Creo que no existe mejor manera de definir la tesitura de la sociedad contemporánea respecto de sí misma que el concepto de alienación. Es decir, la pérdida de la identidad que padece una persona o un colectivo. Miremos alrededor. ¿Puede haber algo más insensato y estúpido a la vez que Patricia Bullrich reclamando que si el presidente venezolano Nicolás Maduro pone el pie en Argentina (con motivo de la VII Cumbre de la CELAC, a realizarse en Buenos Aires) sea de inmediato puesto a disposición de la justicia por ser responsable de violaciones a los derechos humanos y encarnar una dictadura en su país? Haciendo abstracción de lo indemostrable del primer cargo y de la solemne estupidez del segundo toda vez que los gobiernos del chavismo fueron consagrados en sucesivos, limpísimos y numerosos refrendos electorales, el desatino de la jefa de Juntos por el Cambio se agrava por el hecho de que salieron a respaldarlo no sólo los referentes del “ala dura” de su agrupación, sino también el primer exponente de sus “palomas”, el alcalde de la CABA, Horacio Rodríguez Larreta, que disputa con Bullrich la candidatura presidencial de su partido y no quiere aparecer flojo de atributos en su compulsa con la “Piba”.
Dado el estado de la justicia argentina, claramente volcada en sus instancias superiores a la agresión contra el gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner, esta patochada jurídica tendría, por desgracia, ciertas posibilidades de cobrar cuerpo. Algún juez, ansioso de protagonismo y seguro de contar con el respaldo mediático del omnipresente grupo Clarín, podría querer jugar a ser Sergio Moro o Baltasar Garzón, y a anotarse un “succès de scandale” a nivel global. El estropicio diplomático que una situación semejante acarrearía a nuestro país, no requiere ser definido, pero evidentemente no entra en el campo de consideraciones de la dirigencia opositora.
Pero este no es sino un botón de muestra. El mundo rebosa de afirmaciones, decisiones, exigencias u ocurrencias, provenientes en ocasiones de los más altos niveles de decisión, que dejan estupefactos a todos quienes conservan aunque sea un pálido recuerdo de la política como un ejercicio responsable. Porque, ¿qué cabe pensar, por ejemplo, de la solicitud de la jefa del Comando Sur de Estados Unidos, la general Laura Richardson, para que los países latinoamericanos cuyas fuerzas armadas tienen algún equipamiento militar ruso lo donen, poniéndolo a disposición del gobierno ucraniano? La jefa del Comando Sur promete reemplazarlo por otro equivalente, de proveniencia norteamericana. El pedido por supuesto está dirigido a países que no son Venezuela, Cuba o Nicaragua, cuyos lazos con el Kremlin son notorios, sino a otros que simplemente tienen la práctica de surtir sus arsenales con armas de distinta procedencia. De cualquier manera, ¡qué caradurez, qué falta de estilo! El Pentágono puentea al Departamento de Estado como si tal cosa. Evidentemente, ser dueños de la fuerza (al menos en el hemisferio occidental) y sentir implícitamente que tratan con países de tres al cuarto obvia los buenos modales.
Además, ¿de qué asombrarse? La manera en que Washington manipula a sus socios europeos (que son una magnitud política, económica y militar cualquier cosa menos desdeñable) ostenta una desenvoltura similar o peor. El conflicto ucraniano, se ha dicho, tiene como primer objetivo disminuir y fracturar a Rusia, pero su segundo propósito reside en anular a la Unión Europea como factor capaz de asumirse a sí misma a través de una apertura al Este y la fundación de un área de cooperación que vaya de Cherburgo a Vladivostock, como quería el general De Gaulle. Fogonear las hostilidades en Ucrania y empujar a los países europeos de la OTAN para enredarse en una pelea de perros con los rusos no vendría mal a este proyecto, y de ahí la campaña de intoxicación informativa e incesante propaganda anti-rusa que desde hace años se desploma sobre el público, que en el caso del europeo occidental está bastante prevenido respecto de la fuerza de su vecino oriental y por lo tanto lo teme. Prevenido por la experiencia histórica y por la cuenta del fracaso de los ataques llevados a cabo por occidente contra Rusia: Carlos XII de Suecia, derrotado en Poltava en 1709; Napoleón y la “Grande Armée”, sepultados en la nieve durante el otoño-invierno de 1812, y Hitler estrellado contra Stalingrado en 1942.
