El conflicto en Ucrania provoca, como era de prever, un alud de fake news, de proliferación de informaciones tóxicas, de estupideces propaladas sin sentido por las redes y, lo que es más grave, por comunicadores de TV que no saben un rábano de historia y que ni siquiera son capaces de ubicar en el mapa los lugares de los que hablan. Esto es lo que nos sucede a los que nos encontramos bajo la sombrilla de los oligopolios de la información en occidente, duchos en explotar los prejuicios de la gente (en buena medida fabricados por ellos mismos) y en movilizarla para que asuma actitudes rimbombantes que nada cuestan, salvo el ridículo que significan. Como el de la heladería que en un barrio pituco de nuestra Córdoba suspendió el suministro de “crema rusa” como acto de protesta por la “invasión” a Ucrania.
Hasta donde puede verse y hasta el momento, las actividades militares rusas en el territorio ucraniano más que de ataque a gran escala hablan de operaciones quirúrgicas destinadas a desarticular las comunicaciones del enemigo y destruir su fuerza aérea, a lo que se suma la ofensiva combinada de tropas rusas y de las milicias de Donetsk dirigida a despejar el acceso a Crimea. Al menos, eso es lo que indicarían las noticias de ese origen que informan de la ocupación de la ciudad de Gerson y del cierre al ejército ucraniano de la salida al Mar de Azov.
Esto no quiere decir que en los próximos días u horas, de fracasar las conversaciones que representantes rusos y ucranianos están manteniendo en Gomel, en la frontera entre Ucrania y Bielorrusia, Moscú no pueda lanzar un asalto en gran escala contra la capital ucraniana. Pero se supone que para los rusos esta es una opción poco deseable, por el carácter devorador que tiene una batalla en un gran centro citadino, donde las grandes unidades son absorbidas por el casco urbano, los blindados son más fáciles de neutralizar y las tropas pueden quedar enredadas en una pelea casa por casa, si la resistencia es decidida. Además esa lucha es indisociable de grandes sufrimientos para la población civil y de una gran destrucción edilicia, lo que suministraría material para la propaganda occidental de las proporciones de un festín.
Ahora bien, lo que resulta malo para un bando, suele ser bueno para el otro. De ahí que no sorprenda la catarata de provocaciones y sanciones que EE.UU. y la UE están descargando contra Rusia (que incluye una censura de Estado a las agencias rusas), a las que se suman el pedido del presidente ucraniano Volodomir Zelinski de ser admitido de inmediato en la Unión Europea y también las insinuaciones en el sentido de que Suecia y… Finlandia, nada menos, estarían preparando su solicitud de ingresar a la OTAN. La Unión Europea accedió, por gran mayoría, a considerar a Ucrania como candidata para integrar la Unión. Hay que decir sin embargo que para la admisión hace falta un consenso unánime, cosa que no se ha obtenido. Por supuesto que las contramedidas rusas, de decidirse a tomarlas el gobierno moscovita, podrían poner al mundo al borde de una crisis económica que haría empalidecer la provocada por la pandemia, pues Europa depende en gran medida del suministro del gas ruso y puede garantizarse que, producirse un corte en su provisión, la cosa degeneraría en una crisis energética de enormes proporciones.
Nada de esto presagia algo bueno. ¿Midió Putin la obstinación norteamericana y la incapacidad de los dirigentes europeos para seguir, sin convicción, pero con acatamiento servil, sus directivas? La haya medido con precisión o no, no parece que le quedara otro camino que hacer lo que hizo. No podía retroceder más. El escarceo de golpe de estado en Bielorrusia debe haber sido la gota que colmó el vaso. En este momento, las declaraciones del ministro de Relaciones Exteriores Sergei Lavrov parecen indicar que los rusos redoblan la apuesta: no sólo sigue exigiendo la neutralización de Ucrania y la renuncia de sus autoridades a formar parte de la OTAN (que es una alianza militar y no económica y política como lo es la UE), sino solicitando el retiro de las armas nucleares norteamericanas del suelo europeo. Requerimiento este de unas más que apreciables proporciones y que imaginamos se formula para usarlo como una carta para negociar en unas eventuales conversaciones entre el Este y el Oeste, si un soplo de buen sentido penetra en el cerebro de Joe Biden y sus asesores.
