Argentina viene girando desde hace décadas en un círculo vicioso del que parece incapaz de salir. No bien llega al poder un gobierno que eventualmente se arriesga a ensayar o, aunque más no sea, insinuar, un cambio que dirija a la sociedad hacia un ámbito más distributivo y más progresivo en lo referido al desarrollo de las enormes posibilidades que al país le consienten sus riquezas, que a la vuelta de poco tiempo ese programa es derrocado por la fuerza o –cosa menos frecuente- derrotado en las urnas. No es un fenómeno que nos afecte sólo a nosotros: el mismo tipo de experiencia aqueja a otras sociedades latinoamericanas.
Pero ciñámonos por el momento a nuestro país. Más allá de los golpes de estado, del lawfare, de la saturación de las fake news y de la niebla informativa que difunden los oligopolios de prensa, lo que cabe percibir es la carencia de un proyecto de nación. El único que lo concibió e intentó ponerlo vigorosamente en marcha desde el gobierno fue el general Perón. Desde su caída en 1955 hemos vivido retrocesos cortados por esfuerzos (tibios) de recuperarlo, mientras el país se adecuaba, a trancas y barrancas, a los vertiginosos cambios que la modernidad y la revolución tecnológica aporta consigo.
Falta un proyecto estratégico. O, más precisamente, falta la voluntad de asumirlo. No es que no existan o no hayan existido núcleos intelectuales o académicos que hayan percibido esta carencia y que incluso hayan intentado remediarla lanzando al ruedo un programa. El grupo Fénix, por ejemplo, o algunos estamentos de la izquierda nacional (ninguneados por otra parte por todo el espectro académico “progresista” que suele beber de sus fuentes pero sin citarlas nunca)[i] han intentado elaborar algún programa. No sabemos si en el Estado Mayor de las FF.AA. hay algo que cumpla con sus requisitos. Pero en el ámbito de la política partidaria, de la política cotidiana, ese tema brilla por su ausencia o es asumido al pasar, sin concederle mucha importancia y como parte de una faramalla retórica más que como un asunto central para nuestra supervivencia como nación.
Más allá de la lucha política que es indispensable para mantener la cabeza afuera del agua y vedar el regreso de la banda del PRO a la Casa Rosada, es absolutamente necesario tener en claro que hay que librar una batalla cultural incesante por la introyección de un programa nacional-revolucionario en el seno del pueblo y en de sus clases cultas, es decir, de los universitarios, profesionales y gente situada en posiciones desde donde se pueden esclarecer las pautas fundamentales que deben sustentar a tal proyecto. Esa batalla va mucho más allá del resultado positivo o adverso que tenga cualquier elección.
Hay que apoyar un programa de desarrollo integral del país que atienda a la explotación plena de sus recursos; en este momento con particular énfasis en el litio y la energía, sumándole el valor agregado de su procesamiento en el país. A esto se debe sumar el completamiento de las infraestructuras ferroviarias y camineras que son indispensables para el tráfico; la represión del contrabando fluvial y de la evasión fiscal que se realiza por esa vía a vista y conciencia de todos los gobiernos; la siempre postergada reforma impositiva que grave con sentido progresivo a la renta, la implementación de una ley de comunicaciones que rompa el monopolio informativo y, por fin, una política industrializadora que, sin olvidar las ventajas comparativas que dan el campo y el comercio de commodities, proceda a potenciar a la nación en los rubros productivos, educativos, sanitarios, científicos y tecnológicos que más le sirvan. Y hay que encontrar la forma de sacarnos de encima la mochila de la deuda externa que nos dejó el gobierno saqueador de la gestión Macri, portaestandarte del neoliberalismo por estas tierras.
