El paquete de medidas anunciado por la presidenta Cristina Fernández para paliar la crisis económica que se desploma desde afuera, no es objetable en sí mismo. Pero sí tal vez quepa estimarlo como insuficiente frente a la magnitud del problema, y a la necesidad –preexistente, pero que la ocasión actual hace clamorosa- en el sentido de avanzar hacia políticas que impliquen una mayor, mejor dirigida y más resuelta intervención del Estado tanto en las áreas que hacen a la economía como a la política social y al ámbito de los medios de comunicación. A la vez que cabe reclamar del gobierno un trabajo más concreto dirigido a fortalecer las relaciones con aquellos países de América latina que son conscientes de la necesidad de la integración regional.
El plan anticrisis del gobierno Kirchner tiene costados objetables, no tanto por el carácter inmoral que hipócritamente se aduce tendría el blanqueo de capitales para hacer que estos retornen del exterior, sino porque no está en absoluto claro que esos capitales vayan a retornar, mientras se da una señal negativa en el sentido de que ulteriores medidas permisivas de este tipo pueden esperarse, continuando con el círculo vicioso de la inacabable corrupción fiscal que nos aflige.
Los arreglos que se intentan con los sectores empresarios para acotar o impedir los despidos de trabajadores no toman en cuenta, por otra parte, que la crisis recién está desembarcando y que, tal como viene, quizá quepa pensar su duración en términos de años más que de meses. Una emergencia económica aprobada por el Congreso o eventualmente dictada por un decreto de necesidad y urgencia, que prohíba los despidos, tanto del personal de planta como de los contratados; un bloqueo de capitales que impida su fuga al exterior; una ley de entidades financieras que grave de una vez por todas a la especulación desaforada; una intervención en la banca para direccionar el crédito en sentido constructivo, son expedientes posibles, algunos de los cuales ya fueron tomados por los gobiernos conservadores de la década del 30 para hacer frente a la Depresión, y otros fueron adoptados por el primer peronismo. A esto se le debería sumar una reforma fiscal de carácter progresivo, que grave de manera más justa y proporcional a los ingresos. Un muy importante primer paso para recuperar liquidez y ponerse en condiciones de orientar el crédito se ha dado con la estatización de las AFJP; pero a ese paso deberían seguir muchos más.
Hoy un programa de estas carácterísticas suena a estrafalario o imposible, lo que es indicio de lo mucho que ha retrocedido la conciencia social en nuestro país. Por otra parte hay que contar que toda la parafernalia mediática saldría a la palestra, escandalizada e histérica, si este tipo de medidas se adoptasen. Lo cual nos remite a otra materia pendiente, la famosa reforma de la ley de radiodifusión, con la que el gobierno amenazó en los días del conflicto con el “campo”, cuando la colectividad mediática (o mejor dicho los monopolios que la manejan) estaba desatada. Desde entonces este asunto, de capital importancia para la formación de una conciencia crítica en la población y como expediente para frenar la “jibarización” intelectual de la sociedad, ingresó a un cono de sombra.
Incentivar la obra pública, como propone el programa oficial, está muy bien. Emplea mucha mano de obra y puede atender a la resolución de problemas estructurales de larga data. Como por ejemplo satisfacer asuntos que hacen a la salud y el bienestar de la población. Viviendas, tratamiento de efluentes cloacales y otros rubros vinculados a la infraestructura de la vida cotidiana, son cosas muy importantes. La cuestión, sin embargo, es que a este plan de coyuntura se le agreguen criterios vinculados al crecimiento orgánico de la nación. Como son la construcción de autopistas, el rescate de los servicios ferroviarios y el direccionamiento de la inversión hacia industrias de punta.
Parece que el gobierno finalmente va tomando conciencia, con lentitud, de las urgencias de la hora y de la misión que el destino, la coyuntura, la historia o lo que sea ha puesto a sus pies y que reclama ser recogida y puesta en práctica. Sus vacilaciones y sus errores, a veces corregidos -¿a quién se le puedo ocurrir querer pagar la deuda al club de París y sobre todo a los fondos buitres cuando la tempestad financiera ya era evidente?- son fruto de un extravío que viene del aplastante imperio que ejercieron las doctrinas neoliberales durante las décadas recientes. Esto ha trabado la proyección ideológica que cabría asumir ante las circunstancias. Aun los intentos más tímidos de reforma social son elaborados por la dirigencia casi pidiendo disculpas por lo que hace, y son acogidos por el público con desconfianza. Por lo tanto, aunque las condiciones objetivas para un cambio en gran escala estén dadas y, aun más, hagan de este cambio una condición imperiosa para la supervivencia, las condiciones subjetivas se encuentran varios pasos más acá de la conciencia que sería necesaria para asumir las tareas de fondo. Nos vemos condenados, entonces, a seguir el paso cansino de sectores dirigentes que sólo con lentitud y entre muchas vacilaciones se animan a ensayar una modificación del estado de cosas.
Ahora bien, el rol que le cabe al pensamiento nacional y popular en esta encrucijada es el de ayudar a construir esa nueva conciencia y no equivocar el bando al cual pueden prestar su apoyo. Pues si las actuales autoridades adolecen de muchas fallas, quienes las enfrentan son los responsables directos de los desastres que el país ha venido soportando por varias décadas. Ayudar a las primeras a profundizar su discurso e incitarlas a tomar las medidas que son necesarias para romper el estancamiento, es el objetivo que debemos fijarnos.
A esto se añade la necesidad de buscar estrategias que apunten a la consolidación de los lazos con la región. Aquí la situación es más complicada y escapa al control de nuestras autoridades, pues si bien hay gobiernos latinoamericanos que tienen una conciencia aguda de tal situación, hay otros que no la tienen tanto o están más próximos a los sectores conservadores que lo último que desean es una confrontación con el imperialismo. Del que son clientes o bien al que prefieren referirse antes que arriesgar cualquier cambio.
Hay cosas inconcebibles que son el resultado de esta mezquindad de criterios. Que después de varios años el Senado brasileño siga bloqueando el ingreso de Venezuela al Mercosur, mientras el gobierno de Lula mantiene ante el problema una actitud despreocupada, lo que puede significar consintiente, da la medida de las dificultades que se plantean en este terreno. Cualquiera sea la opinión que nos merezca el estilo ditirámbico del presidente de Venezuela, los proyectos geopolíticos de Hugo Chávez son de primera importancia para Suramérica. Es inaceptable que proyectos como el Banco del Sur, del gasoducto del Sur, de Petrosur y de Telesur estén estancados, aunque se avance en acuerdos parciales muy importantes en materia de intercambio.
Es todo parte de un mismo problema: el de una conciencia nacional en su hacerse. La crisis mundial nos vuelve a poner, como ocurriera en ocasión de la Depresión y la segunda guerra mundial, ante la necesidad de valernos por nosotros mismos. Quizá en esta ocasión podamos profundizar esa experiencia y hacerla invulnerable.