El mundo es ancho y ajeno. Y en él hay escenarios de los que, desde aquí, poco sabemos. Pero hay una guía, la historia de nuestro tiempo, que suministra aproximaciones a los problemas que suelen suscitarse por el simple dato de la similitud que existe entre ellos. La capacidad asociativa que deben tener los análisis políticos, en especial si están vinculados a la geoestrategia, suministra una clave de acceso al lector informado. Esta llave de pronto hace -al menos parcialmente- comprensibles hechos que están sucediendo en lugares muy alejados de nuestra geografía y a cuyos protagonistas no conocemos casi, pero que no por ello se encuentran fuera de nuestro alcance. Y esto por la sencilla razón de que están vinculados a un estado de cosas genérico que abarca a todo el mundo. Ese estado de cosas conjunta a dos factores: la decadencia frenética del capitalismo y el fracaso del socialismo. Todo como consecuencia de una transformación productiva significada por la irrupción de la robótica, la informática, la financierización, la transformación del capitalismo productivo en un capitalismo esencialmente especulativo, la alienación del consumo, el desempleo, la extinción del proletariado como sujeto histórico y la profundización del hiato que separa a la minoría que concentra la riqueza, de la enorme mayoría que flota a la deriva, abandonada a los altibajos de la coyuntura.
La caída de la URSS –el hecho quizá más sintomático de esta evolución- fue seguida por una avalancha de “revoluciones de color” que recorrieron a los países del ex “socialismo realmente existente” y tuvieron por finalidad derrocar a regímenes de gobierno que, o bien habían integrado el imperio soviético o bien formaban parte de una constelación de naciones renuentes a seguir las políticas hegemónicas de Washington y la OTAN. Los casos de Yugoslavia, Libia, Egipto, Irak, Siria, Ucrania, Bielorrusia, los estados bálticos, Georgia, Chechenia, Venezuela, Irán, son algunos de ellos, así como los problemas que se suscitan en torno a los particularismos étnicos-confesionales que se manifiestan en no pocas regiones de Asia y África. Hong Kong también cabe en la lista. En este caso la agitación se suscita a propósito de reivindicaciones muy vendibles en el mercado de la propaganda, como son los reclamos por una mayor democracia, incentivados por el antiguo estatus de privilegio que tenía la isla cuando era colonia británica y cuyos argumentos y protagonistas (estudiantes occidentalizados) resultan reconocibles para el público europeo.
Los servicios de inteligencia son legión y se articulan en configuraciones que abarcan el mundo entero aunque, en occidente, sus cabezas más visibles sigan siendo la CIA y el MI 6 británico. La manipulación del fundamentalismo islámico y la exacerbación de los nacionalismos locales contra la vigencia de un poder central regionalmente abarcador, suelen ser recursos multipropósito a los que esos organismos pueden apelar en diversísimas circunstancias, a los que añaden los expedientes de fortuna que puedan darse de manera eventual. Por ejemplo la agitación anti-vacuna del Covid, uno de los argumentos que se esgrimen hoy en Kazajistán, donde una crisis pone en riesgo la estabilidad de una de las más importantes ex repúblicas soviéticas, aunque la causa inmediata de los desórdenes esté determinada por un brutal aumento del combustible. El segundo y más importante motivo son probablemente las intrigas de los servicios de inteligencia occidentales, que siguen todavía los pasos de la doctrina diseñada por Zbygniew Brzezinski en “El gran tablero mundial”. La cual preconiza el acorralamiento de Rusia, hasta forzarla a perder su estatura de potencia global. Es extraño y estremecedor que, desaparecido ya Brzezinski , tras la reemergencia del poderío ruso con Vladimir Putin y el afianzamiento de China como segunda potencia después de Estados Unidos, Washington siga, a pesar de todo, propulsando el proyecto de aquél, sin calibrar cuánto se ha modificado el escenario y cuanto más peligroso resulta.
