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21
ENE
2022
Tanques en la frontera.
Tanques en la frontera.
Las últimas noticias dan cuenta de que EE.UU. accederá al pedido de los estados bálticos en el sentido de enviar más armas a Ucrania. Hoy se reúnen en Ginebra Serguei Lavrov y Anthony Blinken para hablar del tema.

Continuando con el asunto de la nota anterior, que versaba sobre los acontecimientos de Kazajistán y sobre las presiones que la OTAN ejerce sobre Rusia y que están teniendo su manifestación más flagrante en el escándalo mediático promovido por el gobierno ucraniano y sus respaldos occidentales en torno a la presunta “amenaza” rusa contra ese país, creo que sería conveniente centrar un poco más el tema. Decíamos entonces que occidente –Estados Unidos, para ser más precisos- está practicando estas provocaciones con el objeto de medir la tonicidad de una posible respuesta rusa. En lo esencial, esta me parece una evaluación justa. Pero, dado el continuo incremento de la tensión entre las partes, creo que convendría abundar algo más en el tema y preguntarse sobre la perversidad que anida en esa intención y si esta, en el fondo, no busca justamente provocar una reacción rusa que pueda ser presentada ante el mundo como desmedida y brutalmente agresiva, justificando así una profundización a fondo de las restricciones y embargos que se ejercen contra Moscú, y empujando al gobierno de Vladimir Putin a tomar decisiones imposibles –porque el Pentágono supone que serían suicidas- en el plano de la defensa de sus intereses. Estaríamos entonces frente a una especie de Pearl Harbor “aggiornado”. En 1941 se trató de forzar a Japón a dar el primer golpe para poder así movilizar a la opinión norteamericana y permitir el ingreso de Estados Unidos a la segunda guerra mundial.[i] Ahora sería cuestión de forzar a Rusia a invadir lo que fuera parte del imperio soviético -y antes del imperio de los zares- o a retirarse en desorden abdicando su estatus de gran potencia y quedando a merced de los misiles de mediano alcance que la OTAN podría desplegar en sus fronteras.

Desde luego uno se resiste a pensar que sea este el caso, pues implicaría o bailar en una cuerda floja sobre el abismo o precipitarse deliberadamente en este. Pero si se observa la pertinacia con que el establishment norteamericano y su parafernalia mediática insisten en el tema, y se observa el monstruoso monto del presupuesto militar norteamericano, no hay forma de evitar sentirse inquieto. El Budget de “defensa” que el presidente Joe Biden ha sometido al Congreso para el presente año es de 770 mil millones de dólares, bastante por encima de los 740 mil millones requeridos en el último año de la administración Trump, quien sin embargo clamaba por una mayor potenciación de las fuerzas armadas. Como dice Pepe Escobar, no es un presupuesto de defensa, se trata de un presupuesto de guerra. Si comparamos el gasto norteamericano con el de las otras potencias globales se comprueba que Estados Unidos gasta más en este rubro que las once naciones combinadas que le siguen en riqueza. El presupuesto militar norteamericano es tres veces más grande que el chino, que ronda los 250 mil millones, y doce veces superior al ruso, que invierte 60.000 millones en sus fuerzas armadas.[ii]

Si se evalúan estas cifras y se las hace pesar en una balanza, la agresividad rusa y china pierde entidad. Objetivamente, el único personaje de esta historia que puede jugar el papel del malo de la película es el que está armado hasta los dientes, y por mucho que se le busque otro sentido a ese hecho es imposible encontrarlo. Se aducirá que la incesante inversión en gastos militares y en la tecnología puesta a su servicio es una forma de mantener la economía norteamericana en un aceptable grado de dinamismo. Pero ese gasto se sustrae a la inversión socialmente útil, produce una descomunal distorsión de los valores y gravita como un elemento que por sí mismo atemoriza a los países que temen ser tomados como blanco por ese poder. Y con razón, porque desde el final de la segunda guerra mundial el poderío bélico norteamericano ha encontrado múltiples pretextos para manifestarse, siempre en el sentido de una afirmación de una pretensión hegemónica que no tiene empacho en expresarse cada vez que se presenta la ocasión. ¿La opinión mundial no está aburrida de escuchar las enfáticas y arrogantes declaraciones sobre la “excepcionalidad” de América, nación “indispensable”, entendiendo por “América” a Estados Unidos? Estos no son dichos al azar o dirigidos al solo público interno: son expresiones salidas de los labios de varios presidentes de la república, de cara al mundo. Barak Obama entre ellos.

