En estos días un par de declaraciones formuladas por personajes de envergadura han puesto sobre el tapete temas que hacen a la raíz de los problemas que complican al mundo. Por un lado Henry Kissinger, el ex secretario de Estado de Richard Nixon y Gerald Ford, advirtió sobre los riesgos de una confrontación inacabable con China a la vez que señaló la pequeñez y el carácter mezquino de la visión histórica y geopolítica de los actuales dirigentes europeos (y por extensión de los norteamericanos, que son quienes los manipulan). En una entrevista concedida a la agencia Bloomberg, Kissinger evocó con nostalgia a las figuras de los estadistas europeos de gran importancia, como Charles de Gaulle y Konrad Adenauer. Más discutiblemente equiparó o al menos aproximó a Margaret Thatcher a la talla de estas figuras. Pero del conjunto de su argumentación se deduce la pobrísima impresión que le genera el liderato europeo occidental por estos años. Y decimos europeo occidental porque, a estar por anteriores declaraciones de Kissinger, evalúa en un rango muy superior a una figura como Vladímir Putin.
En este plano de consideraciones no vale la pena detenerse a considerar los crímenes de guerra cometidos por el “inefable Henry” en medio mundo y a lo largo de sus diversas gestiones. Es un hombre del sistema y su disposición a violar la ley internacional y los derechos humanos son los mismos que practican muchos otros personeros de este; pero en el caso de Kissinger al menos hay que reconocerle que cometió esas transgresiones de acuerdo a un programa asumido sin disimulo. La lucidez intelectual parece haberle importado siempre más que la retórica política. Es posible que sea por eso que sus libros poseen el interés que tienen.
La pequeñez de miras de los dirigentes que denuncia Kissinger no hace más que subrayar la decadencia de las formas liberal-burguesas de conducir los asuntos del mundo. Las dos guerras mundiales no pasaron en vano: sólo las superpotencias (EE.UU, Rusia, China, India, quizá Brasil, si se propone como parte descollante del conglomerado iberoamericano) cuentan o pueden contar como factores determinantes de los asuntos mundiales. Cualquier intento europeo de pesar en el curso de las cosas de la manera en que lo hacen China o Estados Unidos o la misma Rusia, en las condiciones actuales de seguidismo a los dictados de Washington, parece impensable. Los intentos modernos de unificar el continente y mantenerlo al nivel de su influencia histórica, fracasaron. Uno, el prohijado por Adolfo Hitler de forma autoritaria, racista y vesánica, se hundió por su propia desmesura, que erigía a Alemania en la autoridad excluyente; y el otro, lanzado por estadistas como De Gaulle o Adenauer, ya con una Europa empequeñecida en relación a sus contrincantes globales y habitada, aparte de esas dos personalidades, por figuras que no daban la talla de gobernantes que se requería para abordar un proyecto de tanta envergadura, terminó cuajando en la actual Unión Europea, ceñida a las orientaciones norteamericanas y corta de inventiva e iniciativa.
Así hemos venido a dar a una situación que muestra a unos gobiernos europeos que al no saber desligarse del patronazgo norteamericano, ponen en riesgo su propia existencia. Al aplicar sanciones económicas y embargos a los rusos, generan un efecto bumerán tanto por el daño que se autoinfligen al cambiar energía barata por energía carísima, como por provocar medidas retaliatorias que trastornan su andamiaje económico. Como las que pasan por la decisión del Kremlin de exigir el pago en rublos del petróleo que les exportan, o cortando el suministro de gas por el Nord Stream, que pondría al oeste de Europa frente a la amenaza de un invierno durísimo, con un encarecimiento de la energía que acarreará una inflación que ya es, para ellos, galopante. A la que se pude sumar una fuerte elevación en la cota del desempleo.
La naturaleza geopolítica de la guerra en Ucrania, el carácter defensivo que la misma tiene para Rusia, no se le escapa a ninguno de los dirigentes europeos. Sin embargo, salvo en el caso del húngaro Víktor Orban, no dan señales de querer reaccionar y fijar su propio rumbo en el maremágnum de la crisis. Uno de los primeros síntomas de la confusión a que este impasse puede llevar es la crisis de gobierno producida en Italia, donde el primer ministro Mario Draghi, un economista reputado como riguroso adalid de la ortodoxia neoliberal y expresidente del Banco Central Europeo, acaba de presentar su dimisión tras la ruptura de su coalición de gobierno, hasta cierto punto determinada por el rechazo que causó su programa de ajuste, combinado con otro de apoyo económico y armamentístico al gobierno de Kiev. Dada la importancia de la deuda italiana con el BCE, la caída del gobierno Draghi debilitará aún más al euro, ya en retroceso frente al dólar. En una situación de inestabilidad como la actual este tipo desarrollo podría tener consecuencias muy negativas para el curso de los negocios en la Unión Europea e incluso podría ser un preanuncio de su fractura.
