De un tiempo a esta parte ha comenzado a circular una pregunta en los medios que se dedican a la polemología (es decir, al estudio de los conflictos bélicos): ¿qué tienen de nuevo las nuevas guerras? La respuesta es que en ellas se manifiesta una gran asimetría entre los contendientes y una privatización de la violencia. De alguna manera, esta es la perspectiva que subyace al concepto de las “guerras de cuarta generación”, que seguirían a la etapa de los conflictos calificados por la maniobra y un exiguo poder de fuego; a las batallas de material en la guerra industrial, después, y más tarde a las significadas por la movilidad de la guerra relámpago. Las guerras napoleónicas, la guerra 1914-1918 y la segunda guerra mundial suministraron ejemplos de estas variantes del oficio de las armas.
Ahora, en cambio, el conflicto se plantearía entre los estados estructurados y las fuerzas de disolución que son extrañas a estos, que se oponen a cualquier concepción moderna de la organización social y que están dispuestas a actuar en orden disperso, sin comunicación entre sí y movidas por fundamentalismos ayunos de todo otro propósito que no fuere el de destruir las expresiones de una cultura odiada y/o de dar salida a conflictos étnicos y confesionales que se conjugan con la desesperación generada por la miseria en los rincones más apartados del planeta.
Esta visión se corresponde curiosamente con la justificación moral que Occidente se brindaba a sí mismo en los albores del imperialismo capitalista, pero –y esto es lo más importante- encaja también con las tesis de guerra infinita y del choque de las culturas, los dos caballitos de batalla que el capitalismo anglosajón ha fraguado para mantener una formidable panoplia militar y para justificar su presencia en los lugares de mayor significación geoestratégica del globo, o en aquellos donde se acumula la mayor cantidad de reservas de energía no renovable. Claro que esta clase de autojustificación, que vuelve a manejar, de manera ostensible o disimulada, la clásica contraposición entre la civilización y la barbarie, es hoy en día mucho más difícil de sostener que en los buenos tiempos del saqueo colonial. En especial después de episodios como la revolución rusa y las revoluciones coloniales, que otorgaron una nueva dimensión a la condición de los oprimidos. (1)
Por estos días, sin embargo, hubo algunos episodios que refuerzan el difuso retorno a la concepción imperialista clásica y a la presunta amenaza que la barbarie plantea para un sistema internacional respetable. De un lado tenemos el resurgimiento de un tipo de delito marítimo que se creía extinguido desde fines del siglo XVII, la piratería, y del otro una espectacular y mortífera incursión terrorista en Mumbai (ex Bombay) en la India, que dejó centenares de víctimas y que tuvo por objetivo diversos centros de esa ciudad comercial, expresiva del dominio británico en los tiempos del Raj. Los puntos que estuvieron en la mira fueron los lugares más concurridos, los hoteles más lujosos y un centro religioso judío. La impronta antioccidental de la movida, la posibilidad que agitan los medios en el sentido de que en ella estén involucrados los servicios secretos pakistaníes, el tema de la reivindicación de Cachemira y el probable agravamiento de las tensiones entre India y Pakistán, dos potencias asiáticas provistas de armamento nuclear, dibujan un panorama inquietante.
Por otra parte, la piratería marítima, que desde hace décadas azota las aguas del Océano Índico, ha experimentado un crecimiento espectacular a partir de los ataques de los piratas somalíes en el Golfo de Adén y de la resonancia que la prensa occidental otorgó a este tipo de episodios. Es un poco dudoso que actividad delictiva no pueda ser controlada, por mucho que Somalia esté reducida a un puzzle de agrupaciones tribales y clanes de señores de la guerra, que hace que proliferen en ella los grupos entregados a llenar sus necesidades y a saciar sus apetitos por cualquier medio. El Golfo de Adén y el Mar Rojo, así como el Golfo Pérsico, están surcados por la armada más importante del mundo, la de Estados Unidos, y hay fuerzas de sobra en el área como para suprimir la amenaza. La India envió una fragata que suprimió una cueva de piratas en la costa de Somalía, con bastante pérdida de vidas, y este fue uno de los motivos que se adujeron, en un primer momento, para dar una explicación presuntiva del asalto a Mumbai. Es obvio, sin embargo, que los piratas somalíes no pueden originar semejante despliegue a miles de kilómetros de sus reductos. Es también evidente que el nivel de preparación militar, armamento y conocimiento del terreno que ostentaron los comandos que tomaron por asalto algunos puntos clave de la ciudad india, implican un entrenamiento y una motivación muy superiores a los que podrían aspirar los ladrones de barcos.
Los datos sobre bajas entre los atacantes, así como su número, son aun imprecisos y se tiene la sensación de que muchos de ellos pueden haber huido. Las autoridades indias dicen haber hecho un solo prisionero, y otros nueve terroristas habrían sido abatidos por las fuerzas de seguridad. La lista de bajas civiles, en cambio, se aproxima a los dos centenares, más 300 heridos. Todos los informes hablan de decenas de incursionistas provenientes del mar, (2), y no solo provistos de armamento moderno sino dotados también de un exacto conocimiento de terreno y de unas habilidades tácticas que igualaban a las de las fuerzas especiales indias encargadas de reducirlos.