La ignorancia de la historia que califica a las masas modernas, el agravamiento de esa ignorancia por la divulgación de interpretaciones superficiales del pasado al estilo de las prodigadas por Netflix, hace que mucha gente, durante períodos bastante prolongados de tiempo, esté a ciegas respecto de los peligros a que la exponen sus gobernantes; estos quizá menos inconscientes de los riesgos de la situación, pero demasiado subordinados a un pragmatismo corto de miras y demasiado habituados a un seguimiento mecánico de las directivas de Washington como para decidirse a tomar cursos de acción independientes.
Con todo, parecería que se está tocando un límite incluso en esta materia. Si bien los socios menores de la UE como Italia o España, aparentan seguir disciplinadamente los mandatos de allende el Atlántico, Francia y Alemania dejan ya traslucir su preocupación. En Alemania, en particular, por estos días el tema del abastecimiento de material bélico a Ucrania para que esta siga confrontando con los rusos, se está tornando en un problema que desborda el área del gobierno y se transparenta en encuestas públicas que ostentan una notable retracción respecto del apoyo que unos meses atrás otorgaban al gobierno de Kiev en materia de respaldos logísticos.
EE.UU. sigue presionando para que Berlín envíe pertrechos pesados a las fuerzas armadas ucranianas. En particular solicita que se les envíe tanques Leopard 2 para sostener el frente y eventualmente participar de operaciones ofensivas. Sin embargo, en la reunión celebrada días pasados en la base norteamericana de Ramstein por los mandos de la OTAN, el ministro alemán de defensa, Boris Pistorius, se rehusó a proporcionar tal ayuda “a menos que los norteamericanos hicieran lo propio remitiendo sus tanques Abrams a Ucrania”, según trascendió oficiosamente, aunque oficialmente la negativa se debió a la falta de unidades para el propio ejército alemán o a la necesidad de revisarlas más exhaustivamente antes de remitirlas.
Se debe comprender que una acción de ese tipo involucra riesgos concretos, no sólo por el compromiso político que supone sino por el riesgo de que personal militar alemán se vea complicado en operaciones de combate contra los rusos mientras asesora a los ucranianos en el manejo de ese sofisticado vehículo. Es de imaginar que al público alemán unas posibilidades de este tipo han de inquietarlo, dados los recuerdos de los horrores del frente oriental durante la segunda guerra mundial. Y es imposible que deje de sentir que está siendo empujado a asumir un compromiso para el que no se siente llamado. La presión, en efecto, no deja de aumentar. No sólo Estados Unidos, sino también los países bálticos de Estonia, Letonia y Lituania formularon el mismo pedido a Alemania.
Es de imaginar que Berlín hará oídos sordos a estas demandas o que simplemente ergotizará, tergiversará e intentará seguir ganando tiempo con argumentaciones más o menos especiosas. Pero, ¿hasta cuándo la primera potencia europea y sus socios podrán continuar con este juego, mientras su propia estructura económica vacila por el rebote de las sanciones contra Rusia y la crisis energética que le está aparejada?
Mientras tanto, y cerrando el rulo de esta nota, señalemos que el presidente Lula da Silva acaba de dar un paso maestro para romper con la alienación de la que hablábamos en el título y tratar de hacer contacto, así sea duro, con la realidad. Ha destituido al jefe del ejército, el general Julio César de Arruda y a otros 80 militares, a los que se responsabiliza de una actitud contemporizadora o ambigua frente a las protestas de los militantes del bolsonarismo que pedían un golpe para anular las elecciones y luego devastaron las sedes del ejecutivo y del parlamento en Brasilia. Lula ha reemplazado al antiguo jefe por otro, el general Tomás Ribeiro Paiva, comandante de la región militar del sudeste, que incluye a San Pablo, y que se manifestó de manera clara y sin ambages sobre la necesidad de respetar la jerarquía y la disciplina y de aceptar el resultado de las consultas electorales, pues “el Ejército es una institución del Estado, apolítica y apartidista”.
Habrá que ver cómo evolucionan las cosas, pero esta consecuencia inesperada de la intentona golpista del 8 de enero sirve al menos para poner negro sobre blanco el tema de quién está a cargo del gobierno en Brasil, así como a evidenciar que ese hombre está decidido a hacerse respetar.