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08
FEB
2023

"Bardo: falsa crónica de unas cuantas verdades"

Daniel Giménez Cacho es Silverio, un cineasta en busca de sí mismo.
Daniel Giménez Cacho es Silverio, un cineasta en busca de sí mismo.
“Bardo” es, a mi modo de ver, una obra muy interesante. Monumental y un poco arrogante, tal vez, pero válida. Pero si a algunos la monumentalidad, cuando no es retórica, los exalta, a otros los aplasta. Cuestión de subjetividades.

La película de Alejandro González Iñarritu ha recibido comentarios críticos en general lapidarios. Se la ha calificado de narcisista, indefendible, abusiva, inacabable, “churrealista”; llena de prodigios técnicos que conducen a la nada absoluta y otras lindezas por el estilo. Me parece que esa crítica híper excitada incurre en buena medida en los mismos defectos que le imputa a la película, aunque desde la cómoda posición del escriba ante su computadora, quien no tiene que realizar el esfuerzo, de veras muy grande, que significa idear, guionar y realizar una obra de esas dimensiones. De alguna manera el director imaginó esas críticas y se anticipó a ellas en la escena que tiene lugar en la terraza del edificio donde se festeja al protagonista. Ahí este se enfrenta al torrente de reproches (que más bien son injurias) con las que lo agrede Luis, su gran amigo de juventud, quien de alguna manera preanuncia las críticas que recibiría el filme.

Creo que la película de González Iñárritu merece una consideración más detenida y benévola que esa con la cual se lo despacha en esos enfoques. No soy un entusiasta de la obra de Iñárritu, pero aquí realiza un esfuerzo mayor por deschavar las claves que caracterizan esta porción del mundo a la que se denomina como latinoamericana; desde luego que desde la perspectiva de un mexicano a caballo entre Hollywood y el DF, que es muy peculiar y que se encuentra muy afectada por la vecindad al “Gran Hermano” del norte, vecindad que entre otras cosas le costó a su país perder la mitad de su territorio.

El tema de fondo que recorre a “Bardo” es el de la identidad. La identidad del personaje, por supuesto, pero también la mexicana, la iberoamericana; o americana, en realidad, pues, como le grita el protagonista a un policía chicano que se ha permitido menoscabarlo en el aeropuerto de Los Ángeles, “hasta el nombre nos han robado”. La película realiza un esfuerzo hercúleo por apresar, en las casi dos horas y media que dura su trayectoria, algo de este complejo problema, y de fusionarlo con la peripecia vital de los personajes que habitan la trama. Con la de Silverio Gama en primer término, por supuesto, presumible alter ego del director. Silverio es un periodista y documentalista que ronda la cincuentena y que dejó México en plena juventud para hacer base en Estados Unidos y desde allí correr el mundo. Al comenzar la película está en ciernes de recibir uno de los máximos galardones que otorga la prensa norteamericana.

Junto a ese problema identitario a que aludimos se introduce en la trama toda una variedad de asuntos que representan las coordenadas principales sobre las que se mueve la sociedad de hoy. El universo de los medios, su trabazón con los negocios y la política; la contraposición entre la riqueza y la pobreza, que encuentra su caracterización más manifiesta en los flujos migratorios que recorren el mundo; la mixtura racial y cultural, todo forma parte del arsenal temático de la película de Iñárritu. Esto representa una carga narrativa imposible de resolver con la potencia de la explosión que pretende su director si no es en el marco de una configuración arriesgadamente estética. Es evidente que el registro documental –que es legítimo y necesario- no se le da o no le interesa a Iñárritu. Su pretensión es más abarcadora –de pretencioso lo tachan su detractores, precisamente- y desea lograr un producto intensamente simbólico que provea una explicación abarcadora del nudo de contradicciones que aprieta al temperamento creativo en un contexto de coerción ideológica practicada a través de la saturación informativa, del consumo, del hedonismo fiestero y de la indefensión social de los que no tienen nada.

En la estructura narrativa de “Bardo” el tiempo y la ficción dentro de la ficción se articulan muy complejamente. Empezando por el hecho de que el mismo título del filme resulta de una yuxtaposición­: “bardo” significa poeta y narrador de historias en la poesía medieval, pero en el budismo alude al estado de transición entre la vida y la muerte, a una especie de limbo tras el cual se producirá la reencarnación. Ambas acepciones pueden valer para esta película, aunque uno se sentiría tentado a pensar que el segundo término es el más próximo a la intención del director, quien estaría aludiendo a la gestación de un nuevo hombre surgido de la fusión y el mestizaje propios de la América morena y que aún busca su concreción.

