Hasta hace unos pocos días la “operación especial rusa en Ucrania” podía reivindicar su éxito si se lo medía con los parámetros de una cierta racionalidad bélica. Se había aliviado la presión sobre la Ucrania rusófona, sometida a constante acoso por el gobierno de Kiev desde hacía ocho años, se había establecido la conexión terrestre con Crimea y se había integrado a las repúblicas populares de Donetsk y Lugansk, que aguardan en este momento el referéndum por el cual se descuenta que ingresarán a la Federación Rusa.
El intento inicial de provocar la caída del gobierno de Volodomir Zelenski fracasó por la decisiva injerencia occidental, que comprometió una cuantiosa ayuda militar y económica para sostenerlo en su puesto, mientras Washington daba rienda suelta a sus planes para emboscar a Moscú en un conflicto de larga duración y montaba un escenario global dirigido a cercar a Rusia y a reducir a la obediencia a la Unión Europea, empujándola a tomar partido en un conflicto que comprometerá definitivamente sus chances para propulsarse algún día como un bloque regional de poder, independiente de Estados Unidos.[i]
Rusia ha evadido hasta ahora la trampa. Es difícil que pueda seguir haciéndolo, dados los acontecimientos de la semana pasada. Pese a la lentitud de las operaciones militares, que hasta aquí se habían distinguido de parte rusa por un uso muy ponderado de la fuerza, se había arribado a un estatus quo con el cual supongo que las autoridades del Kremlin esperaban llegar a un estadio negociador que de alguna manera pusiese parches al conflicto. De ahí su flexibilidad para garantizar los corredores marítimos que permitirían a las exportaciones ucranianas zarpar de Odesa y abastecer de granos a un mundo que en muchas regiones está amenazado por la hambruna y que, en cualquier caso, ve resentida gravemente a su economía al sumar esta crisis de escasez a las sucesivas que ya acumulara la pandemia.
Si esa era la esperanza, puede decirse que, más que de expectativas, se trataba de ilusiones. Dada la tesitura agresiva e inconciliable adoptada por Estados Unidos y sus socios menores a lo largo de las décadas que lleva la expansión –lenta, pero constante- de la OTAN hacia el este, todo indicaba que ese deseo moscovita no iba a encontrar eco. Los presupuestos de la geoestrategia diseñada por Zbygniew Brzezinski, Robert Kagan y otros, apuntan a desarticular a Rusia como factor de poder capaz de atraer a una miríada de estados y de erigirse en superpotencia. Ucrania es uno de los elementos, tal vez el más importante, cuya integración o apartamiento de Rusia hacen la diferencia entre la superpotencia y una potencia de rango regular.
“Psy-op”
Las “Psy-op” (operaciones psicológicas) cumplen una función muy importante en la guerra moderna. Siempre la han tenido, pero la naturaleza de la guerra híbrida y la enorme irradiación de los medios de comunicación actuales exacerban esta cualidad. Las potencias occidentales son maestras en el manejo de la información, mientras que los rusos, sea porque no disponen todavía de los reflejos que da el ejercicio de la propaganda en una sociedad de larga data competitiva, sea porque como consecuencia de su postura obligadamente más transigente, no practican el ejercicio de las “fake news” con la desvergonzada impudicia de sus enemigos; se quedan un poco a la retranca en este asunto.
En estas condiciones, días pasados se produjeron operaciones ucranianas que consiguieron ocupar las ciudades de Izium y Jersón. Los media occidentales dieron gran publicidad a la noticia y también al hallazgo de una fosa común en los bosques linderos a la primera ciudad, fosa que según una primera información contenía alrededor de 400 cadáveres y, según otra, posterior, algo más de ciento, incluido un niño. De inmediato se habló de “limpieza étnica” realizada por los rusos. Es imposible discernir lo que hay de verdad o de mentira en estas afirmaciones. Después de que los rusos abandonaran el sitio de Kiev, se denunciaron masacres perpetradas por sus tropas, sobre las cuales tiempo después no se volvió a hablar; no sería raro que en este caso ocurriese algo parecido. La puesta en escena en un bosque como teatro de una matanza remite a los sombríos recuerdos de los asesinatos masivos producidos durante la guerra civil rusa y la segunda guerra mundial. En especial a la del bosque de Katyn, donde la policía política de Beria y Stalin “liquidó” a 15.000 oficiales del ejército regular polaco en 1940. Estos recuerdos o la difusa presencia de los mismos en la mente del público dotan a las nuevas versiones de un aura de credibilidad.
Ahora bien, más allá de las consideraciones que puedan hacerse acerca de esos hechos, subsiste el dato de que son parte de una operación militar mayor. Es decir, que el ejército ucraniano se ha puesto en condiciones de retomar la iniciativa y de recuperar partes del territorio que había perdido. Es improbable que pueda hacerlo por mucho tiempo más; el costo de la operación, la pérdida en vidas humanas, no es cosa que pueda permitirse indefinidamente. Esto no le importa a la marioneta de Zelenski, ni a sus mandantes en Washington y Londres, muy dispuestos a seguir la guerra hasta el último soldado ucraniano. Habría que ver qué piensan estos. Y qué piensa la población ucraniana. Y qué puede resultar de esta reflexión.
De momento, sin embargo, el dato fundamental, el que excita los mayores interrogantes, es otro: ¿cuál es la real consistencia del ejército ruso?
