La capacidad para verse sin disimularse ni los atributos ni los defectos es uno de los rasgos que caracteriza la maduración de una persona. Lo mismo ocurre con las sociedades y los países. Y lo que enseguida muestra el espejo en el caso de Argentina es una situación de dependencia externa que viene de lejos. Pero el espejo debe complementarse con una balanza. Hay que verse en el mapa (el espejo) y pesarse para evaluar nuestra gravitación específica en relación a los otros.
En este momento el mundo vive una transición. No sabemos exactamente hacia qué, si hacia un sistema que reemplace al capitalismo o hacia una nueva forma de este. Pero lo que sí está claro es que tanto el mundo bipolar como el unipolar han estallado en pedazos o se encuentran en entredicho. En este cuadro, Argentina es nuestra casa. América latina nuestro barrio. Formamos parte de una región del mundo dotada de recursos naturales casi inagotables, provista de coherencia idiomática y cultural. Nuestro peso, solos, es relativamente reducido. Junto a los países hermanos sería otra cosa; pero, de momento, hemos de atender primero a nuestra propia consistencia, sin perder de vista la forma de incrementarla asociándonos lo más estrechamente que sea posible con los pueblos vecinos.
El escenario mundial es una realidad que nos determina. Muchos no lo creen así o no les importa, pero es un hecho que las sociedades se definen en su relación con las otras. Argentina no sólo hubo de compartir el fracaso colectivo para configurar una nación iberoamericana, tras la independencia de España, sino que falló en la tarea de componerse como una nación menor pero al menos bien estructurada. Al final de la organización nacional salió un país con una cabeza sobredimensionada y un cuerpo raquítico, cuyo modelo económico era de carácter extractivo, que funcionaba solo en una relación dependiente de las grandes potencias. Concretamente, en nuestro caso, de Inglaterra.
El siglo XX contempló una reedición cataclísmica de la lucha por la redefinición de la balanza del poder mundial. Ese poder Inglaterra lo había buscado con tenacidad, desde el siglo XVI en adelante. Finalmente lo alcanzó al final de las guerras de la revolución francesa y del imperio, tras la batalla de Waterloo. Ese poder, el de la pax britannica, fue hábilmente manejado por Londres a lo largo del siglo XIX, cosa que permitió la expansión del imperialismo inglés pero también europeo en general. Duró apenas un siglo, hasta que la irrupción de nuevos sujetos históricos terminó con ese breve lapso de predominio incontrastado. Surgieron nuevos actores imperiales: Estados Unidos, Rusia, Alemania, Japón, y el mundo se convirtió otra vez en un campo de Agramante.
Oportunidad
Se abrió entonces, para los países semicoloniales como el nuestro, una oportunidad para escapar a la sujeción e intentar un desarrollo propio, que modificase la matriz económica extractiva –evidentemente insuficiente si el país quería desarrollarse y darle una posibilidad de vida mejor a la masa creciente de sus habitantes. Mientras las grandes potencias se pelean, se abren espacios aptos para el desarrollo autónomo en las áreas periféricas. La necesidad de sustituir importaciones impulsa el quiebre del modelo rígidamente exportador de materias primas sin elaborar. En 1945 el peronismo es la opción que se ofrece. Se trata de un poder popular, inserto en el marco de la democracia mayoritaria, de origen militar y afligido por defectos –jactancia, triunfalismo, burocratismo, personalismo y la adulonería que este facilita- que repele a una clase media que se asienta en los grandes centros urbanos y que ha absorbido el gran mito de la historia oficial: el de un país construido a través de la lucha entre la civilización (porteña, urbanita, ilustrada) y la barbarie representada por los caudillos provincianos: hirsuta, salvaje, envuelta en la polvareda de las caballerías montoneras.[i]
Esta dicotomía en la comprensión de nuestro pasado persiste aún hoy y es fruto de la ignorancia de las contradicciones económicas y sociales que informan a la nación desde sus orígenes. Es la “grieta” que los comunicadores modernos han creído descubrir. Como bien lo han marcado los historiadores del revisionismo, en especial de la izquierda nacional, el problema argentino se arrastra desde 1810, matizado por el carácter abigarrado que la inmigración ha dado a nuestra sociedad y que es tanto una ventaja como una rémora. Pues si por un lado Argentina ha demostrado una gran capacidad de asimilación y mestizaje étnico y cultural entre los nuevos pobladores provenientes de ultramar –italianos, españoles, franceses, alemanes, judíos, árabes, eslavos, japoneses, etc.-, por otro las clases medias “blancas” siguen masticando la vieja antinomia entre “civilizados” y “bárbaros” cuando de la inmigración interior se trata. Es decir, de provincianos morochos o de los paraguayos, bolivianos, peruanos o chilenos que concurren al país en busca de una mejor oportunidad de vida y terminan, en muchos casos, hacinados en las villas de emergencia en torno a las grandes ciudades. Pero incluso esta resistencia de clase es episódica y no afecta a la tolerancia sustancial que existe en la generalidad de la gente. Podemos estar seguros de que si existiese un aparato productivo que generase empleo suficiente para absorber la masa de trabajadores que han sido marginados por el desguace neoliberal, este racismo larvado no existiría. Y consiguientemente no existirían, o estarían presentes en un grado mucho menor, los problemas de pobreza, inseguridad, violencia, desamparo juvenil, degradación y drogadicción de los que somos testigos.
