Al principio esta nota se iba a llamar “El festival de la puñalada trapera”. Dedicada a reseñar el tema del debate en torno a la conformación de las precandidaturas a las PASO en Unión por la Patria, no podía evitar cierto sarcasmo al evaluar los pasos, marchas y contramarchas de los involucrados en el asunto. Después pensé que quizá al tema le venía mejor una paráfrasis de Bill Clinton y enunciar: “¡Es la política, estúpido!” Pero, finalmente y después de meditar un poco, me sobrecogió cierta modestia y me pareció que un título como el que encabeza este artículo era mejor, pues condensa los límites de la realidad que nos circunda.
Se terminó la etapa previa a las PASO, dedicada a diseñar el mapa de las precandidaturas. Las dos formaciones llamadas a dirimir la confrontación principal en las presidenciales dieron a luz sus fórmulas para las primarias en un parto difícil, pero sin duda el de Unión por la Patria fue el más revuelto, trajinado y trabajoso de todos. Terminó imponiéndose una fórmula única, aunque en esta ocasión no bajada desde arriba por el dedo de la jefa, sino más bien contra su voluntad, que aparentemente privilegiaba al binomio Wado de Pedro-Juan Manzur, aunque los laberínticos tramados de Cristina nunca dejen saber dónde está exactamente parada. De hecho, es imposible saber si cedió a una extorsión de Sergio Massa, que puede haberla amenazado con renunciar al ministerio de Economía y dejar al país en banda en medio de la negociación con el FMI, o si, por el contrario, lo de Wado fue un farol que le permitirá a Cristina salvar en el futuro su responsabilidad respecto a los difíciles pasos que, en el caso de ser gobierno, el frente Unión por la Patria habrá de soportar al pasar por las horcas caudinas del servicio de la deuda, las presiones para canjearlas por la cesión de soberanía en torno al litio y la limitación de la economía del país a ese encuadre extractivo y rigurosamente subordinado al mercado controlado por Wall Street, que suele acompañar al sometimiento al ente financiero internacional.
Los dos hombres que integran la fórmula son tipos de cualidades políticas probadas. Sergio Massa es un dirigente con una voluntad de poder mucho más ostensible que la de Alberto Fernández, pero con el déficit de haber sido siempre conocido como “el hombre de la embajada” en razón de sus fluidos contactos con Estados Unidos. Esto representa un descrédito frente a la base social que ha de sostenerlo, pero si su reconocido pragmatismo lo induce una comprensión del proceso de recomposición de las relaciones globales que se está verificando, esa familiaridad puede facilitar el reacomodamiento del país con las modificaciones mundiales que están en tren de producirse. En cuanto a Agustín Rossi es un hombre del interior (o, si se quiere ser más preciso, del Litoral), un político de vasta experiencia y de un kirchnerismo no sometido a la obediencia “perinde ac cadáver”.
Así las cosas, el panorama que se abre al elector que se siente comprometido con el movimiento nacional que encarnó en los últimos 70 años de manera más prolongada la resistencia al imperialismo, se presenta aceptable pero poco estimulante. La carrera por las precandidaturas estuvo presidida por una mala fe y unas trapisondas poco edificantes. Desde luego, se trata de política y se sabe que este es un dominio elástico donde casi todo vale. Pero algunas manipulaciones fueron un poco abusivas. A Daniel Scioli el Alberto lo dejó colgado con gran desaire, y habría que ver qué se oculta detrás del espíritu deportivo con que Wado y Manzur aceptaron su postergación. En fin, son gajes del oficio, y los protagonistas de la trama lo demostraron con la ronda de abrazos y sonrisas que siguió a la proclamación de la fórmula de consenso.
Más serio resulta el tema de los programas que los precandidatos y luego candidatos, someterán a sus electores. Desde luego, los programas son palabras y a las palabras se las suele llevar el viento; pero, quieras que no, establecen un compromiso que no siempre es posible echar en saco roto. O bien, en caso de incumplimiento, sirven para enrostrarle, al dirigente que reniega de su palabra, su traición antes de que el tiempo y el silencio mediático la borren… Es esto, pero sobre todo el hecho de que la fórmula que emergerá de la compulsa de las PASO en Unión por la Patria se asentará sobre un tramado social e histórico más resistente que la de sus adversarios, lo que determinará a muchos a aportarle apoyo. Aunque quién sabe. La cuestión, sin embargo, no parece dejar opciones. Históricamente el peronismo ha enarbolado la bandera de la soberanía y –salvo en la catastrófica inversión de rumbo encabezada por Carlos Menem- con cierta consecuencia. En el resto del espectro político las cosas siempre han sido más difusas o han estado informadas, en el núcleo duro del sistema oligárquico, por una negativa tajante a buscar una orientación dirigida a superar el modelo extractivista, enganchado como furgón de cola al capitalismo anglosajón e impermeable a cualquier orientación integradora regional.