Iñárritu es un autor barroco. Y nunca más barroco que aquí, pues el asunto se presta al realismo mágico y a las fiorituras de las arquitecturas más rebuscadas. Esto lo lleva a deambular por escenarios en los cuales logra por momentos pasajes de una gran eficacia narrativa, sea en clave cómica o de una tenebrosidad mediada por la ironía. La escena en el palacio de Chapultepec, que evoca el martirio de los “niños héroes” -esto es, de los cadetes del Colegio Militar que resistieron al ataque norteamericano cuando la ocupación de la ciudad de México en 1847-, está rodada con una irreverencia que debe poner los pelos de punta a más de un patriota mexicano, seguramente con buena razón; pero la extraña y logradísima secuencia que comienza con el desplome de los transeúntes en las calles de la ciudad y que culmina con una fantasmagórica entrevista a Hernán Cortés en El Zócalo, arriba de una pirámide de cadáveres, es, desde nuestro punto de vista, la más fuerte y la más interesante. El diálogo entre el caudillo extremeño y el periodista repasa -someramente, como es lógico- la grieta inicial que caracterizaría y caracteriza a gran parte de los países iberoamericanos: la masacre y la explotación perpetradas contra los llamados pueblos originarios y, simultáneamente, el acople de españoles e indígenas. La sombra del Conquistador emite unos razonamientos que hoy suenan políticamente muy incorrectos. Como subrayar la existencia de rituales y masivos sacrificios humanos en la cultura mexica, frente la cual la respuesta de Silverio acusando a los españoles de genocidio no cuaja muy bien si se toma en cuenta que este no fue producto de una conducta deliberada sino de la propagación, involuntaria y digamos que inocente, de las enfermedades que portaban los conquistadores, frente a las cuales los indígenas no poseían la inmunidad que los siglos habían otorgado a los europeos. Este cruce, digámoslo sinceramente, es satisfactorio para quienquiera que no se deje engatusar por el indigenismo dedicado a desenterrar las generosas pero cándidas afirmaciones de Rousseau sobre el buen salvaje, desempolvadas y puestas nuevamente de moda por el progresismo al uso de los años 70 del pasado siglo y que actualmente siguen activas en el discurso humanístico de la izquierda afectiva. No es que se vaya a negar la necesidad de recuperar socialmente a los indígenas sumergidos, pero hay que recordar que esa justa, justísima, reivindicación suele ser aprovechada por el imperialismo para profundizar las líneas divisorias que pueden encontrarse en estas sociedades, soslayando o derogando de esa manera subrepticia el valor del cemento común que brindan el idioma y la religión o, si se quiere, la impronta dejada por la cultura católica; ambos, lengua y culto, herencia de España.

Manejar el abanico de temas que venimos reseñando es un desafío considerable y la clave elegida por Iñárritu para hacerlo fue la de ponerse en onda con la naturaleza desmesurada del asunto y elegir un registro asimismo pantagruélico para abordarlo. El riesgo era grande, pero el director no se arredró y, creemos, salió bien librado de su cometido. El estilo apela a un surrealismo que no disimula para nada sus afinidades con otros realizadores que seguramente son referentes de Iñárritu: Federico Fellini, Paolo Sorrentino y, sobre todo, Emir Kusturica. Una de las imágenes finales de la película –esa mano gigante que un montón de migrantes conduce hacia no se sabe dónde (¿el Sur, tal vez?)- está entresacada de alguno de los filmes balcánicos del director serbio, en el cual se contempla la estatua de Lenin derivando lentamente a bordo de una barcaza sobre un río y en una película cuyos nombres no recuerdo.(1) Pero no se trata de un plagio ni de un préstamo: es una forma de asimilar y revertir un tesoro lingüístico que ya está integrado a la cultura moderna.

Volviendo al tema de las críticas encontradas que tuvo la película, confieso que yo me alineo decididamente en las filas de sus defensores. Es excesiva, pero excesivo es también el mundo en que vivimos. Y es imaginativa, brillante, deslumbrante a veces, irritante otras y siempre provocativa. La fotografía, el montaje y las interpretaciones son impecables. Notable el trabajo de Daniel Giménez Cacho como Silverio, pero los otros roles también están perfectamente servidos.

 

“Bardo: falsa crónica de unas cuantas verdades”. Dirección: Alejandro González Iñárritu. Guión: Alejandro González Iñárritu, Nicolás Giacobone. Fotografía: Darius Khondji. Música: Bryce Dessner. Intérpretes: Daniel Giménez Cacho, Griselda Siciliani, Iker Sánchez Lozano, Ximena Lamadrid y muchos más. 

 

1) Un amigo me refrescó la memoria. Se trata del film "La mirada de Ulises", del griego Theo Angelopoulos, rodado en1995.

 

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