Putin
Vladimir Putin es sin duda uno de los perfiles políticos más interesantes de las últimas décadas. No hay nada de mediocre ni de irresoluto en él. El ex agente de la KGB ha realizado una carrera no precisamente meteórica, pero sí constante, inteligente y voluntariosa. En tanto salido de las filas de los servicios de inteligencia se puede aventurar que está embebido de la vieja tradición rusa de la administración velada u ostensiblemente policíaca del poder, y de una comprensión muy clara de las relaciones de fuerza internacionales. Y en tanto retoño de la vieja Unión Soviética podemos estar seguros de que se ha formado percibiendo la amenaza que el imperialismo capitalista representa para todo pueblo que no esté en condiciones de defender sus intereses o para cualquier estado que no se ajuste a las normas del mercado.
Le tocó vivir el derrumbe de la Unión Soviética y el naufragio del comunismo. Parece haberlo sufrido más como patriota ruso que como miembro de la sociedad soviética. Durante mucho tiempo pareció culpar a la revolución de 1917 de la desintegración de la gran Rusia y aún hace poco tiempo hizo recaer en Lenin la responsabilidad de haber “inventado” a Ucrania, otorgándole una autonomía nacional que no poseía.[i] Su cometido principal, una vez que asumió el poder, fue restaurar la potencia militar de su patria para reproponerla como primera figura en los asuntos mundiales, sacándola del estado de postración y corrupta anarquía en que la había sumido la gestión de Boris Yeltsin al abrirla de par en par al asalto del neoliberalismo y de la neoburguesía mafiosa.
Putin, sin embargo, nunca se llamó a engaño respecto de la magnitud y las bondades (que perduraron más que sus horrores) de la construcción soviética. La bandera roja con la hoz y el martillo está siempre presente en los desfiles del 9 de mayo cuando se festeja la victoria en la “Gran Guerra Patria”; en su septuagésimo aniversario se la antepuso incluso a la bandera rusa. Hay una frase suya que dice mucho de su peculiar modo de experimentar la historia: “El que quiera restaurar el comunismo no tiene cerebro; el que no lo eche de menos no tiene corazón”.[ii]
Últimamente parece haber reciclado su vieja formación. En una reunión del Afi Forum –un organismo ruso que estudia y aconseja sobre financiaciones y desarrollo sustentable- Putin se explayó con crudeza. Estimó que un orden unipolar (como el que pretende el núcleo duro del capitalismo) es una carga para el desarrollo global, pues el predominio de la oligarquía occidental es “racista y neocolonial por naturaleza…”, y que occidente “dispone de una posición de liderazgo en el mundo debido a que roba a los otros pueblos”. Ese es un modelo inviable, dijo, y afirmó que está asomando una nueva era en la cual sólo los estados auténticamente soberanos podrán alcanzar altos niveles de desarrollo. Respecto a su propio país dijo que debe abrirse más a la democracia y que debe moverse hacia adelante y no descansar sobre los laureles ganados por sus ancestros.
No podemos saber si Putin no quiere o no puede establecer una conexión entre esos planteos y los del marxismo revolucionario, pero la similitud entre ambos es patente. Este hecho debería hacernos pensar en la necesidad de recuperar –o más bien, de reinventar o recrear- un credo activo, doctrinario sin dogmatismos y capaz de organizar a la protesta o el descontento de las masas convirtiéndolas en una herramienta operante, que sea capaz actuar dentro de la realidad en base a parámetros que se acuerden dialécticamente con cada circunstancia.
¿Es mucho pedir? Tal vez. Pero, ¿qué otro camino queda?
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[i] Al afirmar eso Putin no toma en cuenta que la política bolchevique dirigida a abolir “la cárcel de naciones” que representaba el imperio zarista, respondía tanto a una concepción ética como a una necesidad política: dar espontáneamente libertad cultural a los pueblos alógenos significaba sustraerlos a la contrarrevolución y enfrentarlos a los ejércitos de “guardias blancos” que, con el apoyo de las potencias aliadas pretendían tomar Moscú y restaurar el viejo orden, al menos en lo referido a esos pueblos. Que después esa generosidad bolchevique no haya respondido a lo prometido, no fue óbice para que cumpliera buena parte de sus cometidos y para que en consecuencia la URSS se mantuviera unida ante la gran prueba de la segunda guerra mundial.
[ii] Citado por Emmanuel Carrère en el acápite de su novela biográfica “Limónov”.