La expresión artística moderna está dominada por la imagen. Lo icónico se privilegia gracias al auge de los instrumentos que pueden canalizarlo: el cine, la tv, las tablets, la telefonía celular y toda la gama de artefactos electrónicos que se multiplica exponencialmente día a día. Ocurre sin embargo que, en este crecimiento, los vectores tienden a independizarse y a acelerarse hasta convertirse en vehículos de un dinamismo sin objeto poseído por la tecnología, la informática y el torbellino. Corremos el riesgo de que esta forma expresiva se convierta en el único referente de la cultura popular, a la que arrastrará al vacío. Tal y como lo hace el fenómeno que de alguna manera la engendra: el turbocapitalismo asociado a la financiarización de la economía, que nos aliena y empuja al abismo.
Afortunadamente subsisten islotes donde cabe todavía percibir el hálito de lo que, un poco arbitrariamente, podría denominarse la buena literatura de entretenimiento. Si los jueguitos del celular, las películas y las series televisivas rodadas a 300 kilómetros por hora y fusionadas por un montaje que hace destellar en rápida sucesión imágenes que duran fracciones de segundo, nos abruman a los sobrevivientes de la “galaxia Gutenberg”, todavía hay remansos narrativos donde podemos inclinarnos a saborear el viejo encanto de los relatos de aventuras servidos con sabiduría y que, en mayor o menor medida, se conectan a universos vivibles y sobre todo reconocibles, por mucho que se aparten del día a día e incursionen en el terreno de lo exótico, lo distante o simplemente en un ámbito donde se viven peripecias intensas, alejadas de nuestra cotidianeidad burguesa o pequeño burguesa.
Creo que buena parte de las horas más felices de mi infancia las transcurrí tirado sobre el parqué de la biblioteca de mi padre, leyendo la abundante colección de novelas, generalmente consustanciadas con un devenir histórico, que poblaban sus estantes. Ahí conocí a Alejandro Dumas, por supuesto, pero también a Walter Scott, Próspero Merimée, Verne, Salgari, Anthony Hope (el de “El “Prisionero de Zenda”), P. C. Wren (“Beau Geste”), A. E. Mason (“Las cuatro plumas”); al Benito Pérez Galdós de la primera serie de los “Episodios Nacionales”, al Manuel Gálvez de “Gaucho de los Cerrillos”; a Hugo Wast y “La Corbata Celeste”, a Enrique Sienckewicz y su Trilogía Polaca, que comienza con la formidable “A Sangre y Fuego”; a Robert Louis Stevenson; o al hoy casi olvidado binomio Erckmann-Chatrian, con sus novelas que reconstruyen el ocaso del imperio napoleónico a través de la mirada de un joven relojero alsaciano sometido a la leva. Y también al Víctor Hugo de “Los Miserables” y poco después a León Tolstoi y a “Guerra y Paz”, aunque convengo que en esa primera etapa del descubrimiento de esta magna novela me detuve más en los episodios familiares y bélicos que en los densos capítulos de consideraciones histórico-filosóficas que constituyen el basamento que inspiró la obra y para justificar los cuales Tolstoi asumió su maravilloso emprendimiento. Sólo más tarde llegó Joseph Conrad, que hubiera significado un gran plus de emoción al placer que me otorgaron esas lecturas.
De entre todos estos escritores hay quienes descuellan por sus niveles de complejidad y excelencia. Tolstoi y Hugo tocan cimas difíciles de igualar, y Galdós y Conrad se ubican próximos al Olimpo; Stevenson ocupa un lugar insustituible y Scott es una piedra miliar del movimiento romántico, aunque en sí mismo sea también el primer referente de la literatura realista.