El derrumbe de la URSS
La dislocación de la URSS, en las condiciones que se dio, fue una catástrofe con todas las letras. La Unión Soviética terminó siendo una gran potencia fallida, en la medida que la burocracia heredera del estalinismo fue incapaz de restaurar el dinamismo creador de la revolución de 1917 anterior al estalinismo y siguió, bien que moderando los rasgos más sangrientos y autoritarios de este, una planificación rígida de la economía, la cultura y la vida social. Los rusos no supieron seguir la vía china, que sorteó la crisis de anquilosamiento del desarrollo causada por un acomodamiento demasiado rígido a las pautas de una planificación centralizada. Después de Mao, cuyo accionar combinaba la firmeza ideológica con los arrebatos de improvisaciones casi suicidas, los dirigentes chinos asumieron en efecto un capitalismo de estado que incorporó una gigantesca inversión extranjera a la que se orientó y controló, proyectando al país a un desmesurado crecimiento sin que el partido comunista perdiera por ello el control de la situación.
En el fracaso ruso jugó probablemente un papel muy importante la distancia temporal que separaba al régimen de sus orígenes revolucionarios, distancia que se viera agravada por el exterminio de parte de la población rural y de la totalidad a la vieja guardia revolucionaria. Los reformadores chinos de los que Deng Xiao Ping fue el ariete, pertenecían, en efecto, a la hornada que había hecho la revolución junto a Mao Tsé Tung. Las purgas internas del PC chino no llegaron a revestir el carácter exterminador de las producidas en la URSS. Por mucho que Mao se hubiera equivocado en el tramo final de su estadía en el poder y por mucho que hubiese perseguido a varios de sus principales colaboradores, los mantuvo con vida y en ellos seguía vigente una percepción superior de la política. En Rusia, tanto la revolución como el termidor estalinista que destruyó su nervio habían quedado lejos cuando llegó el momento del cambio, y la legión de los administradores del estado que usufructuaba el poder –la famosa “nomenklatura”- no tenía el sentido de la misión histórica que le correspondía como heredera de la primera gran revolución socialista. Hacía rato que muchos de sus miembros habían abdicado de todo análisis crítico serio y sus integrantes, o los más influyentes de ellos, se preocupaban por sus carreras antes que nada. De ahí que no fuera extraño que cuando se produjo la crisis de la década de los 80, su reacción haya sido un sálvese quien pueda y un desaforado apetito por transformar sus puestos de privilegio al frente de las instituciones estatales, en apropiaciones personales.
Como prueba cabe contar el hecho (muy poco publicitado por las fuentes occidentales) de que la disolución de la URSS haya sido consecuencia de un virtual golpe de estado: de una conspiración tramada entre los presidentes de Rusia, Boris Yeltsin, y los de Ucrania y Bielorrusia, Leonid Kravchuk y Stanislav Shuskevich que, reunidos casi a escondidas en el bosque de Belaveszha, en la frontera entre Bielorrusia y Polonia, suscribieron el tratado de ese nombre, que independizaba a sus repúblicas del control del gobierno central. Sólo después comunicaron por teléfono la resolución al presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, quien fue prácticamente echado en forma física por Yeltsin de su sitial en el parlamento cuando este se reunió para refrendar lo actuado. Y esto a pesar de que pocos meses antes el referéndum convocado para consultar a la población de la URSS acerca de si quería o no seguir dentro de ella, había arrojado un resultado favorable al mantenimiento de la Unión por un 75 por ciento de los votos emitidos. Y luego hablan de una restauración de la democracia…
El episodio kazajo se da, sin embargo, en un contexto muy diferente al que sucedió a la disolución de la URSS. En aquel momento Rusia ingresaba a un caos promovido por Yeltsin y la banda de “oligarcas” que lo apoyó, quienes conformaron una neoburguesía mafiosa, auspiciada y fomentada por el FMI y los consejos de los gurúes neoliberales de occidente, que promovieron políticas de liberalización de mercado cuya consecuencia fue un shock del cual a la sociedad rusa todavía le cuesta reponerse. Fueron diez años de saqueo, signados por el eclipse de la influencia internacional, la fractura del modelo social, un empobrecimiento galopante, la debilidad de las fuerzas armadas y la brutalidad con que se impusieron esas políticas cuando la Duma protagonizó una rebelión contra ellas: Yeltsin bombardeó y quemó el parlamento, con un saldo de varios centenares de muertos. Pero desde el fondo de ese desastre la poderosa tradición estatal rusa reemergió a través de una figura criada en el vivero de su sempiterna policía política: Vladimir Putin, ex miembro del KGB, quien pronto pondría a Yeltsin en cura de reposo (aunque seguramente sin quitarle su afición al vodka) y concentraría sobre sí la fuerza política necesaria para poner al país en la vía de su recuperación.
