El horizonte internacional está cada día más anubarrado y surcado por relámpagos. No hay duda de que los acontecimientos de medio oriente influyen en este oscurecimiento. De los múltiples focos de tensión que hay en el mundo ése parece ser en este momento el más explosivo y perentorio. Favorecido por la complicidad de los gobiernos del bloque occidental, la inoperancia de la ONU y la hipocresía los oligopolios de la comunicación, el gobierno israelí prosigue con la limpieza étnica que ha iniciado en Gaza. En estos tiempos en los cuales el vocablo “genocidio” se prodiga a troche y moche, venga o no al caso, se percibe una singular retención en usarlo para calificar la operación que las IDF están realizando en ese martirizado enclave. Sobrepoblado, bombardeado, hambreado, sediento, desvalido sanitariamente, con una tasa de víctimas fatales por los bombardeos que ya casi decuplica a las sufridas por los habitantes de las zonas israelíes en ocasión de la incursión terrorista de Hamas, Gaza se ha convertido en un infierno. Casi la mitad de la población, la que se hacinaba en el norte de la franja, ha huido al sur de la misma.
A tres semanas de la incursión, el perfil político del ataque de Hamas parece haberse definido un poco más. El gobierno iraní ha negado enfáticamente haber estado detrás del asalto, aunque lo justifica y, a través del líder de Hezbollah Hassan Nasrallah, no excluye la posibilidad de involucrarse en algún futuro desarrollo si la situación así lo exige. La hipótesis de que se trató de un movimiento promovido para suscitar una reacción internacional que rompiese el impasse en torno al problema palestino parece haber retrocedido o quedado en entredicho, aunque no debe descartarse, pues aunque pareciera que ha provenido más de una decisión interna del movimiento Hamas que de un acuerdo entre partes -es decir, entre los gobiernos árabes que podrían desear enmendar una situación enferma que se prolonga desde hace bastante más de 75 años- no hay dudas de que el acto de Hamas ha tenido en su centro el deseo de patear el tablero de una situación insoportable.
El estado israelí nace de una conjunción trágica de varios factores. Uno de ellos fue la eclosión de los movimientos nacionales en Europa oriental, en la segunda mitad del siglo XIX, que exacerbó el antisemitismo y la hostilidad contra las minorías judías enquistadas en el seno de imperios multinacionales como el ruso o el austrohúngaro. Ubicadas en los poros de las sociedades semifeudales, solían jugar un papel relevante en el campo de las finanzas y la economía. Esto atraía sobre ellas no poca hostilidad popular y permitía al poder central usarlas como chivos expiatorios cuando hacía falta, desviando hacia los judíos el descontento que se derivaba de la condición atrasada y opresiva de la economía y el sistema social. El ajetreo derivado de esta situación se resolvió, en las sociedades más avanzadas de Europa, en una tendencia a la integración en la masa social de los elementos de punta de la población judía, por un lado; y, en sentido contrario, en los países menos evolucionados, por la emergencia del sionismo, que buscaba consolidar la identidad hebrea por un proceso parecido al de los nacionalismos burgueses entonces en auge, proclamando la necesidad del retorno a Palestina y la fundación de un estado judío en la tierra de la cual habían sido expulsados casi dos milenios atrás. “El año próximo en Jerusalén”, la invocación que se formulaba –e imagino se formula todavía a pesar del estatus actual de la ciudad- en los rituales de Pascua y del Yom Kippur, daba testimonio de ese deseo milenario que, sin embargo, sólo cobró fuerza y tendió a hacerse efectivo a partir de la crisis determinada por la irrupción de la economía moderna en el seno de las sociedades atrasadas de Europa oriental.
El problema fue que ese movimiento coincidió con el auge imperialista y la expansión colonial capitalista, impregnados de racismo y de un sentido de la superioridad europea que en los sionistas se combinaba –consciente o inconscientemente- con su autopercepción como “raza elegida”. Cuando los judíos de proveniencia europeo-oriental empezaron a llegar a Palestina (por entonces bajo el dominio otomano) estos rasgos no resultaron el mejor pasaporte para fomentar la convivencia con los árabes, que también soportaban el poder turco y que poblaban la región asimismo desde tiempo inmemorial. De cualquier manera, no fue hasta la primera guerra mundial que esa inserción empezó a presentarse como una cuestión espinosa. En ese momento Inglaterra fomentó la insurgencia árabe contra Turquía como parte de su plan maestro para adueñarse del medio oriente, de sus recursos petrolíferos y de la posición geoestratégica que implicaba. Simultáneamente, atenta a otra serie de factores[i], dio oídos a Jaim Weizman y al barón Rotschild para aumentar la presencia judía en Palestina. El resultado fue la declaración Balfour, en la cual el gobierno británico anunciaba su apoyo a la creación de un “hogar nacional judío” en Palestina. La declaración proclamaba que ese reconocimiento no significaba una merma en los derechos de otras comunidades establecidas en esa tierra ni hacía de Palestina un estado judío.
Estas hipótesis se desvanecieron ante la realidad: en pocos años la agresividad de los nuevos pobladores, su expansión a través de la compra de tierras, y la desconfianza e irritación con que reaccionaron los árabes extremaron las tensiones e incentivaron los choques. Pero no fue hasta la aparición del nazismo en Alemania que el tema del estado judío recibió el impulso final y decisivo. Primero la persecución, luego la deportación y finalmente, a partir de la segunda fase de la guerra mundial, el exterminio sistemático de la judería europea significaron un trauma para la conciencia universal y empujaron a cientos de miles de sobrevivientes hacia la que nuevamente se convertía en la Tierra Prometida y en el refugio contra un mundo inclemente. Las maquinaciones imperialistas y la épica de la construcción del estado israelí (que contó con el apoyo norteamericano, pero que se basó en un impulso genuino y en la por entonces inesperada vocación marcial de su pueblo) fortificaron esta posibilidad y consintieron el surgimiento de Israel como estado modélico. Modélico hasta cierto punto, desde luego, pues se fundó desde un principio en la expulsión de parte de su población árabe a Jordania, y en la reducción de la que restaba a la condición de ciudadanos de segunda clase.
