Tras mantener un estrepitoso silencio durante dos días, finalmente ayer habló Bolsonaro. En una brevísima alocución de un par de minutos el todavía presidente de Brasil se las arregló para dejar abierto por un momento el suspenso que había provocado con el retiro en que se había sumido tras la derrota del domingo. Pero, aunque no reconoció explícitamente su derrota frente a Lula da Silva, implícitamente sí lo hizo al afirmar que seguirá cumpliendo el mandato de la constitución. Lo cual supone que dejará el poder cuando venza su término en diciembre. Evidentemente, si el propósito de su aislamiento y su mutismo en el Palacio de la Alvorada había sido sondear sus apoyos militares y políticos para ensayar luego una denuncia de fraude, por tirada de los pelos que fuera, el ensayo fracasó. De cualquier manera sirvió para demostrar una vez más el carácter atrabiliario de su carácter y lo imprevisible que pueden ser sus actitudes. Rasgos estos que lo convierten en un factor de riesgo perdurable, toda vez que este perfil es lo que le ha valido recolectar el 49,1 por ciento de los votos contra el 50,9 por ciento que sumó su rival.
En la nota anterior decíamos que, aunque ganase los comicios, Lula lo iba a tener difícil en su gestión, aun si conseguía un margen de ventaja muy amplio sobre su rival. Y bien, no ha habido tal margen. En esta segunda vuelta Lula sumó tres millones de votos más al caudal electoral que había conseguido en la primera, mientras que el perdidoso Jair Bolsonaro acumuló ¡siete millones de sufragios extra! Y esto a pesar de varios incidentes a mano armada protagonizados por partidarios y partidarias de Bolsonaro, que se imaginaba deberían haberlo debilitado ante la opinión moderada.
Es evidente que no fue así y que se ha consolidado en Brasil una corriente reaccionaria coriácea, descontenta de todo, pero en especial de la política adornada con los rasgos del humanismo de izquierdas. Esa corriente requiere de soluciones drásticas, expeditivas y fáciles de implementar para acabar con el desorden. Un desorden que existe, pero del que no se indagan las causas y se prefiere adjudicar a un comunismo fantasmagórico. A pesar de que las anteriores gestiones de Lula habían conseguido reducir drásticamente la pobreza y el hambre y habían conseguido poner a Brasil en el primer peldaño de la escala que conduce al rango de las grandes potencias, las campañas de odio mediáticas, cebadas en el “lawfare” y facilitadas por las vacilaciones del gobierno de Dilma Rouseff, que transó en exceso con el “mercado”, abrieron la brecha que condujo al golpe institucional que la depuso. Los que vino después fue una pesadilla: el interregno de Michel Temer, el montaje del Lava Jato, el bloqueo de la candidatura de Lula a través una fraguada acusación de enriquecimiento ilícito, su condena a prisión y el año y medio que hubo de transcurrir recluido hasta que un sector sano de la misma justicia que lo había condenado, sancionó la inexistencia del delito del que se lo acusaba y ordenó su libertad.
En la mezcla de factores irracionales que se acumulan en esta síntesis se pone de manifiesto lo endeble de los cimientos que sustentan a la fiesta que celebró el retorno de Lula a la presidencia. Este rasgo es común al giro democrático que se ha registrado en estos años en América latina, aunque por supuesto con las marcadas diferencias que existen, por ejemplo, entre experiencias como la mexicana de López Obrador o la de Alberto Fernández en Argentina. Bien definida la primera, y jaqueada la segunda no sólo por el horrendo peso de la deuda que nos regaló Mauricio Macri, sino también por la indefinición y las contradicciones del primer mandatario y asimismo por las del conjunto político que debería sustentarlo.
En Brasil el rejunte de fuerzas que han servido para que Lula alcance su agónico triunfo va a ser muy difícil de mantener. Si alguien puede hacerlo es justo Lula, cuya muñeca política es legendaria, junto a la de su honestidad personal y su ideario socialista. Es el hombre para la circunstancia, pero le aguardan múltiples pruebas. La primera demostración de lo inconfortable que se le presenta el escenario estuvo dada por los bloqueos de ruta practicados por el poderoso sindicato de los transportistas, que protestaban contra la “injusticia” del resultado electoral y reclamaban una intervención militar que anulase las elecciones. De momento la intentona no prosperó, probablemente por la falta de interés de los militares en inmiscuirse en un acto tan aberrante, y también seguramente por la advertencia indirecta de Estados Unidos al felicitar Joe Biden a Lula da Silva por su victoria en las elecciones, apenas esta fue proclamada. Pero no hay mayores dudas de que el día y medio de silencio que el presidente Bolsonaro se tomó antes de conceder que cedería el mando –pues en ningún momento reconoció la victoria de su rival- fue, como dijimos al principio, un sondeo para ver qué pasaba. El espontáneo y enorme festejo popular en las calles sirvió para sofocar y quitarle filo a la conspiración.
Las tareas a venir serán indisociables del camino que tome el conjunto de los países de América latina. En este sentido la victoria de Lula es un soplo de aire fresco, que puede venir a reanimar las frágiles flores del renacimiento progresista. Pero conviene no hacerse muchas ilusiones. Sólo promoviendo políticas que remuevan a las masas en torno a temas centrales y conciten su apoyo combativo en las calles va a ser posible controlar, en Brasil y otras partes, a las fuerzas irracionales que están proliferando al conjuro de las propagandas de odio, las fake news y el acelerado desprestigio de la clase política. Para eso hacen falta instrumentos ideológicos, doctrinas y vectores partidarios que, hoy por hoy, se echan de menos. Nada se hace en un día, sin embargo, y haber impedido la continuidad en el gobierno de un desquiciado como Bolsonaro es un indicio de que hay una capacidad de resistencia desde la que se puede empezar a construir el futuro.