El escenario ruso
En el momento en que las operaciones de la OTAN en Ucrania estaban dando manifestaciones ostensibles de desinfle, el amotinamiento de una gran unidad de mercenarios al servicio del Kremlin vino a brindar alivio y una aparente justificación a los estrategas de Washington y Bruselas. ¿Será posible, después de todo, que la táctica de presionar a Rusia enredándola en un conflicto en Ucrania pueda terminar repercutiendo en la desintegración del gobierno y hasta del estado ruso? No lo creemos factible, pero la sublevación del grupo Wagner, que comanda un tal Evgueni Prigozhin, da la pauta de que hay cosas que no están bien en Moscú. ¿Cómo es posible que una formación de ese tipo esté encabezada por un empresario con antecedentes penales y para colmo vinculado al presidente Vladimir Putin, se insubordine? ¿Y cómo es posible que después de las amenazas y quejas que ese personaje formulara un mes atrás se lo haya dejado en plena disposición de sus medios? Hay cosas con las que no se puede bromear; uno suponía que los servicios de seguridad rusos se contaban entre los más eficientes e implacables del mundo, y ahora aparecen dando una imagen de torpeza e imprevisión característica más bien de una película cómica.
La utilización de tropas mercenarias –que combaten por una paga antes que por una convicción o un espíritu profesional fundado en el respeto a una patria- es una tendencia bien arraigada en el presente. Sin remontarnos al Renacimiento y al apogeo de los condotieros y los lansquenetes, desde hace décadas que la política de libre mercado, el aflojamiento de los lazos tradicionales entre el estado y la población y la conveniencia de librar guerras limitadas con la participación de efectivos contratados, seleccionados entre profesionales y soldados de fortuna, se ha convertido en una costumbre. Blackwater (hoy Academi) fue el primer experimento en gran escala, lanzado por el Pentágono. Fue precedido por supuesto por los casos del empleo de ese recurso por los belgas en el Congo y por Inglaterra y Francia en muchos otros países africanos. Pero el caso de la milicia Wagner se ha distinguido de estos por su magnitud, su equipamiento y por la publicidad que el gobierno ruso había dado a su desempeño. Fueron usadas, aparentemente, con excesiva prodigalidad por el comando, lo que les habría significado un número excesivo de bajas. Esto, y unas rencillas personales furibundas entre Prigozhin, el ministro de defensa Serguei Shaigu y el general en jefe, tensaron las relaciones, hasta desembocar en expresiones despectivas de Prigozhin contra los mandos, lo que precipitó la decisión de estos de incorporar a las organizaciones militares privadas al ministerio de defensa a más tardar el 1 de julio, recibiendo a cambio estatus legal y apoyo logístico por parte del estado. En ese momento Prigozhin estalló.
Qué clase de connivencia pudo haber habido entre él y personeros del universo político y militar que podrían estar interesados en desestabilizar a Putin es imposible saberlo desde aquí, si es que existió; pero el caso fue que el ex presidiario y empresario gastronómico dejó sus campamentos base, ocupó la ciudad de Rostov y dícese que lanzó una punta acorazada hacia Moscú. El conato se disolvió al cabo de un día, las tropas que habían salido de sus bases –unos 4000 efectivos- volvieron a sus campamentos sin que se disparase un tiro y Prigozhin se refugió en Bielorrusia, donde el aliado de Putin, el presidente Anatoli Lukashenko, intervino activamente para mediar en el problema.
Si Putin sale reforzado o debilitado de esta prueba, se verá en los próximos días o semanas. Mientras tanto la “contraofensiva” ucraniana se disipa al coste de muchos miles de bajas. Los dirigentes de la OTAN, siempre listos a luchar hasta el último ucraniano, siguen suministrando a Kiev cantidades ingentes de armamento, como los tanques Abrams y Leopard, que “arden muy bien”, según el irónico comentario de Putin. El motín de Wagner está sirviendo para disimular hasta cierto punto este fiasco, pero es de suponer que no dará para mucho más.