Para esto sin embargo parece que será preciso definir antes el carácter que tendrán las operaciones en curso. Habrá que ver si los pedidos de Putin para que los militares ucranianos se deshagan de la marioneta Zelinski y de los grupos nazis que lo enmarcan con el estímulo de la OTAN tienen éxito, o si, en el caso contrario, el gobierno ruso recurrirá a una “all out war” para salir del atolladero, confiando en que los lazos naturales que existen entre los eslavos del Este terminen disolviendo y curando las heridas y los resquemores que seguramente dejará un conflicto de esas características. Sea como sea, el plato está servido y hay que comerlo.
¿Y nosotros?
Los argentinos tenemos una predisposición a tomar partido muy apasionadamente en asuntos que a veces no nos conciernen o nos conciernen de refilón. En realidad, en la mayor parte de los casos se trata de desfogar simpatías y antipatías subjetivas. El tema es rico, pero no cabe aquí, pues esta es una nota que se aplica a seguir, como puede, una coyuntura que varía de hora en hora. Pero convendría pensar que nuestro primer reflejo debería ser mirar dónde estamos parados y qué debemos hacer en relación a esta situación y a los problemas concretos que se vinculan a nuestras necesidades geoestratégicas y económicas. Es obvio que no podemos ponernos a tremolar la bandera de Rusia; ni en nombre de una desvaída simpatía ideológica cuyo sujeto ya no existe, ni en nombre del muy atinado principio de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Este lema es válido cuando el enemigo está lejos, y no es este el caso. Pero tampoco es cuestión de alinearse apresuradamente, como lo hacen la oposición y la ortodoxia liberal o neoliberal, con la potencia o con las potencias que nos sofocan y coartan nuestro desarrollo. Nuestra posición debería ser la de un apoyo crítico a Rusia, en la medida en que esta forma parte de una constelación de estados que buscan establecer un orden multipolar para reemplazar al proyecto hegemónico de Estados Unidos, que persigue un ordenamiento asimétrico de un mundo dividido entre los que tienen muchísimo y los que tienen poco o nada. Este apoyo ha de expresarse en dichos y en hechos, como sería seguir aprovechando las vías de apoyo económico y de intercambio que se habrían abierto tras la visita del presidente Alberto Fernández a esos dos países. Sin olvidar nunca la necesidad de coordinar políticas con los países hermanos de Latinoamérica, en la medida en que esto sea posible. A este propósito y evaluando el carácter cambiante de la realidad, la actitud de Jair Bolsonaro respecto al conflicto en Ucrania no deja de ser instructiva: el neoliberal, pronorteamericano y conservador presidente brasileño se manifestó contrario a sancionar a Rusia y consideró que no se estaba frente a una masacre de pueblo ucraniano, mientras evaluaba favorablemente los acuerdos comerciales que terminaba de firmar con Putin.
El carácter variable y dialéctico de la realidad es un dato que los políticos y jefes de estado argentinos tendrían que evaluar continuamente. En este sentido, ¿qué deducciones deberían hacer si toman en cuenta la filiación derechista de Víktor Orban, Jair Bolsonaro y Donald Trump, que ven con simpatía y hasta aplauden el paso dado por Vladimir Putin al cortar por lo sano y a jugar una apuesta de riesgo en Ucrania? En cierto modo coinciden con Nicolás Maduro y Miguel Díaz Canel, los presidentes de Venezuela y Cuba, sus antípodas ideológicas, que se alinean resueltamente en una actitud de apoyo a Rusia.
Discernir donde está el interés nacional y servirlo por encima de cualquier otra razón es una buena manera, quizá la única, de contribuir a cerrar la grieta. Claro que viendo la catadura de los legisladores de la oposición que dejaron el recinto de la Cámara de Diputados durante el discurso presidencial, no hay lugar para hacerse muchas ilusiones.