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24
JUN
2022
Gustavo Petro se dirige al pueblo tras ser declarado vencedor en las elecciones de Colombia.
Gustavo Petro se dirige al pueblo tras ser declarado vencedor en las elecciones de Colombia.
El triunfo de Gustavo Petro en Colombia es histórico, pero frágil. Latinoamérica vira moderadamente a la izquierda; sin embargo, ese viraje requerirá de una movilización constante para mantenerse.

El triunfo de Gustavo Petro en Colombia ha sido saludado con alborozo por la izquierda latinoamericana y por los movimientos nacional-populares en general. Con razón, sin duda, pues el acceso al gobierno de un exponente de la izquierda representa un hito en la historia de ese país tan castigado por la guerra civil, el narcotráfico y la permanencia de una casta latifundista en el poder. Sin hablar de la presencia de varias bases militares de Estados Unidos, que otorgan a Colombia el carácter de un portaaviones terrestre para las fuerzas del Comando Sur del ejército de Estados Unidos, encargado de vigilar al “patio trasero” y estar listo para intervenir –indirecta o directamente- en los lugares del subcontinente que puedan requerir especial atención.

La mención de estas rémoras que afligen a la sociedad colombiana está indicando la enormidad de los retos que Petro habrá de encarar si quiere modificar con cierta profundidad el estado de cosas que afecta a su país. Explica también el pacifismo extremo que vertió en su primer discurso. Su vehemente llamado a la concordia, al fin de la violencia y al diálogo entre todos sin duda refleja el estado de ánimo de la sociedad colombiana, pero no parece ser muy compatible con los factores de discordia que anidan allí. Es un discurso elaborado desde la debilidad: Petro está en la mira –en sentido literal- de las bandas de paramilitares y de sicarios que pululan por todas partes y que se han cobrado cientos de vidas de militantes sociales, líderes campesinos o ex guerrilleros de las FARC-EP asesinados desde que se firmaron los acuerdos de paz que pusieron un teórico fin a las hostilidades en noviembre de 2016.

No nos hagamos muchas ilusiones. La suerte de Petro y su movimiento en cierto modo va estar atada a la actitud de Estados Unidos. Si Washington se decide a abrir un paraguas protector sobre el proceso de pacificación, es posible que el experimento marche hacia por lo menos una disminución de la violencia y al inicio de una transformación pausada de una economía muy vinculada a los cultivos ilegales y al latifundio. Pero, ¿por qué habría de tomar Estados Unidos esa actitud, siendo que su política hasta ahora ha discurrido justamente en sentido contrario?

“Reperfilar” la realidad

Quisiéramos creer que por las mismas razones que llevaron al gobierno de Joe Biden a reabrir los contactos con Venezuela para permitirle exportar petróleo. El mapa de la geopolítica mundial está cambiando a pasos acelerados. El conflicto armado con Rusia –a través de la interpósita persona de los ucranianos, a los que les toca poner su sangre-, y la cada vez más asentada presencia china en el mercado global e incluso en América latina, están complicando cada vez más las pretensiones hegemónicas de la “nación excepcional”. Aunque la parafernalia mediática occidental tiene cierto éxito todavía en derrotar a Rusia en el campo de la ficción propagandística, la realidad es que los rusos están cumpliendo sus objetivos sin preocuparse ni poco ni mucho del batifondo que las agencias de noticias de occidente arman en torno a la presunta lentitud de sus progresos militares. Mientras tanto comienzan a desplegar parsimoniosamente las contramedidas económicas que darán respuesta a las sanciones y los bloqueos de occidente. La obtusa subordinación de los países de la UE a los lineamientos de la política norteamericana está preparando a los países europeos una estación en el infierno (o en el Polo, si pensamos en el próximo invierno boreal), con los precios del combustible multiplicados por el coste que supone reemplazar el gas ruso por el gas licuado proveniente de América y el medio oriente; con la inflación creciente que va atada al aumento de los precios de la energía y con la posibilidad de un malestar social que degenere en disturbios de envergadura.

Por cuánto tiempo los europeos tolerarán esta situación que no puede sino agravarse no podemos saberlo. Pero ante el curso que toman las cosas y la creciente tensión que Estados Unidos y algunos países de la Mancomunidad británica están creando en torno a los accesos marítimos de China (creación del AUKUS, venta de una flota de submarinos nucleares a Australia) como parte de una política de hostigamiento al gigante asiático, es de suponer que la tensión mundial en los próximos meses o años no va a decrecer, sino todo lo contrario. En este panorama que, quieras que no, va a comprometer los recursos norteamericanos orientándolos cada vez más hacia una economía de guerra en un momento en que el sistema cruje por la pandemia, el cambio climático y el carácter cada día más explosivo de las relaciones internacionales, el tema latinoamericano se presenta como una cuestión a atender con cuidado para Estados Unidos. Que vayan a tenerlo o no es otra cuestión, que depende de imponderables que no están a nuestro alcance y que de cualquier manera no serían fáciles de esclarecer dada la naturaleza crispada que tiene la psicología social y política de la gran nación del norte.

