La suerte del subcontinente y la de México y los países mesoamericanos y caribeños, siempre ha estado estrechamente vinculada a las orientaciones que la potencia dominante en el hemisferio occidental –Estados Unidos- ha querido imprimir a sus directrices respecto de lo que con mayor o menor impertinencia desde Washington denominan, alternativamente, como “nuestro patio trasero” o, más suavemente, “nuestro vecindario”. En el artículo precedente tratamos de dar un resumen aproximativo de la actual coyuntura mundial: señalamos como la huida hacia adelante del turbocapitalismo neoliberal para impedir que las potencias emergentes –China, India, Rusia, Irán, Turquía y otras- se las ingenien para articular un mundo multipolar, está resultando en una desestabilización creciente y provocando un aumento de las tensiones económicas y militares que puede epilogar en cualquier cosa.
Esta tensión tenía que repercutir en nuestro espacio. En un escenario global de enfrentamientos cada vez más graves, el interés norteamericano en controlar el formidable reservorio de recursos agrícolas y ganaderos, áreas pesqueras, cuencas hidrográficas, pulmones vegetales y yacimientos energéticos que ofrece el escenario iberoamericano, debe hacerse más y más exigente. La serie de victorias electorales que pusieron en el gobierno a fuerzas que pueden ser denominadas como de izquierda moderada en países como Colombia, Chile, Perú, Bolivia y ahora Brasil, más la persistencia de otros como los de Cuba, Venezuela o Nicaragua –los países del “Eje del Mal”, para Donald Trump- inquietan a los cuadros de la CIA.
La relación entre el entramado de los servicios de inteligencia y la Casa Blanca nunca ha sido transparente, de la misma manera en que no suele serlo en muchos otros países: se sabe que los “espías”, por la naturaleza misma de su tarea, desarrollan una propensión al secretismo de donde redunda una libertad de acción que no siempre discurre en diapasón con la voluntad de gobierno sino que atiende a los intereses permanentes del “estado profundo”. Que nunca nadie, dentro de esa masa denominada como opinión pública, alcanza a discernir en sus reales proporciones ni en sus personeros y orientadores. De ahí que disociar a Estados Unidos de los desórdenes que sacuden a Brasil a pocos días de la llegada de Lula Da Silva al gobierno resulte liviano. Parece indudable que el gobierno de Joe Biden no quiere aparecer refrendando una movida que derroque al líder petista, y es probable que tanto Biden como el departamento de Estado estén interesados en que el gigante latinoamericano se mantenga dentro de los parámetros de la legalidad democrática; en especial porque estiman que Lula no va a “sacar los pies del plato” y que sus dotes políticas y la relación de fuerzas que enfrenta dentro de su país lo mantendrán en un marco de prudentes reformas y de un dinamismo exterior que esta vez no podrá incurrir en ocurrencias épicas como el “¡No al Alca!” que, junto a los desaparecidos Hugo Chávez y Néstor Kirchner, tuvo hace casi 20 años atrás.
Pero estas consideraciones no tienen por qué regir para áreas de los servicios de inteligencia, que trabajan en políticas de estado dedicadas a socavar a los movimientos y gobiernos nacional-populares que cobijen tendencias soberanistas que pueden interferir los planes de los sectores de las finanzas o el empresariado imperiales que buscan, en conjunción con los del Comando Sur, garantizar sus intereses estratégicos.
El intento de golpe producido en Brasilia en estos días, el derrocamiento por un golpe parlamentario del presidente Pedro Castillo y la salvaje represión que aún está en curso contra las manifestaciones que protestan por esa expulsión; los disturbios que en Bolivia llevaron adelante los partidarios del gobernador de Santa Cruz, Luis Camacho, que no pueden ser interpretados sólo como protestas contra su arresto por la policía nacional, sino en el marco de la continua presión que los sectores secesionistas del oriente boliviano vienen llevando contra el MAS, componen un cuadro de inestabilidad suramericana que solo podría agravarse si en Argentina las tendencias neoconservadoras del PRO, los “libertarios” de Milei, el ala más regresiva del radicalismo y la conjunción mediático-financiero-empresaria que intoxica a la opinión, se imponen en las elecciones de este año. Nuestra otra alternativa electoral no suscita grandes esperanzas tampoco, pero al menos no ostenta el primitivismo regresivo en materia socioeconómica ni comprende al mundo desde la perspectiva subalterna de un país condenado a ser el objeto de la voluntad de los otros. Es débil e incierta, pero no voluntariamente entreguista. Aunque es verdad que de la debilidad a la renuncia no hay más que un paso.
Pero parece no haber dudas de que será Brasil el escenario donde primero se libren los combates y el factor que influirá más decisivamente en la orientación del subcontinente en los próximos años. El presidente Lula debe visitar Washington no bien lo haya hecho a Buenos Aires para entrevistarse con nuestro presidente Alberto Fernández. Queremos creer que ambos, con sus asesores, aprovecharán esa ocasión para hacerse una idea de la estrategia conjunta a desarrollar para encarar las relaciones con el “Gran Hermano” del norte. Aunque desde luego las condiciones respectivas en que ambos países se encuentran para llevar a cabo ese objetivo difieran en razón no sólo del mucho mayor peso específico de Brasil sino, también, del lastre de la deuda legada por el gobierno de Mauricio Macri, que condiciona la libertad de movimientos de nuestra diplomacia.
Como quiera que sea, cuando Lula da Silva y Joe Biden se encuentren en el Salón Oval el tema del BRICS y de la alineación respecto a las dos “potencias revisionistas”, Rusia y China, seguramente va a ser central en las conversaciones. Brasil ha ostentado en todo momento empeño en persistir con su presencia en ese encuadre; en plena crisis por la “operación militar especial” rusa en Ucrania, por ejemplo, el mismísimo Jair Bolsonaro visitó Moscú y se abrazó con Vladimir Putin.
De todas maneras todo está, por ahora, en una nebulosa. De una cosa podemos estar ciertos, sin embargo: de que Estados Unidos va a estar muy alerta acerca de las propensiones de los países de la región en el sentido de jugar la carta china. Esta es, empero, junto a la posibilidad de trabar relaciones comerciales con otros países, no constreñidas por una ambición desaforadamente imperial, la mejor opción que se presenta a Latinoamérica. Establecer esos vínculos de manera independiente, en acuerdos bipartitos, no parece ser muy viable, sin embargo: podemos ver, en el reguero de erupciones reaccionarias producidas en estos días, la aptitud del enemigo para enturbiar las aguas allí donde se esbozan los síntomas de una articulación gubernamental eficiente y provista de una orientación cierta.
Sólo fortaleciendo la unidad entre los pueblos de América latina se podrán encontrar los expedientes para superar esta situación. Lula lo comprende así; estamos seguros de que otros mandatarios también lo saben. La cuestión es tener la voluntad política necesaria para contrarrestar las oposiciones internas de las burguesías compradoras y de los sectores oligárquicos enquistados en el poder que parasitan la riqueza y engullen enormes beneficios sin aportar ni redistribución ni crecimiento.
Esa es la cuestión. Habrá que enfrentarla, y al ritmo en que van las cosas, más temprano que tarde.