Pero, ¿quiénes pueden haber estado detrás de este episodio, que ya es descrito por la prensa como el 11/S indio?
El plano inclinado
Ingresamos aquí al terreno de las conjeturas, resbaladizo si los hay, pero inevitable en conflictos como los de hoy, que se combaten por encima de todas las fronteras, evaden a los protagonistas directos y generalizan las prácticas de la guerra a la totalidad de los integrantes de un presunto sistema adversario. Es curioso y paradójico que, en la época de las “armas inteligentes” la precisión, que se pone en práctica cuando se trata de alcanzar un objetivo militar, no se utiliza en los experimentos de extorsión masiva, en que tan pródigos se manifiestan estos tiempos. Como los bloqueos, embargos e intervenciones indirectas, que golpean a poblaciones enteras y extienden la pobreza y hasta las hambrunas. Los mass-media prefieren no prestar mucha atención a este tipo de desarrollo, mientras enfatizan, como es natural, a los episodios provistos de espectacularidad y que garantizan una audiencia fascinada por la exteriorización de la violencia.
Esta situación es ya una situación propia de las guerras de cuarta generación. La televisión selecciona los elementos noticiosos que responden a una determinada visión del mundo y los pone en pantalla con una aplastante capacidad persuasiva. Mientras se insiste en ciertos problemas y se los atribuye por lo general a la bestialidad o al carácter violento o regresivo de determinados personajes o regímenes, se pasan por alto los sufrimientos generados por el sistema económico vigente en el mundo, por la globalización asimétrica y por un totalitarismo blando que sofoca más que aprieta. Las delicias de la sociedad de consumo son exhibidas con sadismo ante los ojos de multitudes empobrecidas cuando no pauperizadas; modos de vida que exteriorizan una sensualidad arrogante son mostrados con total desenvoltura ante ojos que quizá no están preparados o no están interesados en verlos y mientras tanto se reduce toda la arquitectura económica a la maximización de la ganancia y a un darwinismo social que no dice su nombre pero no por esto deja de estar presente en sistemas de explotación implacables, a los que se pretende velar con las ONG, la caridad hipócrita y la retórica humanitaria.
Un engranaje inexorable
No es extraño entonces que, ante esta reducción a la anomia de enormes porciones de la población de globo, haya quienes reaccionan de cuando en cuando para manifestar su presencia y su protesta contra ese estado de cosas. Sus actitudes salvajes para llamar la atención se caracterizan por operaciones dirigidas justamente contra los símbolos de ese poder oculto pero implacable. Por una mecánica fatal, al no poder llegar al núcleo del sistema al que odian, se descargan contra sus símbolos más ostensibles –las Torres Gemelas, el Pentágono, los civiles inocentes que deambulan por las calles de la ciudad india más expresiva de la sociedad comercial. Ahora bien, por una mecánica asimismo fatal, al proceder así de alguna manera remachan su impotencia y suministran al imperialismo la excusa que necesita para justificar su presencia y multiplicar sus opciones militares para conseguir los objetivos que se ha propuesto.
Es así que con frecuencia las organizaciones del terrorismo fundamentalista pueden ser instrumentadas por los poderes a los que ellos mismos creen combatir, los cuales, en numerosas ocasiones, son los que en algún momento se valen de las cesuras confesionales o étnicas de partes de un determinado conglomerado nacional para arrojar a sus partes las unas contra las otras, de acuerdo al sabio principio imperial que dictamina “divide y reinarás”.
El economista y politólogo egipcio Samir Amin ha demostrado que el fundamentalismo islámico, al menos en algunas de sus exteriorizaciones más radicales, está –consciente o inconscientemente- al servicio de los dominadores. (3) El caso que nos ocupa puede insertarse, probablemente, es esta ecuación. Detrás de los ataques de la pasada semana dice estar una organización que se autotitula como los Mujaidines de Deccan. Deccan es una región central de la India del Sur, en el estado de Anghar Pradesh. El único prisionero tomado por las fuerzas indias habría confesado pertenecer a una organización separatista de Cachemira, Lashkar al Taiba, presuntamente sostenida por el ISI (Inter-Services Intelligence), el servicio de inteligencia paquistaní.
Ahora bien, ¿qué está pasando en estos momentos en la enorme región que va desde los países del Asia central a la punta del subcontinente indio? Estados Unidos está reforzando su presencia en Afganistán. El presidente electo Barack Obama parece inclinarse a desplazar el peso del esfuerzo estadounidense desde Irak hacia Afganistán, para insertarse en fuerza en el techo del mundo. Desde allí se podrían controlar las rutas del petróleo y las drogas, y allí se podría obtener una decisiva ventaja estratégica respecto de los enemigos potenciales del proyecto hegemónico estadounidense, China y Rusia.
