Una prospectiva en política puede ser cualquier cosa menos exacta. Sobre todo si atiende a los asuntos internacionales, donde las variables se multiplican y se entrecruzan. Pero es inevitable formularla tentativamente, tanto para los que los que la actúan como para los que la sufren. A estos últimos nos queda al menos el consuelo de la diversión intelectual que comporta evaluar los acontecimientos. Y a los primeros debería servirles para comprender la realidad sobre la que trabajan, y gestionar en consecuencia.
Los últimos tiempos -podrían decirse los años más recientes, si tomamos como punto de partida para definir este período el arranque de la pandemia y la guerra en Ucrania- ofrecen una gran cantidad de novedades que están indicando un punto de inflexión, un cambio de era en la historia contemporánea. Contemplamos el choque entre un proyecto decadente y en crisis, el del gran capitalismo financiero capitaneado por Estados Unidos, que pretende hegemonizar el mundo de acuerdo a una concepción devastadoramente asimétrica de la distribución de la riqueza, y otra que, de alguna manera, heredaría las teorías del socialismo histórico, y se apuntalaría primero en una organización supranacional de bloques regionales (BRICS, etc.) para proceder, andando el tiempo, hasta una configuración global no hegemónica. Esto no quiere decir que haya un proyecto normativo en este sentido, pues los imponderables sembrados en el camino son demasiados y no se ve ninguna fuerza doctrinaria preparada para asumir orgánicamente la tarea; pero digamos que eso sería lo que el instinto de supervivencia le marca a la humanidad para seguir prosperando. No es casual que Rusia y China, que protagonizaron en su momento los dos cambios revolucionarios de mayor magnitud social en el siglo XX, aparezcan ahora capitaneando las agrupaciones resistentes al capitalismo anglosajón. Y, en consecuencia, a la devastación neoconservadora.
La coyuntura que está comenzando a atravesar el mundo está cargada de fermentos de una intensidad nunca vista en la historia. En primer término existe la posibilidad del suicidio de la humanidad, sea por un apocalipsis nuclear, sea por un cambio climático inducido por el hombre, con su cortejo de catástrofes naturales y pandemias. Ninguno de los dos factores puede excluirse, en especial el primero. Porque, aún si no existiese algún personaje decidido a apretar el botón –y que los hay los hay, sin duda alguna- la posibilidad de un error humano o de un fallo técnico en los sistemas de seguridad que ponga las cosas fuera de control siempre estará presente.
Temor
El momento actual se caracteriza por un recrudecimiento de la agresividad del bloque occidental, que en realidad no es otra cosa que el temor que al núcleo rector de la economía y el poderío mediático y militar norteamericano le inspira el carácter imparable del crecimiento del poderío chino y la recuperación de Rusia como gran potencia, dueña asimismo de una capacidad de retaliación nuclear que vuelve a poner sobre el tapete la ecuación de “la destrucción mutua asegurada”. El ascenso de China es imposible de detener y frente a él vuelve a cobrar vigencia el considerando central del memorándum Crowe, tan citado por Henry Kissinger en sus estudios sobre la diplomacia moderna: “La estructura y no el motivo es lo que determina la estabilidad: en esencia las intenciones (de Alemania en aquel caso, pero podrían ser las de China o Rusia hoy) no importan, lo que importan son sus posibilidades”.[i] Es decir que, por buenas, pacíficas o no agresivas puedan ser las políticas de estas dos potencias, no importa porque, a la postre, serán anuladas por las tentaciones inherentes a su poderío. O, para ponerlo en buen romance, que, según marchan las cosas, en poco tiempo más ese poder en ascenso se constituirá en una barrera insalvable para el proyecto hegemónico de la oligarquía político-militar de Estados Unidos y del conjunto de intereses que representa y que han sido los conductores del ordenamiento mundial hasta hoy. Y ello precisamente en el momento en que, al vencer en la Guerra Fría, avizoraban el cumplimiento del “fin de la historia”; esto es, su reino indiscutido en la cima del poder mundial, desde donde ordenarían las operaciones policiales que fuesen necesarias para poner orden en la colmena.
Francis Fukuyama, que tuvo la desafortunada ocurrencia de inventar ese atractivo pero rápidamente desprestigiado título, entendió a mediados de los ’90 que lo que venía era una etapa de prolongado aburrimiento, en la cual los focos de interés se trasladarían del campo de quehacer político al de la revolución científica.
