De alguna manera todas las novelas son históricas, incluso las que se niegan a serlo, pues portan consigo la carga de las ideas y la percepción de las cosas que habitan a una época. Es imposible desentenderse de la lectura de los clásicos, pero también de la literatura contemporánea, incluida la novela negra (sobre todo de esta última, a decir verdad), sin tener en cuenta la época en que fueron escritas. De hecho, en muchas ocasiones la concreción existencial que hay en los personajes que circulan en el relato mueve al lector a interesarse en los tiempos en los que esas criaturas de ficción están inmersas. No se puede leer a Stendhal, a Hugo, a Dumas, a Melville, a Thomas Mann, a Flaubert, a Tolstoi, a Dostoievsky, a Virginia Woolf incluso; a Zola o a Raymond Chandler sin tener en cuenta a su época. Y ni hablemos de Balzac. La cuestión, sin embargo, pasa sobre todo en el enfoque que un autor elige para interpelar a su época y a sí mismo: propone a sus personajes como un reflejo de la realidad o deja que esta última los traspase. En lo que hace a Pierre Lemaitre, se trata del segundo caso.
Descubrí a Lemaitre hace poco tiempo. Siempre me gustaron las sagas, las historias familiares que involucran a muchos personajes y generaciones. Si están logradas, claro está. Denotan una capacidad de medirse con el tiempo que discurre con su carga de variantes y transformaciones que nada tiene que ver con las narrativas obsesivamente centradas en el yo y en el minimalismo del detalle (como las del noruego Karl Ove Knausgaard) que suelen caracterizar a parte de la producción literaria moderna.
Se trata, en el caso del gusto por las sagas, de una preferencia un poco antigua, pero de la cual no reniego: la gran novela burguesa que nació en el siglo XIX y predominó en el siguiente, por lo menos en lo referido a sus representantes más egregios –Thomas y Heinrich Mann, Marcel Proust, Roger Martin du Gard, el mismo James Joyce, que ilustró su crisis; Hemingway, Malraux o Dos Passos- era muscular y atrevida, osaba plantear problemas a los que no solía suministrar una respuesta, pero que a los que ponía al desnudo. Proust llegó a elaborar una, pero tan exquisita y sutil que estaba fuera del alcance del común de los mortales. El sabor de una magdalena o el roce del zapato contra el reborde de una acera en un momento inesperado, pueden remover torrentes de memoria y devolvernos el sabor y el perfume de tiempos idos, estableciendo un espacio de sensibilidad siempre renovada y donde se puede vivir o más bien revivir la felicidad, pero difícilmente se disponga del tiempo y del ocio necesarios para practicar esa caza sutil y sostenerse sobre la frágil superficie que ella procura. Hacer del recuerdo y de su percepción “la materia con que se tejen los sueños” (Shakespeare) y construir con él un tejido de impresiones que desafíe el desgaste del tiempo, es una proposición muy bella, pero que no está al alcance de todos.
Lemaitre –que se inició como autor de novelas policiales- llegó a la gran literatura de la mano del Premio Goncourt, con una novela que se constituiría en el inicio de una trilogía titulada “Los hijos del desastre”, que ahora ha comenzado a ser seguida por otra, “Los años gloriosos”, conectada a la anterior por vinculaciones más o menos ocultas. El arco de tiempo que cubre la primera serie es el período de entreguerras en Francia, y el segundo la gestación de los “30 gloriosos” como llamó Eric Hobsbawm a la época que va de los cincuenta a los ochenta.
El propósito de la obra recuerda a los Rougon Macqart de Zola y a La Comedia Humana de Balzac más que a Los Thibault, de Martin du Gard, pues en la sucesión de los volúmenes la acción no se ciñe al destino de una familia sino a una serie de personajes vagamente conectados, que viven sus experiencias sabiendo poco o nada uno de otro. Hasta el punto de que los libros pueden ser leídos de manera independiente, aunque cuando el lector en algún momento descubre los nexos sin duda la trama se enriquece y se hace más placentera.