Para que algo de esto tenga principio de ejecución por supuesto hay que conocer el suelo que se pisa y con quién se puede contar. Si un proyecto de este género va a fructificar, hay que dejar de lado el confesionalismo ideológico y privilegiar la comprensión de las necesidades estratégicas en primer término. No es que se haya de coincidir en todo o responder a un modelo unívoco de pensamiento. Pueden y diríase que deben existir diferencias en materia de doctrina política, pero también debe haber parámetros inviolables, sobre los que se concuerde inexorablemente, cualquiera sea la convicción ideológica que se porte. En un concepto de nación que se respete no habrá lugar para la “burguesía compradora”, para los entreguistas del patrimonio nacional ni para los expertos en fuga de capitales, herederos de la tradición contrabandista que fundó a finales del siglo XVIII a la clase comercial porteña. Esto no quiere decir que los florones intelectuales que crecieron a la sombra del modelo oligárquico no conserven el lugar que merecen en relación a sus méritos intrínsecos como artistas, literatos o ideólogos. Sarmiento y Mitre, por ejemplo, no deben ser “purgados”, sino criticados y comprendidos en su contexto y en su contradictorio aporte. En definitiva nos influyeron mucho, malformaron a nuestro país y nuestra conciencia política deviene en parte del combate que libramos dentro de nosotros mismos por liberarnos del diktat de la historia oficial. Después de todo, para superar “la grieta” hay que empezar por reconocerla.
La coyuntura mundial
Urge asumir esta tarea porque el mundo está cambiando a pasos acelerados. Finalmente, se mueve. La frase de Gramsci –el mundo viejo no quiere morir y el mundo nuevo se resiste a nacer- conserva aún vigencia pues el molde antiguo está blindado y mantiene su poder de fuego. Pero la presión que ejerce sobre los pueblos para prolongar su supervivencia e impedir el crecimiento de modelos sociales alternativos que, al menos en el caso chino, aparentemente tienden a superarlo en eficacia, determinan que se haya ingresado a una etapa de conmociones de las cuales el conflicto en Ucrania es la primera manifestación. Las cosas ya no serán como eran. No se puede saber qué va a pasar, pero la caja de Pandora está abierta.
La multipolarización es un fenómeno revolucionario que está en vías de acabar con la hegemonía anglosajona en el mercado capitalista. Lo que sucederá no puede saberse, pero el progreso chino ha sobreexcitado la agresividad del primer socio y en realidad el dueño y señor de la coalición, Estados Unidos. Desde hace décadas la superpotencia viene guerreando, bombardeando, embargando, agrediendo y expandiendo su proyección tentacular sobre el globo, todo bajo el lema de la salvaguarda de la democracia. Ahora no ha cambiado el verso, pero el sentimiento de urgencia que le inspira el crecimiento chino lo mueve a jugadas de extremo riesgo. Como procurar por fin la destrucción de Rusia, desgastándola y promoviendo (suponen algunos) su desintegración interna como expediente para desposeer al principal enemigo, China, del socio estratégico que necesita para contrabalancear el poder militar norteamericano y para fungir de puente hacia Europa por las rutas de la seda.
Los movimientos de la gran política en este siglo XXI son tectónicos, mueven masas de seres humanos, dinero, mercancías, unidades militares, navales, aéreas y espaciales, y se suman a los desplazamientos de millones de seres empujados por la necesidad, la guerra y el hambre. Nosotros, argentinos, nos encontramos aún en la periferia de ese terremoto, lo cual no quiere decir no nos alcancen sus ondas expansivas. En la medida que formamos parte de una región provista de tendencias centrípetas informadas por un idioma, una historia y una religión comunes, tenemos parte del problema unitario resuelto. Desde luego estos países están sembrados de peculiaridades y no cabe soñar hoy con su fusión en un estado, pero sí en la creación de una, dos o tres asociaciones regionales que compartan lineamientos generales en materia de política exterior, intercambio y defensa, así como respecto a las modalidades de la contratación de la inversión externa.
