No hay porqué hacerse ilusiones: el triunfo mayoritario –en votos y en alcaidías ganadas- del gobierno chavista en Venezuela no puede disimular el hecho de que la oposición se ha adueñado de los municipios de los estados más ricos y poblados del país, y que la alcaidía de Caracas, ciudad neurálgica por antonomasia, ha caído también en manos de los adversarios al gobierno bolivariano. Zulia, Carabobo, Miranda, Táchira y Nueva Esparta, más la alcaidía de la capital venezolana, no son moco de pavo, como vulgarmente se dice, en especial si se toma en cuenta la composición social que ostentan. Zulia es el estado petrolero por antonomasia, colindante con Colombia y tironeado por tendencias autonomistas, atentamente cultivadas por Estados Unidos; la alcaidía del municipio Sucre, que contiene el barrio popular de Petare, bastión del chavismo, también fue conquistada por la oposición, y el industrial estado de Carabobo cayó a su vez en manos de los adversarios del gobierno.
Desde luego, puede aducirse, legítimamente, que en el conjunto del país el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUVE) recolectó el 60 por ciento de los sufragios y se quedó con 17 de los 20 estados que gobernaba desde 2004. Pero tomar este dato como un analgésico no puede ocultar los elementos sintomáticos que se ponen de manifiesto en esta elección. Que la derecha se adueñe de municipios de composición popular puede indicar que la oposición está ganando en peso a partir de una articulación muy mejorada de su discurso, pero que también este discurso comienza a hacer efecto porque las falencias del accionar del gobierno están decepcionando o desmovilizando a los que han sido sus soportes tradicionales.
Es evidente que la oposición ha cambiado las reglas del juego. En vez de la agresividad frontal que generó el golpe de 2002 y la huelga o sabotaje petrolero de 2002-2003, orquestado por la nómina mayor de PDVSA y por Fedecámaras; y después del revés sufrido en el referéndum revocatorio de 2004, las formaciones opositoras decidieron reagruparse en un tramado dirigido no ya a voltear al gobierno constitucional, sino a explotar las armas que la democracia pone en sus manos y a “correr a Chávez por el lado que dispara”.
La oposición parece haber comenzado a comprender que en las sociedades flexibles y mediáticas del presente lo que funciona no es hoy por hoy el golpe de furca –aunque siempre se esté en disposición de recurrir a él si hay ocasión-, sino más bien una acción en orden disperso, dirigida no solo a afirmar a sus propios seguidores que ya están influidos con el poderoso instrumental mediático con que cuentan las fuerzas de la reacción, sino también a correr al gobierno robándole algunos trozos de su discurso. Pero lo que más evidente resulta del opaco –para Chávez- resultado electoral, es que el PSUVE no ha podido vencer la inercia creciente que se palpa en las bases boliviarianas. Y esto no puede ser más que el resultado del desencanto vinculado al arribismo y la corrupción de muchos individuos que se han trepado al carro del chavismo y disfrutan de las prebendas del poder sin ocuparse gran cosa de las metas que la revolución les ha fijado.
Nunca creímos que la tarea de llevar adelante la unidad de América latina fuera fácil. Ni tampoco la de fundar en estos conglomerados una articulación progresiva, capaz de proceder con coherencia en la persecución de intereses que vayan más allá de los individuales y de casta. Se trata superar estructuras afirmadas, nutridas por los modelos dependientes de la economía y por la sujeción cultural que ellos comportan; se trata asimismo de formar a masas de trabajadores y campesinos que han tenido una relación muy tenue con el poder y que asimismo son susceptibles a un bombardeo mediático incesante. Se trata de vencer un escepticismo muy arraigado y de encontrar las formas para que la difusa pero existente noción de conformar una unidad superior que integre a las regiones sudamericanas. Para que este proyecto se sustente, sin embargo, es necesario contar con el sujeto histórico capaz de llevar adelante esta tarea. Nuestras oligarquías y burguesías no se concebían en tal carácter y tendían a copular con el enemigo imperial, quedando las intentonas de superación social en manos de algunos caudillos provistos de un sentido de patria y, eventualmente, de algunas instituciones que podían servirles de herramienta. La conjunción del caudillo, militar o no, de algún ala de las fuerzas armadas y de los movimientos obreros y campesinos sin mucha cultura política, constituyeron el tramado de los populismos que tanto asco provocan en los sectores ilustrados de la clase media y en las socialdemocracias europeas, para no hablar de las fuerzas imperiales que tradicionalmente han visto a los países de esta parte del mundo como un coto de caza y que ven a esos movimientos, más que como a un conglomerado grotesco, como a un peligro.
Esta ha sido, en efecto, hasta hoy, la forma más efectiva de democracia que se ha dado en estas tierras. Pero tiene serias limitaciones. Más allá de los fruncimientos de nariz de quienes los desprecian, el problema consiste en que, en que, por la inconsistencia ideológica y la debilidad política que es propia de su estructura, estos movimientos no terminan de armarse como un proyecto nacional sólido, provisto no sólo de la capacidad de resistir en algún momento clave a la ofensiva imperialista, sino de integrarse como un poder capaz de avanzar de forma sistemática en la persecución de sus objetivos. Andando el tiempo, caen o se deforman, víctimas del arribismo de los parásitos que se les suman y los vacían de su sangre y propósito. Lo cual induce a la desmovilización de las masas populares, las cuales, por otra parte, no pueden vivir indefinidamente en un estado de agitación y movilización callejeras para defender gobiernos muchos de cuyos exponentes en contacto directo con el pueblo, no son respetables.
Algo parecido puede estar pasando en Venezuela, a estar por las informaciones de amigos que nos llegan desde ese país. La actitud del presidente Hugo Chávez Frías ha sido, en esta ocasión como en oportunidad del revés que sufriera en el referéndum por la reelección indefinida, muy inteligente. No ha negado el resultado, lo ha asumido plenamente, y sigue planteando la batalla en términos democráticos. Esto contribuye a desactivar la bomba de tiempo que hubiese resultado de una decisión de negar los números del comicio o de erizarse de desprecio ante ellos. Pero el problema no acaba aquí. El problema está en que no se trata tan sólo de cintura política sino de la necesidad de formar cuadros capaces y de que, desde el gobierno, se los aliente a barrer a las excrecencias oportunistas que le han brotado al movimiento.
Este es un trabajo difícil que hay que asumir sin embargo, por fatigoso que sea. Lo último que hay que hacer es dormirse en la presunción de una mayoría invariable. Nadie, en la prensa del sistema, va a admitir que el carácter democrático de Chávez es verdadero. Ese maestro del sofisma que es Mariano Grondona argumentaba días pasados que en Venezuela está en vigencia una forma de fraude “débil”, que consiste en una falsificación de la voluntad popular que no llega a ser total. Da por sentado -¿en base a qué evidencias?- que en ocasión del referéndum por la renovación presidencial Chávez fue detenido, en su propósito de alterar su resultado, por las fuerzas armadas, que le consintieron, eso sí, maquillar un poco los datos para que su revés no fuera más aplastante.
Así, pues, no hay que esperar nada del enemigo. La cuestión consiste en limpiar y templar las propias filas, en construir desde abajo, en reducir los decibeles del discurso y en seguir empujando la integración regional. Como dijera el maravilloso Antonio Machado, “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”.