Y bien, si esta última depara sorpresas incesantes, el ámbito de la historia fáctica, de los hechos sociales, políticos, económicos y militares, reivindicó sus derechos y se reveló a su vez como cualquier cosa menos aburrido, despeñándose en una catarata de hechos cuyo dinamismo no hace sino acrecentarse día a día, mientras que las operaciones “policiales” dirigidas a “poner orden” en el mapa, se entierran, fracasan y abren el espacio a confrontaciones donde otra vez los contendientes por dos modelos de ordenamiento mundial se desafían cara a cara.
Paradoja
De un lado tenemos a la oligarquía capitalista que se mueve en torno al modelo de la maximización y concentración del beneficio, por encima de los estados nacionales, y que procura en realidad abolir estos para instalar la dictadura de una oligarquía planetaria, y del otro a unas experiencias nacionales que no terminan de definir su perfil, pero que incorporan la comprensión de que es preciso generar un cambio que tome en cuenta la existencia de masas de pueblo que requieren ser encuadradas en marcos dentro de los cuales puedan reconocerse. Es decir, en configuraciones nacionales y culturales de vieja data que proporcionen un hogar y unos parámetros por sobre los cuales puedan ir ordenándose las coordenadas del cambio. América latina, África, Asia, el Medio Oriente, la Europa continental, están repletas de estos fermentos, poseen grandes culturas, una tradición de resistencia al sufrimiento que deja muy atrás a la experiencia dura pero energizante y optimista de la breve historia de Estados Unidos.
Paradójicamente, el sueño internacionalista de los profetas del socialismo parece haber caído en las manos de una élite anónima de aventureros que buscan un gobierno mundial tiránico, que se esforzará en mantener y profundizar aún más la desigualdad existente utilizando todos los medios a su alcance, incluida la anarquía del comportamiento social, con la proliferación de las políticas transgénero, la pauperización y vulgarización educativa, el caos mediático científicamente orientado a producir el desconcierto y la anomia, la destrucción del estado responsable y su reemplazo por organismos cuyos personeros se comportan como marionetas del “estado profundo” que los manipula.[ii]
Al frente se dibujan presencias que recogen el mandato de justicia social y coherencia cultural que en el pasado ha sido patrimonio de la izquierda, aunque no ha sido ignorado a muchas formaciones de derechas, con mayor incidencia de la justicia social entre las izquierdas, y un mayor énfasis del factor cultural o incluso religioso en la derecha conservadora de buen cuño –es decir, honesta, no enfeudada al egoísmo desenfrenado de un capitalismo cada vez más abstraído en sí mismo. Esta confrontación a que nos referimos no está clara: existe más bien como una tendencia antes que como una formulación explícita, aunque tanto Vladimir Putin como Xi Jin Ping la hayan planteado en algunos discursos.
De todos modos la realidad es implacable; incluso poseyendo herramientas ideológicas que permitan orientar mejor el combate, la naturaleza de las cosas planteará siempre la lucha en el plano de la política de poder, en especial en este momento en el cual el complejo militar-industrial de Estados Unidos recauda formidables ganancias debidas a la proliferación de los conflictos y a la necesidad de prepararse para enfrentar otros mayores. 750 bases norteamericanas distribuidas alrededor del mundo, su entramado logístico, las enormes flotas navales y aéreas que se distribuyen en ellas, los efectivos que son necesarios para habitarlas y mantenerlas y el presupuesto (oficial, pero que seguramente tiene adendas muy considerables que circulan por canales secretos) que suma 850.000 millones de dólares, dan la pauta de un calentamiento de la situación global que en algún momento terminará por explotar en enfrentamientos tal vez dispersos, pero en gran escala. Imploremos para que esos choques en ningún caso rebasen el umbral nuclear.
Tal como evolucionan las cosas parece que el plan maestro de la OTAN (es decir, de Washington) persiste en excitar la rusofobia y en usar a los ucranianos en una primera instancia y a los europeos en una segunda, como carne de cañón para hostigar a Rusia, en la esperanza de que la combinación de que la presión militar con la económica termine, uno, con cualquier pretensión europea por recuperar su vieja estatura y configurarse como una fuerza autónoma; dos, con el ascenso ruso, al quebrarse su frente interno. China quedaría sola en ese caso, haciendo viable o más factible su estrangulamiento por vía militar.