Nueva era

De cualquier manera, la guerra en Ucrania ha abierto una nueva era. En esta se visualiza explícitamente el conflicto entre una concepción hegemónica de las relaciones globales, fundada en una libertad de mercado que sólo existe para el capital concentrado y que para sus clientes implica la sujeción a pautas rígidas de ajuste y subordinación al Centro; y otra que busca establecer una relación flexible entre las grandes potencias económicas emergentes –sobre todo China, pero también otros países como India, Pakistán, Irán, la misma Rusia- y los estados que se encuentran en disposición de comerciar con ellas y requieren de una ayuda que no implique tener que pasar por las horcas caudinas que supone el sometimiento a los dictados del FMI o a las exigencias de un alineamiento estratégico que deja libre una sola alternativa: la obediencia.

La existencia de este modelo chino de vinculación económica es, a mi parecer, inescindible de la revolución comunista y del control gubernamental –flexible, pero firme- de la economía que ejerce el régimen salido de esta. Mucho y mal se ha hablado del maoísmo, a veces con razón, pero sin él no hubiera sido posible: uno, sacar a China del atraso, la anarquía de “los señores de la guerra” y el control de los imperialismos británico, japonés y norteamericano; y, dos, generar un modelo de gobierno a la vez centralizado y elástico, provisto de una conciencia de las relaciones internacionales que integra el realismo del marxismo con la tradición de sabiduría y paciencia del “celeste imperio”.

Todo lo contrario de lo que propone Norteamérica, con su combinación de arrogancia, autosatisfacción y prepotencia. Combinación que podría ser sobrellevada por quienes la sufren si no estuviera mezclada con un cinismo y una hipocresía que encuentran en la medida del doble rasero su expresión más acabada. ¿Cómo puede el gobierno norteamericano –y los de los que le son aliados- hablar de los crímenes de guerra rusos cuando ellos los vienen cometiendo desde el principio de los tiempos y son los primeros responsables de la catastrófica situación de los flujos migratorios gracias a sus intervenciones en el medio oriente, llevadas a cabo sin ningún reparo humano, prolongadas a través de décadas y agravadas por los bloqueos y las sanciones económicas que golpean en primer término a los pueblos a los que se dice querer salvar con las “guerras humanitarias”?

Este revolcarse en el despropósito es lo que tiende a hacernos desconfiar de la posibilidad de que Estados Unidos medite y rebobine sus políticas hacia América latina. Esta parte del mundo está virando nuevamente hacia la izquierda. Una izquierda rosa más que roja pero de la cual, bueno, puede esperarse al menos que frene y eventualmente enmiende el desparramo de recursos producido por la sangría neoliberal. Gustavo Petro es el nuevo presidente de Colombia. Luiz Inacio Lula da Silva se perfila como el próximo presidente de Brasil. Son signos alentadores, pero no son más que eso. Para que este despuntar cobre fuerza se hará necesario que las fuerzas nacional-populares se estructuren y tomen forma. Ahora bien, no creo que eso vaya a lograrse por medio de deliberaciones de capillas que se devanen los sesos buscando la forma de “acumular poder”, la socorrida expresión con que tantos políticos una vez llegados al gobierno han justificado la continua postergación de las metas que se habían propuesto. Diríase que solo una presión constante, pacífica pero convocada en torno a objetivos concretos, ejercida en los medios pero sobre todo en la calle, podría obtener resultados. Los políticos, abandonados a sí mismos, tienden a encerrarse en internas donde lo que terminan dirimiendo son posiciones personales más que cuestiones de fondo. Sólo una presión externa que exija soluciones sobre estas puede sacarlos de su juego. Cada país latinoamericano tiene sus propios problemas, aunque en general estos se parecen. Aquí, en Argentina, esos asuntos son legión: reforma judicial, retenciones, reforma impositiva, modelo productivo, empleo, defensa… y así sucesivamente.

Nos aguardan tiempos difíciles. Nunca han sido fáciles, desde luego, pero de los reacomodamientos globales van a surgir amenazas y oportunidades que nos van a envolver. Será cuestión de esforzarse por flotar en el torbellino y mantener el rumbo en medio de la tempestad. 

 

 

 

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