Pero digamos que estos tiempos no se caracterizan por la discreción de los mandatarios norteamericanos ni por un esfuerzo por no violentar demasiado la realidad. Más bien al contrario. Ahora bien, que estemos discutiendo el presente en términos de política de supremacía pura, tal como se hacía antes de 1914 y con un alcance potenciado por los modernos mass-media, no es un signo de progreso. Y en la opinión pública en general no se percibe una voluntad arraigada en bases sociales activas que sea capaz de oponerse al estado de cosas. Fue obviamente el fracaso de la revolución que comenzó en 1917 y epilogó con la caída de la URSS y la irrupción de unos tiempos modernos en los que todo lo que fluye “se desvanece en el aire”, lo que da una impronta especialmente patética a esta época. Es imposible reducir todo a una generalización: cada escenario, cada momento del decurso de los tiempos modernos tiene sus propias características; pero todos se encuentran afectados, en mayor o menor medida, por la dilución o, mejor dicho, por el eclipse de las clases que se habían erigido en protagonistas del quehacer social de los últimos dos siglos: la burguesía y el proletariado. Ambos siguen estando, pero en estado gaseoso, difícil si no imposible de consolidar en una forma concreta. La burguesía, porque la concentración de la riqueza y la conversión de esta al puro capital financiero, más la dispersión empresaria fruto de la globalización y la expansión de la comunicación cibernética, la diluyen como objetivo o como interlocutor. En cuanto a la clase obrera, que se encontraba en pleno proceso de ascenso social y ambicionaba transformarse en pequeña burguesía, al ser alcanzada por la robotización, la desaparición de los grandes conglomerados fabriles urbanos, la necesidad de una mano de obra altamente tecnificada y mucho más pequeña en su volumen, se ha fragmentado, ha perdido peso y se ha visto reducida a un ejército de reserva del trabajo, cuyos miembros están más preocupados por encontrar un conchabo y un techo que por actuar colectivamente bajo la bandera de un credo político que se vincule a reivindicaciones más altas que no sean las de la pura supervivencia cotidiana.

Así las cosas, lo que queda son los núcleos duros de poder, guarecidos en el anonimato bancario y enquistados en el aparato del estado, en occidente; o, en oriente, agrupados en los servicios de inteligencia rusos y el aparato burocrático del partido comunista chino, que abrevan, más que en el marxismo, en el nacionalismo chino o gran ruso. Estos últimos perciben con temor el activismo norteamericano y la persistencia de su propósito hegemónico, que, como los mismos planificadores norteamericanos señalan (Brzezinski, Kissinger, etc.), está decidido a prevenir el ascenso de cualquier competidor potencial que amenace su proyecto.

Un horizonte tormentoso

Si esta situación continúa –como es lo más probable- grandes choques están a la vuelta de la esquina. Choques comerciales, diplomáticos, macroeconómicos y militares, de una magnitud imprevisible. La renuncia de Europa a su protagonismo histórico y la conversión de la mayor parte de sus dirigentes, desde la segunda guerra mundial para acá, en dóciles seguidores del diktat de Washington, agrava el desbalance y nos deja, a los pobres patitos feos del Tercer Mundo, en la obligación de buscar un destino por nuestra propia cuenta, a un costo duro pero probablemente saludable, maniobrando entre los bloques con objetivos propios, o rendirnos a una condición de anomia histórica en la cual seremos apenas juguetes de un mar embravecido.

Como muestra basta un botón. Por estos días Argentina deberá pasar, una vez más, por las horcas caudinas de un arreglo con el Fondo Monetario Internacional. La dialéctica del cambio para nosotros parece ser que todo cambie para que no cambie nada, de acuerdo al lema del príncipe Salina. Pero aquí toma un carácter recurrente y especialmente perverso. Hemos llegado a un estadio donde lo que la mano izquierda (es un decir) lava, lo ensucia cuatro años después la mano derecha. Lo de derecha es asimismo otra figura retórica, porque definir como conservadora a la banda de ladrones que saqueó al país desde 1989 a 2001 y de 2015 a 2019, es un abuso. Pero la realidad es que las “fuerzas vivas”, esas a las que Perón denominaba “los vivos de la fuerza”, se las han arreglado, cada vez que han conculcado el poder, para producir un desbarajuste económico tan monumental que luego, cuando la protesta o el voto popular consiguen desalojarlos, el caos que han dejado sea de tal magnitud como para que el gobierno siguiente trastabille ante las dificultades, permitiendo así que los artífices del desastre vuelvan a proponerse para ocupar el gobierno. Para esto es necesario, convengamos, que el lavado de cerebro practicado de los oligopolios de la comunicación haya prolongado su actividad deletérea durante décadas, y también que el partido o las fuerzas que asumen la tarea de representar los intereses populares hesiten en proceder contra ellos y contra el tramado económico e institucional que representan. ¿Hasta cuándo habrá que tolerar esta situación?

Es imposible responder a la pregunta pues esta tiene un entramado de contestaciones múltiples que se entrecruzan. Pero al menos se puede identificar al principal enemigo: la oligarquía extractiva que se ha opuesto siempre a la industrialización del país y a una política regional integradora, así como a la red bancaria y financiera que se mueve de consuno con ella y sustenta al “cuarto poder”: los oligopolios multimedia que controlan la opinión, suministrando el respaldo que hace falta para sostener a un poder judicial corrupto en su nivel más alto, adiestrado para servir de correa de transmisión del establishment y blindado por una constitución que requiere de una urgente reforma, si se desea tener de una buena vez el camino expedito para que el estado, actuando como burguesía vicaria, aborde los cambios que son indispensables. En primer término, acabando con el contrabando de las exportaciones que eluden sus obligaciones tributarias y modificando el sistema impositivo para gravar en forma progresiva las ganancias. Esta batalla es cualquier cosa menos fácil, pero, para ganarla, hay que empezar al menos por enunciarla con nombres propios, sin disimular sus objetivos. El tema es tan vasto que requeriría de un libro para explayarlo. Pero al menos tomemos conciencia de que el mundo, como hemos visto, se encuentra en un momento de transición donde puede pasar cualquier cosa. Es cuestión de ponerse en condiciones de enfrentarlo.

 

 

[i] Ver nuestros artículos “Momento de decisión: a 80 años del ataque a Pearl Harbor”, de 2 y del 7 de diciembre de 2021.

[ii] Pepe Escobar; “Another nail in the U.S. Empire coffin…” Strategic Culture Foundation”, (31.12.21)

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