obra yo pondría en primer lugar a “La Diplomacia”[iii], un poderoso resumen (lo de resumen es un decir, pues el libro consta de 919 páginas) de las relaciones entre las grandes potencias desde Richelieu a la victoria norteamericana en la Guerra Fría. Aunque esa victoria se haya revelado efímera y hoy la contingencia haya vuelto a poner la discordia global en el primer plano, el relato de ese largo proceso de altibajos en la procuración de un orden revolucionario o de forzar un equilibrio a nivel global es magistral.
Sin dejar de denostar las maldades consumadas por Henry Kissinger o más bien por él y el sistema, tal vez los interesados en los asuntos mundiales y decididos enemigos del injusto arreglo del mundo harían mejor en informarse de sus puntos de vista –sin dejarse seducir por estos. El conocimiento del Otro es el prerrequisito para la victoria.
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[i] “Liderazgo. Seis estudios sobre estrategia mundial”, Penguin Random House 2022; Debate 2023.
[ii] BBC NewsMundo; Henry Kissinger, “Mis años en la Casa Blanca”.
[iii] Henry Kissinger, “Diplomacy”, Simon & Schuster, N.Y, 1994 ; “La Diplomacia”, Fondo de Cultura Económica, 1995.