De aquel modelo queda poco. La llama que inflamara a los migrantes originales se ha apagado. Desde hace varios años la prensa viene informando sobre la decadencia del ejército, y un alto oficial en situación de retiro, el general Yitzak Brik, pronosticó con exactitud la naturaleza del peligro. Las nuevas generaciones están desmotivadas, los oficiales de mayor graduación piensan más en sus posibles carreras políticas que en sus deberes específicos y las guerrillas de Hamas e Hizbollah se han fortificado hasta el punto de constituir verdaderos obstáculos militares. Frente a esto la persistencia del proyecto del Gran Israel destinado a absorber por lo menos a Cisjordania y Gaza sigue en pie aunque no se lo proclame oficialmente. Lejos de tomar la percepción del general Brik como una advertencia que induzca a moderar sus objetivos, los extremistas como Benyamin Netanyahu la estiman como un acicate para proceder mientras sea tiempo. Nada indica que el proyecto del Gran Israel haya desaparecido del cálculo político de sus defensores. La implantación de colonias ilegales en Cisjordania ha proseguido sin pausa, a pesar de las advertencias de la ONU, y en estos días se ha complicado con la realización progromos protagonizados por colonos judíos contra los pobladores originales, incursiones que cuentan con el respaldo del ejército.
La decisión de acabar con Hamas en Gaza, proclamada por el gobierno israelí después del raid terrorista del sábado 7 de octubre no se ve cómo podría llevarse a cabo sin proceder a una limpieza étnica de contornos similares a las practicadas por el nazismo u otros movimientos fundados en ideologías etno-nacionalistas y a la escala de los peores de entre ellos. Acabar con la guerrilla en Gaza equivale a borrar del mapa esa ciudad, pues los resistentes se encuentran atrincherados en fortificaciones subterráneas cuya voladura entrañaría arrasar todo lo que se encuentra en la superficie –y a la población en primer lugar- sin acabar probablemente con la guerrilla. El gobierno israelí ya dispone de bombas especiales para realizar ese cometido, que le han sido entregadas por Estados Unidos, pero es probable que aun así el ejército judío tenga que pagar un alto precio para terminar de limpiar las ruinas una vez que decida penetrarlas.
Es probable que sea por esto que las tropas israelíes aún se mantienen en la periferia de la ciudad, mientras continúan bombardeándola y Washington presiona al gobierno egipcio para que abra un corredor en la frontera y acepte recibir a dos millones refugiados en su suelo. Pues ha trascendido que el Departamento de Estado ha propuesto al gobierno egipcio cancelar la deuda externa de ese país (que suma 135.000 millones de dólares) a cambio de que reciba en su territorio a dos millones y medio de gazatíes confiriéndoles la nacionalidad egipcia… No dejaría de ser un genocidio, pero un genocidio con anestesia, consumado a golpe de millones de billetes en vez de millones de proyectiles.
¿Qué es lo que nos hace desconfiar de semejante salida? En primer lugar el impacto que tendría ese enorme y súbito desplazamiento en la sociedad egipcia y luego la más que dudosa simpatía que una operación semejante causaría en Jordania y el Líbano, que ya vivieron experiencias dolorosísimas como consecuencias del aflujo de masas de refugiados y que no dejarían de sentirse como posibles receptáculos de la población cisjordana si los planes de “ethnic cleansing” de Netanyahu y compañía se cumplen…
No parece que el horizonte de la cuestión palestino-israelí vaya a despejarse en mucho tiempo, si es que se despeja alguna vez. En realidad, en las actuales condiciones de mundo, cualquier arreglo parece imposible. Pues Israel –o al menos el sector más determinante de su dirigencia- ha aceptado, desde sus orígenes, ser una suerte de puesto avanzado del sistema capitalista occidental, sólo que arraigando en convicciones milenarias de las que extrae un sentido de propiedad que veda cualquier posibilidad de componenda con los que eran de verdad los propietarios del suelo que los migrantes fueron a ocupar por las buenas o las malas. Esta ecuación es férrea, no se puede romper con la razón, pues está basada en emociones demasiado fuertes. Las vueltas de la historia pueden inducir a una comprensión más amplia de las cosas, con el transcurrir del tiempo, pero, ¡a qué precio!
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[i] Entre los cuales podían entrar el interés británico en motivar a la comunidad judía norteamericana para incentivar el apoyo financiero a la causa aliada, y el interés perenne de la diplomacia de Su Majestad en incentivar los factores de discordia entre los pueblos sobre los que pretendía ejercer su predominio, acorde al precepto romano del “divide et impera”. Las promesas formuladas al rey Feisal por Lawrence de Arabia en el sentido de dar lugar a una “nación árabe” fueron reemplazadas por una división en “naciones” nominalmente independientes pero de hecho dependientes de los británicos y los franceses (por el famoso tratado Sykes-Picot). Jordania, Siria, Líbano, Arabia, Irak y, en paralelo, un país no árabe, Persia, pasaron a formar parte de un mosaico de países incapaces de elaborar una política común. Los judíos podían funcionar como un factor extra en esa articulación, a modo de una espina clavada en el costado de los árabes, con el riesgo eso sí de aglutinar a estos en su contra y configurar así su unidad desde afuera.
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(Fuentes: Red Voltaire, New York Times, Wikipedia, Eurasia)