El viaje a China y Rusia
Ahora, tras el último envite neoliberal que postró una vez más a la Argentina con el gobierno Macri y la deuda infame que este dejó detrás de sí como una bomba de tiempo que condiciona al país por varias décadas, otra vez nos asomamos al mundo, en búsqueda, aparentemente, de opciones que nos consientan morigerar el peso de la deuda y, sobre todo, encontrar alternativas estratégicas que nos permitan maniobrar en un espacio de poder que evoluciona hacia la multipolaridad.
Ahora bien, no se trata de jugar a los desplazamientos automáticos, a modo de marionetas o de robots que accionan mecánicamente. Hacen falta políticas de estado y cuadros que sean capaces de mantenerlas más allá de los cambios de gobierno. En un país dividido por la voluntad de una casta de rentistas afligidos por un egoísmo irreductible y trabajado por rencillas menores provenientes de los vicios de la pequeña política, conseguir esto no va a ser fácil, pero al menos se puede armar una lista de verdades elementales que habrá que tener en cuenta a la hora de poner manos a la obra.
Un escenario cambiante
Hay que comprender que el mundo es un escenario cambiante, donde hay que adaptarse continuamente a la evolución de los hechos, pero conservando el sentido de la orientación que solo puede dar la comprensión de nuestra circunstancia geopolítica. Por ejemplo, hay que seguir observando la evolución de los países hermanos: el resultado de las elecciones presidenciales en Brasil previstas para fines de este año será un factor que incidirá fuertemente en la definición del panorama. Para esto hacen falta cuadros que no dependan de la coyuntura, que conformen el esqueleto del estado más allá de cualquier determinación ideológica, salvo la de la potenciación de las capacidades de proyección del país en el mundo, proyección que sea acorde con nuestra naturaleza, el interés de la mayoría y nuestro encuadre regional.
Es obvio que nuestra pertenencia al hemisferio occidental nos coloca en una situación de riesgosa proximidad al coloso estadounidense. No es como para repetir las palabras atribuidas a Porfirio Díaz: “Pobrecito México: tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”…, pero hay que entender que no es cuestión de ignorarlas. Sin embargo, ninguna política que busque desbancar el modelo dependiente, puede soslayar la necesidad guiar al país por fuera de los carriles que la superpotencia se obstina en marcar. Inclusive en este momento, cuando el estado de indefensión en que las políticas neoliberales nos han dejado limita extraordinariamente la libertad de acción de cualquier gobierno que quiera revertir las cosas, hay que ir en busca de vías que conduzcan a la liberación.
Y aquí se plantea una pregunta casi desesperante: ¿es que hay alguna fuerza política organizada que desee hacerlo? El actual gobierno, que se supone debe asumir esa tarea, está dividido por actitudes disímiles frente a este problema, pero no sabemos si el resentimiento del kirchnerismo frente a la actitud a veces demasiado pacata, contradictoria y pronta a la retirada del equipo presidencial[ii], esconde una voluntad real de tomar el toro por las astas y reemplazar esa timidez por una voluntad de ruptura respecto al pacto con el FMI (para mencionar al elemento que marca hoy la divisoria de aguas en el oficialismo), o si no es otra cosa que una manera de postularse para el futuro, mientras que hoy prefiere mantener una actitud de prudente audacia, porque la realidad demuestra que no hay posibilidad de modificar en este preciso momento la correlación de fuerzas.
Las razones para oponerse al acuerdo son legión; la primera de ellas es que el actual compromiso de pagos viene a cancelar el compromiso espurio, ilegítimo e inválido firmado por Macri y el FMI -que violó sus propios estatutos al hacerlo-, y que es susceptible de ser denunciado en los foros internacionales, reemplazándolo con un contrato blanqueado, que, si el Congreso lo confirma, poseerá todos los recaudos para exigir su cumplimiento. Y también, y fundamentalmente, la cuasi certeza de que el Fondo va a querer imponer su diktat, que nos apretará con los plazos de los servicios de la nueva deuda y que, más allá de las buenas palabras, al final va ir por el ajuste, lo que equivaldría a seguir sacrificando las hipótesis de desarrollo y a mantener baja la movilidad social ascendente que caracterizara a los buenos tiempos de la república.