Entretener es, en efecto, uno de los propósitos que informan a Lemaitre y que parece haberle valido el rechazo de cierta crítica “seria” que identifica la profundidad con el aburrimiento. No es así, desde luego, aunque el tipo de goce intelectual que pueden proponer un Thomas Mann o un Tolstoi o un Stendhal difiere de registro. Para Lemaitre, según confiesa en un reportaje, el texto ideal sería la trama de una novela de Alejandro Dumas escrita por León Tolstoi. Creo que exagera, y mucho, a menos que quiera decir que se trataría de una trama de Dumas informada por la potencia expresiva y el compromiso moral y filosófico de Tolstoi; pero, en fin, da una idea de lo que se propone.
El propósito de la obra es pintar una serie de personajes provistos de rasgos propios en su recorrido por un mundo cruzado por los vientos de la historia, aunque los personajes mismos no se aperciban mucho de ello y soporten lo que las circunstancias les imponen un poco como se experimentan la lluvia o el mal tiempo. A través de ellos, sin embargo, desfilan los datos que nos ponen en conexión con la implacabilidad de los tiempos modernos, con el poder cínico del dinero, las trampas, los chanchullos de todo género que minan el terreno que pisamos; con las guerras y la revolución en las costumbres. En el caso de las novelas de Lemaitre ese suelo es Francia y su descuajeringado imperio en el siglo XX, buen escenario para recoger las muestras de esta descomposición y también del vigor con que los nuevos fenómenos brotan. Pues Francia, que a principios del siglo XX era una potencia con aspiraciones a recuperar su rol de nación de primerísimo rango, habría de experimentar una decadencia que arrancó con la falsa victoria de la Gran Guerra de 1914 a 1918, que la devastó y la desangró hasta el punto de que cuando llegó la segunda vuelta de esa gigantesca partida por el equilibrio mundial, en 1940, la realidad se la llevó por delante. El autor busca una posición periférica para retratar los grandes acontecimientos que dominan la obra. Sólo nos quedan retazos de las batallas finales de la Gran Guerra, de la segunda se nos ofrece tan sólo la debacle de 1940 vivida por personajes que son “hojas en la tormenta”; la ocupación y la resistencia son pasados por alto y las guerras coloniales, hasta aquí, son vividas por observadores que se sitúan un poco al margen de la melée; pero nada de esto obsta para que las criaturas de este magistral relato no sean afectadas por las ondas expansivas de la explosión. Las reverberaciones de esta las afectan, y ayudan a tomarles su radiografía.
Como decíamos antes, en Lemaitre no hay un propósito de describir puntualmente esos hechos históricos, sino que propone a sus personajes como figuras traídas y llevadas por la vida. Pero estas son atravesadas por las líneas generales del acontecer social, aunque los individuos en sí mismos, poseídos por sus propias preocupaciones, no sean o a veces sólo sean a medias conscientes de las tempestades que los transportan.
El estilo
El método narrativo de esta empresa es una traslación contemporánea del folletín, realizada con una agilidad y una maestría brillantes. Cualidades absolutamente necesarias para llevar a buen puerto un proyecto que, en palabras del autor, se basa en el propósito de contar el siglo XX. La conexión que establece Lemaitre entre la narrativa de nuestra época y el folletín decimonónico la funda en la manifiesta similitud que existe entre la metodología de la narración por entregas (el folletín, con que los periódicos del siglo XIX capturaban y mantenían la atención de los lectores) y las series y telenovelas que nos prodiga hoy la televisión, cuyo gancho es justamente reproponer capítulo a capítulo las peripecias a través de las cuales va evolucionando la vida de esos seres que se nos han hecho familiares y, eventualmente, queribles. Si bien seguramente escritores de la talla de Tolstoi, Balzac o Dostoievsky no debían tener como propósito central henchir sus bolsillos con la publicación por entregas (aunque los apuros en que vivía Balzac en algún momento pueden haberlo inducido a ello), el método era similar. Pero lo esencial era que esa efusión narrativa y esa ambición abarcadora eran el signo de una voluntad que se nutría de los jugos de la época, el siglo XIX. Querer contar su tiempo en su magnitud, aunque fuera de manera incompleta, era el síntoma de que los propulsaba una emoción positiva. Así fuesen románticos o realistas, pesimistas, optimistas o cínicos, se sentían capaces de medirse con la realidad.
