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21
DIC
2022
Messi alza la Copa.
Messi alza la Copa.
La Casa Rosada desierta y el festejo en las calles ofrecieron una imagen muy simbólica del vacío de poder que nos ronda. La selección nos brinda un buen ejemplo de cómo revertir el camino.

Sin duda, el año que se cierra posee datos que lo singularizan muy nítidamente respecto de los transcurridos a lo largo de la última década. Para nosotros, el Mundial de Qatar ha significado una corriente de aire fresco y de comunión nacional que, aunque sepamos muy bien que son transitorias y que no modifican ninguna de las coordenadas que orientan nuestro deplorable presente, suponen al menos el reconocimiento de la masa del pueblo respecto al valor de la comunión en el esfuerzo, la coherencia y el orgullo nacional, encarnados en la selección de fútbol. Estos son, en definitiva, los valores que la nación profunda requiere, y que quisiera ver expresados en una política soberana y socialmente justa. Aun cuando muchos (quizá la mayoría) de quienes esto anhelan no caigan en la cuenta de lo que realmente quieren.

Pero es este el trasfondo de la cuestión, lo que la ilumina y le otorga peso. Un peso que se traduce en una presión que traspasa a los jugadores, los imbuye profundamente, va más allá de las recompensas financieras y los hace echar el resto en la persecución de un título que se nos resistía desde hace 36 años. Las lágrimas, el entusiasmo y la voluntad de dar todo de sí de parte de los jugadores no vienen solos ni del incentivo económico: provienen del clamor de una nación que no termina de hacerse y que de pronto y por un momento ve su sueño plasmado en una alegría que ha nacido de la angustia de una competencia implacable, de la que el último partido del campeonato, la final con Francia, suministró un ejemplo impresionante.

Por supuesto los cuervos periodísticos –y de los otros- que graznan en sordina su desprecio para el país y que con esta actitud después de todo no hacen otra cosa que manifestar su impotencia de clase y su falta de voluntad para asumir la realidad variopinta que nos rodea, rebuscan todos los recursos para degradar la alegría popular. Somos groseros, vulgares, obscenos, bochornosos, incapaces de mantener una línea de fair-plair caballeresco: feos, sucios y malos. Claro, no siempre lo expresan con estas palabras, aunque haya quienes lo hacen, transportados por un oportunismo ese sí de veras vulgar –Luis Juez, por ejemplo. Pero la generalidad no suele caer en esa especie de sincericidio; no es cuestión de remar contra la corriente cuando esta es demasiado fuerte; lo que intentan es más bien envenenarla.

Todo esto, en el fondo, se vincula al carácter indefinido, mezquino, cínico y caótico de que se han revestido importantes sectores del tramado político, judicial y mediático que, en el mejor de los casos, los ata a una interpretación superficial de la política.

El retorno

El festejo del retorno nos brindó un impresionante símbolo de la distancia que existe entre la potencialidad que hay en el trasfondo profundo de esta sociedad, y la inepcia o el ausentismo que califican a los sectores dirigentes. Hubo un festejo popular de magnitud inigualada (cuatro, cinco millones de personas en la calle) y un poder gubernamental que se caracterizó por su inutilidad para prever y sobre todo tratar de canalizar lo que era esperable. Por fortuna no hubo daños mayores, pero se rozó la tragedia. Una estampida podría haber provocado una catástrofe, convirtiendo la fiesta en un lúgubre lamento, o incluso la plana mayor de la selección podría haber sido degollada por unos cables de alta tensión que Messi y los suyos evitaron por un pelo agachándose a tiempo en el techo del ómnibus que los transportaba. Era obvio que enviar a “los muchachos” hacia una meta que ni siquiera había sido definida –¿la plaza de la República o la plaza de Mayo?- iba a ser un riesgo descomunal y que esa masa de gente legítimamente enfervorizada se iba a convertir en un obstáculo insalvable para cumplir el recorrido, cualquiera hubiera sido este. La solución hubiera sido, evidentemente, montar un escenario en un lugar determinado y transportar allí al equipo en unos helicópteros. De alguna manera fue esto lo que sucedió al final, con un sobrevuelo sin aterrizaje sobre la multitud antes de retornar a la Selección al predio de Ezeiza.

Símbolo

Pero hubo símbolo que lo resume todo y que quizá no ha sido percibido aún en su pleno significado. La Casa Rosada vacía. Se pretendió solucionar a último momento la dificultad de poner de acuerdo a los integrantes de la selección y a los dirigentes de la AFA en torno a la cuestión de si ir o no a la sede del gobierno para saludar al pueblo desde el histórico balcón, sin presencia de ningún miembro del ejecutivo o del estamento político. Aparentemente no se llegó a ninguna conclusión, pues hasta último momento no se sabía cuál iba a ser el recorrido de la caravana. El presidente Alberto Fernández había ya dado muestra de su inveterada costumbre de no actuar cuando las circunstancias lo requieren en el momento en que optó por no ir a Qatar para presenciar la final al lado de su amigo Emmanuel Macron. ¿Tuvo miedo a que lo consideraran mufa si el equipo perdía? El caso es que no hubo representante argentino de peso en el momento de la victoria, dejando abierta la posibilidad –que por suerte no se verificó- de que Mauricio Macri pudiera intentar florearse él con el lauro, aunque fuese de manera solapada.

¿No es expresivo este conjunto de circunstancias de la mayor de las grietas que hienden a nuestro país? La Casa Rosada como cáscara vacía. El poder no está en ninguna parte. O más bien está en la banca off-shore, en los conglomerados económicos y mediáticos, que hacen de todo para impedir que la masa del pueblo se encuentre a sí misma y en consecuencia pueda generar una dirigencia capaz de investir el poder que de ella emana y canalizarlo hacia un fin superior.

Por esto el fin del periplo del Mundial 2022 es alentador. ¿No es sorprendente que millones de personas hayan podido, a pesar de la falta de directivas claras, guiar su entusiasmo y mantenerlo dentro de los límites de un festejo responsable? Los inadaptados de siempre provocaron algunos destrozos, pero en definitiva la fiesta se saldó positivamente. Se rozó el desastre, lo que demuestra que no se puede tentar al destino, pero también se puso de manifiesto que el pueblo no es una entidad ciega, sino más bien un poder que busca un vector que lo canalice. Es hora que el país reproduzca, en gran escala, el ejemplo de esa “scaloneta” que, a la vuelta de muchos años, supo disciplinar a la singularidad de los talentos que la integran en un organismo flexible capaz de alcanzar la meta más alta.

 

 

 

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