El Gran Hermano norteño no se va a quedar quieto ante semejante evolución y puede descontarse que se le opondrá de manera rotunda. Las advertencias de Washington y del Comando Sur que circulan por estos días en el sentido de que los países del hemisferio no deben dar lugar a las injerencias chinas (o rusas, o las que fueren), lo demuestran por anticipado. Pero Estados Unidos no puede librar cien batallas a la vez –en especial si se encuentra enredado en una disputa que desparrama sus escenarios alrededor del mundo. Las resistencias soberanistas a esa presión, si atienden a consolidar un frente interno que excluya, purgue o expulse a los exponentes de la “burguesía compradora”, pueden compactar un bloque capaz de absorber el choque. Pues si se neutraliza a la clase cipaya –es decir, a los entenados del sistema, que concentran riqueza, pero que no suman sino una fracción ínfima de la población, la capacidad del imperialismo para socavar desde adentro a estas sociedades se encontrará anulada. Y de no existir provocaciones de nuestra parte, es difícil que el malhumor que provoque el desprendimiento del “patio trasero” vaya a traducirse en una actitud estadounidense que no sea otra que la de un gradual retorno a la razón. Aunque cabrá preguntarse si se tratará de un retorno o más bien de un descubrimiento de esta.
El período de cambios que se está abriendo requiere, si no la abolición del capitalismo y del mercado, sí una gestión racional de estos. ¿Se podrá llamar socialismo a lo que resulte de la serie de procesos generados por ese trabajo? Al menos el modelo propuesto for export por China se aleja del instaurado por occidente en el proceso expansivo que arrancó a finales del siglo XV y llega hasta el presente. Sea por la experiencia de la revolución maoísta, sea por la herencia cultural de confucianismo, sea, como es lo más probable, por una combinación de ambos factores, la fórmula que hasta ahora ha exportado con éxito busca el mutuo beneficio: las inversiones de capital que efectúa China están garantizadas por el retorno que pueden deducir de los emprendimientos que realiza, una vez puestos estos en marcha; pero sin comprometer la soberanía del país favorecido por el préstamo. Es decir, sin exigir contrapartidas como la privatización de servicios, que de inmediato caen en la órbita del capital extranjero, ni ventajas impositivas que succionan buena parte de las ganancias que deberían recaer en el país cliente, ni interferir en los negocios y en la política de este a través de la compra de influencias. La gravitación física de China o de Rusia, por otra parte, para Latinoamérica al menos, está atemperada por la distancia.
En este contexto, los países latinoamericanos tienen buenas chances de poder elaborar un programa de colaboración y acercamiento durante la primera mitad de este siglo. Quién viva, verá.
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[i] No puedo dejar de referirme a la bronca que sentí cuando escuché a Atilio Borón –un intelectual antimperialista de sólida percepción de la realidad mundial, por otra parte- cuando se disculpó, en un reciente reportaje que le hicieron en Telesur, por haber desdeñado la oportunidad de verse con el comandante Chávez cuando este realizó su primera visita a la Argentina después del golpe contra Carlos Andrés Pérez, que lo arrojara a la cárcel. Pensó entonces Borón, en sus propias palabras, que no valía la pena entrevistar a ese “militarote” que venía políticamente muy mal acompañado y a quien “todos” los sectores de izquierda argentinos detestaban. Borón olvida, o no supo (cosa que dudo) que el sector de la izquierda nacional encabezado por Jorge Enea Spilimbergo lo recibió en su local partidario y le demostró su apoyo y simpatía. Esa incapacidad para percibir la contradicción dialéctica que se establece entre la función objetiva de las fuerzas armadas en un país semicolonial (que es defender a la patria contra el enemigo externo) y la función subjetiva que el sistema oligárquico y el imperialismo intentan insuflarle pues necesitan tenerlas a su servicio, es o ha sido la falla fundamental de la izquierda progre, ya sea de la proveniente de la socialdemocracia o del post-estalinismo moscovita.