Es difícil, por no decir imposible, que esta hipótesis se verifique. Tanto los rusos como los chinos están muy conscientes de que se necesitan mutuamente frente al poderío norteamericano y ninguno de los dos dejará caer al otro sin plantear un desafío total al poderío del sistema controlado por USA. Está por verse, además, si los europeos se dejarán ganar por esa suerte de molicie histórica que hoy predomina entre ellos y se resignarán a ser manejados por un amo trasatlántico, o si reencontrarán su alma y se decidirán a ser protagonistas de su propio acontecer.
Asesinato
Sobre el cierre de esta nota nos llegó la noticia del asesinato de Darya Dúguina, hija del filósofo y politólogo ruso Alexander Dugin, conocido por su amistad con Vladimir Putin, sobre quien ejercería una importante influencia intelectual. Los servicios rusos acusaron a sus homólogos ucranianos de haber planificado el atentado, que habría tenido por verdadero blanco a Dugin padre, quien cambió a último momento el vehículo que conducía con su hija por otro. El coche siniestrado voló como consecuencia de la explosión de 400 gramos de plástico adheridos a la carrocería bajo el asiento del conductor. El gobierno ucraniano se apresuró a desmentir la autoría del golpe, y sus voceros oficiosos no tardaron en difundir que en realidad se trató de un atentado de falsa bandera perpetrado por los rusos.
Creo que esta hipótesis no merece el menor crédito. ¿A santo de qué iban los rusos a cometer ese acto? ¿Para justificar una próxima ofensiva? Pero,¿es que a esta altura del partido tienen necesidad de justificar nada? Uno más bien tendería a pensar en el activismo de los “ucronazis” que controlan los servicios ucranianos con la asesoría y los implementos con los que la CIA y el MI6 británico los atiborran. Cabe pensar en una provocación para generar una espiral de represalias y contra-represalias que favorezca el desprestigio ruso en la opinión occidental. Peor aún, podríamos estar al comienzo de una campaña destinada a eliminar figuras clave. Como la que el Mosad israelí practica con regularidad en el Medio Oriente, donde suprime no solo a los jefes guerrilleros o terroristas sino también a los científicos árabes cuya eliminación, por alguna razón específica, obstaculizaría el progreso de los programas que esos países llevan adelante para dominar la tecnología nuclear.
El universo donde se dirime el poder no es un lugar plácido. Pero convengamos en que hoy su atmósfera se está enrareciendo más rápido que nunca. En el centro, en la periferia y también en la Argentina.
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[i] Henry Kissinger, “La diplomacia”, FCE México 1995, página 188.
[ii] Uno de los mayores problemas que afrontan los movimientos populares para organizarse con coherencia proviene del error que sus sectores progresistas más radicales cometen al sobredimensionar temas que pueden ser importantes para ciertos colectivos, pero que, en conjunto, no representan sino una fracción relativamente pequeña de una problemática general inmensamente más importante. De algún modo, este fallo es una confesión de impotencia: incapacitados para hacer la revolución, se refugian en el pataleo en torno a temas que pueden suscitar escándalo pero que no molestan al sistema. Ese error los induce, como en el caso del indigenismo a ultranza que exhiben muchos, a cometer equivocaciones de apreciación histórica que son una pésima escuela a la hora de evaluar la realidad política. Es en este sentido también que debe entenderse el mal que causa el acompañamiento frívolo a los desbordes de las políticas de género, del “orgullo gay” y del feminismo más intransigente, con el aditamento del “lenguaje inclusivo”, aberración que daña y complica a ese espléndido medio de comunicación que es el español. Nada de esto es casual: la mano del imperialismo y de sus prácticas divisionistas y diversivas está detrás de estas trampas para ingenuos. Y es bastante obvio que tienen éxito: amplios sectores de pueblo se sienten extraños a esas prédicas y prácticas, que suelen causarle no tanto indiferencia como rechazo. Nuestros progresistas deberían preguntarse hasta qué punto su desmedida agitación en torno a estos asuntos no juega un importante papel en el respaldo popular que políticos como Trump o Jair Bolsonaro consiguen entre los electores. Las provocaciones gratuitas pueden resultar divertidas para “épater le bourgeois”, pero pagan un precio muy caro en política.