Los rusos y las armas
La historia suministra indicaciones que ponen de relieve cierta tendencia a desarticularse o cierta falta solidez en los ejércitos rusos. Siempre impuso a la imaginación de sus contrincantes, en un primer momento, más por su masa que por su eficacia. Esto tuvo consecuencias nefastas para quienes los enfrentaron: en la raíz de los fracasos catastróficos de Napoleón y Hitler estuvo esa falsa figuración. Pero es un hecho que, por una razón u otra, los ejércitos rusos han ido una y otra vez a la batalla sin la preparación necesaria para alcanzar sus objetivos de una manera clara y rotunda. Las desastrosas derrotas de las tropas zaristas contra los japoneses en 1904-1905 y contra Alemania entre 1914 y 1917, y luego las del Ejército Rojo contra ese mismo enemigo entre 1941 y 1942, más la deficiente actuación de ese ejército en la guerra contra Finlandia en 1939-40, fueron en más de una ocasión motivo de asombro para los expertos occidentales. Pero la formidable capacidad de recuperación de esas formaciones después de los fiascos iniciales también provocó el asombro… y el temor.
Ahora, sin embargo, las causas de la indefinición de la “operación especial” parecen estar más claras. No ha habido “purgas” que fragilicen al cuerpo de oficiales, como en tiempos de Stalin, ni que se sepa hay incompetencia o corrupción en los mandos. Más bien parece ser que el objetivo de neutralizar a los “ucronazis” sin recurrir a operaciones de una magnitud que Moscú quiere evitar, se está haciendo muy difícil en las condiciones del respaldo occidental a Kiev y sobre todo en un marco geográfico como aquel donde se dirime el conflicto. Las extensiones de la estepa y de los bosques ucranianos (o bielorrusos, o rusos) son imposibles de controlar sin recurrir a grandes contingentes, es decir, sin apelar al reclutamiento obligatorio, que ponga a cientos de miles o a millones de soldados en pie de guerra. Para colmo el ingreso de Finlandia a la OTAN obsequia a Rusia con otros 1.340 kilómetros de frontera para defender.
Así, pues, el intríngulis militar planteado a Moscú en Ucrania tiene sus bemoles. Si se excluye una conmoción interna que desaloje a Zelenski y los suyos del poder, tras la ofensiva ucraniana, para Rusia no queda otro camino que potenciar su ejército y endurecer sus procedimientos. El discurso que ayer dio el presidente Putin proclamando una movilización parcial de las reservas está reconociendo este hecho. Pero no basta con definir el problema con medidas administrativas y con la enésima advertencia de que no se tolerarán las amenazas a la integridad territorial rusa, sino de poner en acto el sentido de esas medidas en el terreno de operaciones. Putin hizo flotar en el aire la amenaza nuclear al advertir que si su país era chantajeado con el recurso atómico Rusia disponía de iguales y superiores armas para hacer frente a la amenaza.
Se ha vuelto a los tiempos de la guerra fría. Pero en un registro más alto, si cabe. Porque jugar con fuego en la frontera de una potencia nuclear es un oficio riesgoso. La réplica norteamericana al discurso de Putin, de aparatosa indignación, no calibra o simula no calibrar la dimensión de lo que dijo el presidente ruso, cuando indicó que no estaba blufeando. Pero en cualquier caso el juego de la propaganda y contra-propaganda sigue funcionando a favor de occidente. Pues nadie ha amenazado a Rusia explícitamente con un bombardeo nuclear, ni antes ni ahora. La jugada es más sutil: se trata de arrinconarla para anular –en parte- el tiempo de su capacidad de retaliación en el caso de que un acto de esa naturaleza se verifique. Lo que equivale a algo mucho más grave que una amenaza explícita.
¿Cómo reaccionarán ahora los rusos ante el avance ucraniano? Es posible que este se detenga o sea derrotado en poco tiempo, pero el revés propagandístico y la pérdida de credibilidad que ese progreso territorial significa van a tener que ser revertidos. Y sobre todo, el Kremlin debe llevar el conflicto a una conclusión, a menos que acepte encenagarse en el charco de lodo de una guerra que no tardará en ser impopular. Los expedientes militares de que dispone se supone que son muchos. Tiene una supremacía aérea absoluta, lo que debería facilitarle enormemente las cosas en un choque frontal con el blindaje occidental con el que cuenta su enemigo. Su información satelital debe ser equiparable a la del otro bando. La posibilidad de hacer tabula rasa con la sede del gobierno de Kiev y con los puntos nerviosos donde se concentran los asesores y mercenarios de occidente también debería estar al alcance de la mano. Y también bombardear y destruir las vías por las que circula el abastecimiento del armamento que occidente provee a Ucrania. Sin hablar de la interdicción marítima del comercio de ese país, en especial a partir del momento en que se verificó que los contenedores de granos que Rusia dejó salir de Odesa para abastecer, hipotéticamente, a las zonas deprimidas del planeta, en realidad han recalado en puertos de países occidentales, donde su carga se sospecha podría ser comercializada con buenos beneficios…
Son estas, claro está, medidas de alto riesgo y que seguramente provocarán un terremoto mediático, político y probablemente militar. Pero este es el camino en que el mundo se encuentra gracias, sobre todo, a la obcecada locura de la clique de geoestrategas occidentales, empeñados en reducir a Rusia (¡y a China!) a la insignificancia en aras del proyecto de hegemonía global propulsado por el turbocapitalismo neoliberal, emperrado en abolir todo lo sólido –nación, familia, estado- para implantar la dictadura impersonal de la maximización de la ganancia y de los flujos del dinero.
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[i] Forzar a los países de Europa a cortar con la compra de gas ruso, no daña tanto a Rusia como a la misma Europa, que se ve obligada a adquirir ese mismo elemento a un costo incomparablemente superior a los Estados Unidos o en el Medio Oriente. Esto no sólo precipita una debacle interna en materia de inflación y precios en Europa, sino que trastorna la industria y compromete el empleo. Las secuelas de esta situación están todavía por verse, pero a los mandantes del Deep State y del Pentágono el problema no parece preocuparlos, por ahora.