Esto es lo que falta en la generalidad de la literatura posmoderna (no sé de qué otra manera denominarla) y hace que nos resulte (excepciones aparte, como mucho de la literatura latinoamericana), artificiosa, en exceso intelectual, propensa a las experimentaciones de estilo y, en una época no muy alejada en el tiempo, a la ruptura del discurso en aras de un monólogo interior cuyos recovecos son arduos y con frecuencia áridos de seguir y que no siempre culminan de una manera artísticamente satisfactoria. ¡No cualquiera puede ser James Joyce, caramba!
En Lemaitre encontramos, después de mucho tiempo, esa voluntad abarcadora que parece surgir del placer de constatar que la vida sigue, a pesar de toda la negrura con que los tiempos nos abruman, y que posee, en sí misma, una potencia afirmativa que impulsa a desafiar la tormenta aunque ese empecinamiento se sepa condenado. En este sentido Lemaitre es, sin proponérselo, la antípoda de otro gran escritor francés contemporáneo, Michel Houellebecq, cuya visión del universo moderno y de la condición humana es de un pesimismo arrasador. La coherencia del pesimismo de Houellebecq, sin embargo, es precisamente lo que lo rescata de la depresión que proponen otros autores, más preocupados por cómo se sitúan en el mercado de la corrección política que por cómo se ubican frente a sí mismos.
De más está decir que de los dos, me quedo con Lemaitre, pero esto responde a un gusto o a una elección personal que no solamente tiene que ver con la calidad del autor. Me atrae poderosamente la voluntad de Lemaitre de extender su saga, que comienza con el final de la guerra del 14, hasta la caída del Muro de Berlín. No sé si llegará Lemaitre -72 años- a completarla, pues involucra a una decena de volúmenes. Más cierto estoy de que yo -87 años- no llegaré leerla completa, pero no deja de ser una satisfacción saber que alguien se está dedicando a ese magno relato y que lo hace de acuerdo a las normas estilísticas de una convención que nunca toca una sola nota, cuya partitura puede ser infinitamente renovada y cuyo propósito es entretener, sugestionar e informar honradamente al lector. Honradamente, es decir, con la provisión de datos de un trasfondo que responda a la realidad objetiva y no a los deseos, los caprichos o las exigencias del mercado. Los personajes deben contar las cosas de acuerdo a su verdad, en un mundo al que responderá con la generosidad, el egoísmo, la bondad, la maldad, la incertidumbre y la voluntad con que el azar y el autor del libro quieran beneficiarlo.
El éxito de la aventura literaria de Pierre Lemaitre indica que en las capas profundas de la cultura de occidente existe todavía un deseo de recuperar la capacidad de testimoniar, de hacerse cargo, de adueñarse de las riendas de un destino por demasiado tiempo enajenado a las potencias del dinero. Que este es un factor fundamental en el curso de los asuntos humanos nadie va a negarlo, pero el capitalismo, en especial en su fase neoliberal, ha abusado de sus prerrogativas y nos está conduciendo a la reedición agigantada de los desastres de los cuales la saga de Lemaitre viene a dar indirecto testimonio.
Tanto las novelas que componen “Los Hijos del Desastre” como las de “Los Años Gloriosos” cuentan con un pulular de personajes de rica factura. En algún lugar que no recuerdo, tal vez en su “Diccionario Apasionado de la Novela Negra”, Lemaitre señala que de los elementos que hacen a la arquitectura de una novela, el más importante, más significativo incluso que la habilidad en tejer los nudos de la trama, dosificar el suspenso o encontrar salidas ingeniosas, es la propiedad que tienen los personajes, su capacidad de convicción; su densidad humana, en una palabra. Este rasgo es dominante en todas las novelas que llevamos leídas del ciclo, que espero se prolongue hasta donde deba hacerlo. Lemaitre habrá fijado así, en el campo de la ficción literaria, un poste donde se podrán volver a atar las grandes líneas del realismo del siglo XIX con las necesidades de orientación racional que tan desesperadamente requiere el presente.
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Trilogía "Los hijos del desastre":
Nos vemos allá arriba - Los colores del incendio - El espejo de nuestras penas
Trilogía "Los años gloriosos":
El ancho mundo - Le silence et la colère (aún no traducida al castellano) - .......