El 2022 se cierra para la Argentina con el regocijo por el triunfo en el Mundial y con su rápida difuminación por la continuada crisis que afecta al país. En el centro del escenario campea la famosa grieta que nos divide y que según todas las evidencias tiende a expandir su fuerza centrífuga. Las hendiduras se multiplican: el Frente de Todos está cruzado por la mutua antipatía entre Alberto y Cristina, y por no pocas rivalidades intestinas más; Juntos por el Cambio es escenario de una pelea de perros entre Patricia Bullrich y Horacio Rodríguez Larreta, con Mauricio Macri jugando de árbitro bombero. Por fin, la Justicia, a través de su máximo organismo, la Corte Suprema, acaba de fallar a favor de la ciudad Buenos Aires en la cuestión de los fondos coparticipables, intimando al Poder Ejecutivo a devolver los fondos extra que la administración Macri había entregado a la Capital para financiar la creación de la policía de la ciudad y que la actual gestión le había retirado a la CABA.
El presidente Alberto Fernández, con el apoyo de 14 gobernadores provinciales, rechazó en principio la resolución de la Corte, pero luego se echó atrás y decidió pagar la suma que se requiere del Gobierno Nacional; eso sí, transfiriendo al Banco Nación bonos que quedarán retenidos hasta que se resuelva el pedido de revocatoria interpuesto por el Poder Ejecutivo y el Congreso arbitre la modificación del presupuesto que permita disponer de los recursos necesarios para hacer cumplir el fallo judicial. Lo que supondrá, una vez que esto se produzca, una erogación que afectará a las provincias al disminuirles los dineros que se requieren para continuar con las obras de infraestructura a cargo de la Nación y que están actualmente en marcha.
Pero este sería, aparentemente, el único modo en que el gobierno podría escapar de la trampa que le ha tendido la Corte. En efecto, como lo observa el ex juez de la Corte Raúl Zaffaroni, si el Presidente usara el dinero para dar cumplimiento inmediato a lo exigido por el tribunal supremo, “como hay una ley de presupuesto votada previamente, incurriría en el delito de malversación de fondos. O sea, que la Corte coacciona al Presidente a cometer un delito”… Con el cual quedaría abierto el camino para el juicio político y la destitución del jefe del ejecutivo y se redondearía el golpe de estado institucional que se ha convertido en moda en Latinoamérica a partir de los tejemanejes del juez brasileño Sergio Moro, creador del montaje del Lava Jato, de la destitución de Dilma Rousseff y de los vergonzosos procedimientos que llevaron al encarcelamiento de Ignacio Lula da Silva.
No estamos en condiciones de seguir los intríngulis leguleyos de este asunto, pero está clara la intencionalidad golpista de todo este manejo. La moda del golpe institucional está en su apogeo en América latina como sustitución del golpe militar clásico. Sustitución provisoria, desde luego, en la medida en que las fuerzas del establishment no entienden oportuno golpear la puerta de los cuarteles; pero esto es relativo: donde creen que pueden encontrar un eco no dejan de hacerlo, como sucede en estos momentos en Brasil, donde el bolsonarismo no pierde la esperanza de derrocar al presidente electo Lula antes incluso de que asuma su mandato el próximo domingo.
Nota de color: el para entonces expresidente Jair Bolsonaro no va a entregar personalmente el mando y partirá a pasar sus vacaciones en una de las propiedades que su homólogo norteamericano, Donald Trump, posee en Florida.
Todo esto resultaría cómico si no fuese tan siniestro. En nuestro caso la vuelta de tuerca institucional multiplica su tenebrosidad si se la observa con el ojo de la historia. La vieja y original grieta que divide a la Argentina desde sus orígenes, Buenos Aires contra las provincias, nunca cerrada del todo, ha vuelto a abrirse de manera ostensible. Es un dato del país incumplido que no importa tanto por su nivel simbólico sino por el hecho de que implica un estancamiento. Ya no se corporiza en una distinción neta entre porteños y provincianos, sino en la concentración de la riqueza en manos de unos pocos, sostenidos por una parafernalia mediática, judicial, financiera y empresaria que se preocupa de sí misma y a la cual le importa un adarme la suerte de la masa de seres que conforman los estratos más bajos; a los que temen, ciertamente, pero a los que han conseguido reducir a un estado de dispersión y anomia que se espera los torne políticamente ineptos. Buenos, cuando mucho, para erizarse en levantamientos tumultuosos que indignen a los sectores medios, viabilizando así un castigo “ejemplar” contra los agrupamientos que insurgen sin un propósito concreto de tomar el poder o sin reivindicaciones que no sean cortoplacistas.
Frente a esta conjura bien coordinada, afiatada por una larga experiencia del poder real, el sector nacional popular de la política parece padecer de una impotencia supina. El Frente de Todos, la agrupación que debió suponer una sumatoria de voluntades capaz de hacer refluir a la marea neoliberal que alcanzó con la gestión Macri un pico cuyo reflujo, expresado en el pago de la deuda externa, está sofocando al país, no termina de encontrar ni un camino, ni una meta compartida, ni un plan de acción que nos saque del pantano.
No hay recetas para acabar con esto. Solo la experiencia práctica y la toma de conciencia de que lo que está en la raíz de la máquina de impedir que una vez tras otra nos clausura el crecimiento, no es un adversario sino un enemigo, se podrá empezar a construir algo. Para eso sin embargo hace falta cierto desprendimiento, cierta generosidad que rebase la comprensión crematística de la política. Y también cierto coraje para enfrentar al poder real atacándolo, cuando existe la posibilidad de hacerlo, sin escudarse en las paparruchadas de lo políticamente correcto o de lo jurídicamente intachable, pues bien sabemos que la “doctrina” es interpretada del derecho o del revés, según convenga a los intereses del sistema que ha instalado a muchos jueces en sus puestos.
No queda mucho tiempo para intentar algo. Las elecciones están a la vuelta de la esquina. Sabemos que ninguna panacea va a salir de ellas, pero al menos sabemos que se debe intentar el bloqueo del retorno de quienes nos redujeron a la situación de deudores mendicantes durante la gestión Macri, para el disfrute de la runfla de delincuentes especializados en la evasión y la bicicleta financiera, integrados en el circuito del “capitalismo de amigos”.
La discusión de la deuda con el FMI, la reforma fiscal progresiva, la persecución a la delincuencia financiera y un plan de reformas estructurales que atiendan a la reformulación del país como potencia regional articulada con los países vecinos, como expediente para sacar a los sectores sumergidos de la pobreza e integrarlos en un articulado social consistente, deberían ser los temas de la campaña. Pero es probable que no sea así, y que el debate resbale hacia vertientes sensacionalistas en las cuales menudeen las acusaciones cruzadas de corrupción. Si las cosas resultan de esta manera es posible que la política sea succionada por el vacío. El precio lo pagaríamos todos, pues el campo quedaría abierto para el oportunismo o la demagogia vulgar, fuera del signo que fuere.