Ese proyecto se está viendo cada vez más obstaculizado por la resistencia de los Talibanes, por la existencia de grupos insurgentes tal vez afiliados a esa otra institución proteica, Al Qaeda (enigma informe que todavía no se sabe si se ha independizado por completo de su inventora, la CIA); por complicidades y enemistades en el seno de los servicios y del ejército paquistaní, y por la inestabilidad en constante aumento en ese país, donde el referente popular más importante, la ex primera ministra Benazir Bhutto, fue eliminada en un atentado meses atrás. Justo cuando un arreglo entre el dictador Pervez Musharraf y el gobierno norteamericano le allanaba el camino para su retorno al gobierno. Se rumoreó en ese momento que el ISI pudo estar implicado en el asesinato.
La trama de los servicios es impenetrable para la opinión pública. Ellos pueden espiar todo, pero están blindados a ojos extraños y, eventualmente, sólo pueden infiltrarse entre sí. Lo que sí parece evidente es que el ataque a Mumbai ha servido para disparar otra vez una atmósfera de miedo e intimidación en Estados Unidos, y a exasperar las relaciones entre India y Pakistán. Esto puede ser útil como justificativo para explicar una nueva “oleada” de tropas norteamericanas rumbo a Afganistán, así como para enturbiar las aguas en el subcontinente indio.
Hace poco los gobiernos de Islamabad y Nueva Delhi habían efectuado una aproximación inédita. El presidente paquistaní había expresado que su gobierno estaba dispuesto a colaborar con las autoridades indias para ir resolviendo el grave contencioso que existe entre ambos países en torno del territorio de Cachemira. El 28 de noviembre, dos días después del ataque a Mumbai, se informó que el jefe de la inteligencia paquistaní iba a ser enviado a Delhi para entrevistarse con su contraparte india. Pero al día siguiente la visita fue cancelada a iniciativa paquistaní, aduciendo el tono muy agresivo utilizado por un alto personero del gobierno indio después de los ataques, durante una conversación telefónica con autoridades paquistaníes. (4)
El ISI, cualesquiera sean sus divisiones interiores, fue una criatura de Estados Unidos y ha fungido siempre en estrecha colaboración con la CIA. Ambos servicios montaron la guerra que expulsó a los soviéticos de Afganistán e inventaron a Al Qaeda como herramienta para combatir a los rusos. La trama de complicidades y traiciones que puede entrecruzarse entre ambas agencias de inteligencia es imposible de determinar para un observador externo. Pero es difícil que el ISI se mueva sin la anuencia de la CIA. ¿Por qué no especular entonces acerca de si la incipiente aproximación indo-paquistaní no resulta molesta para Estados Unidos, que no desea ver constituirse en esa parte del mundo un poder capaz de estorbar sus manejos? En este caso detrás del sangriento ataque contra Mumbai cabría entrever la mano de los servicios norteamericanos…
Así están las cosas en el mundo. Nos movemos en una neblina informativa que impide localizar los móviles que hay detrás de los diversos actos de violencia que siembran el panorama. La desconfianza en los móviles que se aducen para explicar los actos de terror que se suceden es casi el único recurso con que se cuenta para no ser hipnotizados por el “montaje de atracciones” que se organiza en la pantalla chica. Esto puede inducir a esa peligrosa deriva que es la teoría conspirativa de la historia, pero también nos puede ayudar para realizar el esfuerzo crítico que se requiere para no caer víctima de los espejismos que nos brinda el sistema. Ahondar, bajo la superficie de los hechos, los motivos que subyacen a estos, nos puede acercar también al núcleo de un sistema social injusto, que hace de la explotación del miedo uno de los resortes de su accionar. Desmontar los engranajes del engaño es esencial para comprender la naturaleza de nuestro tiempo y para establecer la conexión que existe entre este y las grandes corrientes ideológicas del pasado, que se afirmaban en una voluntad positiva, siempre dispuesta a rasgar los velos que encubrían la verdad.
Las formas en que se explaya la dominación imperialista son, como dijimos al principio, dos: la de los del discurso desintegrador que es propio de la sociedad de consumo, y el de la reacción irracional y por tanto manipulable de muchos de los que se oponen a ella. Percibir este mecanismo es una forma de empezar a dominarlo.
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1 - En ese desprestigio influye también la memoria de las consecuencias generadas por la expresión extrema de ese tipo de construcción ideológica, la suministrada por el nazismo, que asimismo manejaba la imaginería de la superioridad de un tipo de civilización respecto de un mundo informe, al que había que someter. En su caso sin veladuras morales de ningún tipo, pues no se trataba de rescatar a nadie de su propio desorden, sino de destruir o explotar implacablemente a las razas que se presumía eran inferiores.
4 - Global Research, 30 de Noviembre 2008.