¿Qué hacer? Debajo del espíritu de componenda del presidente, y debajo de la actitud airada del cristinismo, que manifiesta su disconformidad pero que por ahora no oficializa su rechazo, discurre el temor a ese escenario y la duda respecto a la posibilidad de eludirlo. No obstante, en el viaje a Rusia y sobre todo a China se pone de manifiesto la existencia de vías alternativas para escapar a la opresión del sistema-mundo. No son vías cómodas ni han de entenderse, como apuntábamos más arriba, como desplazamientos mecánicos por los cuales cambiamos de referente a la manera de un robot. Se trata de aprovechar las ocasiones que se presentan sin sentirnos intimidados por la presión de EE.UU., ni por el barullo de los núcleos parasitarios del privilegio que aquí quieren que todo siga como está, acumulando ellos y el resto arreglándoselas como pueda. La ridiculización del viaje presidencial por los periodistas de La Nación TV, con los insufribles Eduardo Feinmann, Luis Majul y etcéteras ironizando porque el Alberto no trajo “inversiones sino financiamiento”, es típico de esta clase de hostigamiento botarate y taimado. ¿Acaso no es mejor un financiamiento aplicado a un desarrollo estructural que una “inversión” en el mercado de valores lista a fugarse hacia el cielo cibernético en un pase de manos? Esto fue lo que Macri y su equipo nos dieron, más la contracción de deudas fabulosas para pagar esa fuga de capitales cuando la plaza se secó y no hubo más oportunidades para que estos siguieran acumulando dividendos.
Que el viaje debiera haber precedido al cierre de las negociaciones con el Fondo, que honrar los compromisos con este durante los dos últimos años nos haya dejado sin reservas, son temas opinables pero que poseen peso. De cualquier modo, ahora estamos acá y hay que tratar de sacar el mejor partido del tiempo que, dicen, el FMI nos ha concedido, tal vez gracias a la disposición del equipo económico a seguir oblando los pagos durante estos dos años. Solventar el desarrollo con el financiamiento chino o ruso es una forma de hacerlo. Se podrá así empezar a crear o a reparar las bases estructurales –comunicaciones, energía, transporte, tecnología- sin las cuales no es posible un desarrollo moderno.
Desde luego, para que esto sea factible hay que cerrarle el paso a un triunfo del PRO. Digo PRO para señalar al núcleo irreductible de la burguesía “compradora”; en algunos radicales todavía es posible encontrar rastros de vergüenza. Pero no va a ser fácil hacerlo; amplios sectores de la clase media siguen enajenados por el discurso gorila y son víctimas de la rutina del consumo de la información tóxica que se derrama por los canales oligopólicos de la comunicación. La batalla de la información es obligatoria, por lo tanto. La cuestión es con quiénes y cómo se la libra. Hasta aquí no hay indicios de que semejante iniciativa haya sido siquiera tomada en cuenta. En su lugar estamos frente a una indefinición que no anuncia nada nuevo. O, cuando mucho, la reedición de disputas al estilo de las que en 2015 llevaron al revés electoral de ese año.
¿No habrá que tragarse el orgullo y arribar a una posición disciplinada que consienta al Frente de Todos aprobar, en el Congreso, el pacto con el FMI “bajo protesta”? Para esto, por supuesto, haría falta que los legisladores conociesen todos los detalles y la letra chica del acuerdo. Tal vez sea una ocurrencia políticamente ingenua, pero no se me ocurre otra. Salvo patear el tablero, pero entonces, ¿quién se hace cargo de lo que vendrá? ¿Hay alguna fuerza, dotada de poder de convocatoria, que esté dispuesta a hacerlo?
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[i] A pesar de los notabilísimos avances que logró el peronismo en materia de justicia social y de incipiente industrialización, la hostilidad oligárquica y el peso de los defectos que le enajenaban la simpatía de gran parte de la clase media, fueron suficientes para que el movimiento fuese desalojado del poder y para que el país ingresase a una fase regresiva en la cual, con altos y bajos, volvió a primar el lastre oligárquico por sobre la voluntad de cambio.
[ii] Para señalar esta falencia del Ejecutivo nacional basta tomar en cuenta los traspiés que tuvo en los casos de Vicentín y de la Hidrovía del Paraná. En el primero dio marcha atrás en su proyecto de intervención de la empresa agroexportadora apenas el empresariado ruralista se mostró enojado, y en el segundo, lejos de aprovechar la expiración de los contratos de explotación privada del tránsito en el Paraná para estatizar este, prefirió renovar las licitaciones tras un interludio estatal, a pesar de que había anunciado que iba a hacer exactamente lo contrario. Y conste que por allí circula más del 80 por ciento de las exportaciones argentinas y se recauda alrededor del 75 por ciento de las divisas que genera el comercio exterior.