Desde luego, toda escala jerárquica en materia de arte es azarosa; varía con el tiempo, con la subjetividad del sujeto que recibe el mensaje y depende mucho de la sensibilidad que cada época desarrolla respecto a lo que son sus valores, pero el termómetro del gusto registra diferentes temperaturas y establece una distancia entre unos y otros. La perfección técnica puede acercar a algunos escritores; pero la profundidad del pensamiento y de la penetración psicológica, la capacidad para sentir y reflejar las causas hondas de los problemas, fusionando esas percepciones con una forma que les es indisociable, establece parámetros que imponen diferencias, ubicando a algunos autores por encima de otros.
Pero no es este el tema que nos interesa ahora; tratarlo exigiría acceder a un plano de reflexiones que excede al propósito de esta nota. Lo que nos importa acá es señalar la dignidad del género, el valor de la novela de aventuras combinada con la novela histórica, capaz de contener la dinámica de la ficción pura con –en ocasiones- un mensaje implícito dirigido a estimular, orientar y remover capas profundas de la conciencia, abriéndolas al sentido de la vida social. Asimismo, la enorme variedad de temas y escenarios que se pueden engranar dentro de sus marcos hace que el género se haya prestado siempre a servir como una escuela de estilo y como un campo de ejercicios para la maestría literaria.
El México insurgente
Entre los autores modernos que conozco -que son pocos, convengo en ello- ubico a uno en especial como heredero de esta tradición: el español Arturo Pérez Reverte. Su novela más reciente, “Revolución”, es un relato que tiene como elemento conductor la peripecia de un joven ingeniero de minas español, Martín Garrett Ortiz, que realiza su iniciación a la vida al quedar voluntariamente atrapado en los remolinos de la Revolución Mexicana en 1911. El azar, un azar al que el héroe del relato se presta deliberadamente al abandonar su hotel y lanzarse a curiosear por las calles al iniciarse la toma de Ciudad Juárez por la revolución maderista, lo lleva a servir como dinamitero en las filas de Pancho Villa. A partir de allí va a compartir la suerte los seguidores de este caudillo hasta su derrota en Celaya, tras la cual retornará a su patria, templado pero no quemado por los horrores de lo vivido, y nutrido por la experiencia de haber participado de un acontecimiento colectivo que lo desbordó y que al mismo tiempo le reveló lo superfluo, pero para él irreemplazable, de su existencia como individuo.
Se podría pensar que la aventura de Martín funge un poco a la manera del “elemento Mc Guffin”, como lo llama Hitchcock; es decir, como un pretexto a partir del cual se engancha un desarrollo donde lo que cuenta es la plasticidad con que la forma relata los hechos de la trama más que a los hechos en sí mismos. Para este caso, la dimensión, épica y atroz a la vez, de la revolución mexicana elevándose por encima de la psicología del protagonista. Pero esto no respondería, creo, a la verdad: más bien se tiene la impresión de que Pérez Reverte, al dibujar el recorrido iniciático del joven ingeniero –determinado al principio por la curiosidad más que por el compromiso- está pensando en su propia experiencia como reportero de guerra que durante dos décadas cubrió diversos conflictos bélicos, desde Eritrea a los Balcanes, y en el lento descubrimiento de que simpatiza con “los de abajo” más que con los triunfadores en la permanente disputa por un poder que siempre se escapa de las manos de quienes más necesitan disponer de él para enmendar la injusticia.
Temas
Los temas de fondo de “Revolución” son los que de alguna manera impregnan a toda la narrativa de Pérez Reverte: la guerra, o más bien el peligro; el coraje, el miedo, la condición humana que a todos nos iguala, pertenezcamos al bando que pertenezcamos; el amor, en este caso elusivo y falible, y el riesgo voluntariamente asumido como línea demarcatoria del orgullo viril.
Se puede definir a “Revolución” como una novela de aprendizaje, al modo en que podían serlo “Waverley” o “Rob Roy”, pero también como el conducto para una pintura destemplada, implacable, de un hecho social que fue la apertura de un período de cambios revolucionarios en los cuales las masas populares se transformaron de objetos en sujetos de la política, por mucho que ese rol haya sido luego mediatizado o disciplinado por el peso del establishment y en ocasiones por la traición de sus propios líderes.
La novela tiene mucho atractivo tanto para el lector avezado como para el que quiere escapar a la hipnosis lúdica de las pequeñas pantallas. Está contada con maestría y con la precisión del “pintor de batallas” que distingue al autor. La enormidad de los errores cometidos por Villa en la batalla de Celaya, que selló su sino como pretendiente al poder, están descritos con exactitud: querer tomar por asalto, una y otra vez, con cargas de caballería en terreno llano y surcado por canales, a fortificaciones defendidas con una profusión de armas automáticas era un desatino que no podía invocar como excusa el hecho de que los generales europeos estaban cometiendo por entonces (1915) las mismas insensateces en el frente occidental con efectivos de infantería.
Pero es todo el escenario de la revolución lo que desborda a través de las páginas del libro sin ahorrar sus contradicciones: las aspiraciones a la igualdad de los revolucionarios y su humanismo van de la mano con los fusilamientos, los ahorcamientos, las torturas a los enemigos, la ejecución sumaria de los oficiales e incluso la tropa que no eran asimilables al bando insurgente, y las correspondientes y multiplicadas represalias practicadas por el otro lado. Todas desfilan con profusión por las páginas de la novela, donde, como fue en la realidad, coexiste una sociedad adinerada que se da maña para sobrevivir y que espera a que las cabezas del movimiento caigan o se corrompan. O que, más sencillamente, cedan al “discreto encanto de la burguesía” y se amansen.
Aunque no estamos en condiciones de evaluar su exactitud, es interesante también el esfuerzo que hace Pérez Reverte para rescatar el habla popular mexicana de principios del siglo XX. Lo incisivo y a veces lo desaforado de ese lenguaje va de la mano con la violencia del entorno.
“Revolución” encaja, a nuestro entender, con lo mejor de las novelas sobre esa etapa de la historia mexicana. También es un logro por provenir de un autor que no es autóctono. En este sentido sólo el magnífico “México insurgente”, de John Reed, supera a las páginas del escritor español. Con la salvedad, por supuesto, de que en el caso del gran periodista norteamericano no se trató de una recuperación ficcional sino de unas crónicas extraídas de la realidad en carne viva.
La novela de Pérez Reverte es un cumplido relato de aventuras que nos acerca a recuperar la noción turbulenta de los tiempos modernos. El México revolucionario y su polvareda épica fueron el preludio del huracán que iba a recorrer el mundo desde 1917 hasta promediar la década de los 70. Este periplo estuvo surcado por un torrente que mezcló la esperanza con los desastres, la luz con las sombras, y los fracasos más horrendos con los triunfos y las experiencias sociales que modificaron el estado de cosas en el mundo con una radicalidad desconocida hasta entonces. Recuperar su memoria no está mal para un momento como el actual, tan descreído, tan perdido en la nebulosa comunicacional y la negación ética. Esto no significa que queramos volver a restauraciones imposibles ni a disposiciones ingenuas que en sus repliegues oculten una exultación bárbara por el cataclismo. Invirtiendo el predicado gramsciano, se trata de reconectarse a una disponibilidad que combine el optimismo de la voluntad con el factor moderador del pesimismo. “Revolución”, consciente o inconscientemente, cumple con esta premisa y se constituye, por lo tanto, en una obra más que recomendable para quienes deseen leer buena literatura y disfrutar de un entretenimiento nutritivo. Con este adjetivo no quiero significar “gastronómico” en el sentido que se le da al mero pasar el rato atracándose de sandeces, sino al aporte de conocimientos en torno a situaciones históricas, aventuras individuales e interrogaciones morales acerca del sentido de la vida, que acoplan la fruición del arte con el descubrimiento, a través de la percepción sensible, de las cosas de este mundo.
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“Revolución”, de Arturo Pérez Reverte. Alfaguara 2022, 459 páginas.