Veinte años después, la intentona golpista en Kazajistán (una más entre tantas) parece haber fracasado luego de la intervención de las tropas rusas, llamadas por el gobierno kazajo en su calidad de miembro de la OTSC u Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, que reúne a Rusia, Bielorrusia, Armenia, Kazajistán, Tayikistán y Kirguistán. Ahora bien, a pesar de que cabe reconocer en la tentativa golpista de Kazajistán una operación dirigida no solo contra Rusia sino también contra China, para la cual ese país representa una vía esencial de la Ruta de la Seda, la jugarreta no deja de ser un juego de niños si se lo compara con los problemas que siguen manifestándose en la frontera occidental de la Rusia europea, donde la persistencia de las intrigas de Washington en Ucrania, los países bálticos e inclusive Finlandia están obligando a Moscú a tomar actitudes preventivas que tanto Estados Unidos y Gran Bretaña como la Unión Europea, se apresuran a definir como amenazas. Los rusos, en efecto, han acumulado importantes contingentes de tropas en la frontera, en una especie de advertencia implícita que viene a reforzar las muchas llamadas atención que su gobierno ha dirigido a occidente acerca de que el Kremlin no tolerará que los países que formaban parte de la vieja URSS pasen a ser miembros de la OTAN.
Es curioso como la persistencia en el error se ha tornado en un hábito en Washington y parece haber pasado a formar parte del perfil de la política internacional del partido demócrata. Siempre portavoz de un discurso genéricamente progresista, detrás de las bellas palabras se ha ocultado un dinamismo mucho más agresivo que el de su contraparte republicana. Después de todo fueron demócratas los mandatarios que estuvieron al frente de Estados Unidos en todos los momentos decisivos de su política exterior: la primera y la segunda guerra mundial, la guerra de Corea, la guerra fría, la guerra de Vietnam… Esto no anula por supuesto el hecho de que ambos partidos, el demócrata y el republicano, compartan la misma pretensión hegemónica respecto al mundo. Pero Donald Trump al menos insinuó la búsqueda de un modus vivendi con los rusos, mientras que Joe Biden no parece tener el mismo propósito e insiste en amenazar a Moscú con nuevos embargos y restricciones al comercio si continúa con sus políticas “agresivas”, a pesar de que tiene un frente abierto con China que, teóricamente, es su mayor preocupación.
Las tensiones en Europa del Este no son cosa de poco. Rusia jamás soportará que los cohetes de medio alcance de la OTAN se desplieguen a pocos centenares de kilómetros de Moscú. Por estos días se ha rumoreado que incluso Finlandia podría pedir el ingreso al Organización del Tratado del Atlántico Norte. Estps bulos se venden a través de informaciones periodísticas que se preguntan acerca de “¿qué pasaría si Helsinki pide el ingreso a la OTAN por el temor que siente ante la agresividad rusa respecto a Ucrania?´” Tal vez no sean sino tanteos para probar la tonicidad de la respuesta moscovita. Pero en cualquier caso se está jugando con fuego. Si se llegara a producir algo como una adhesión ucraniana al pacto atlántico, la crisis de los cohetes en Cuba de 1962 suministraría apenas un pálido ejemplo de lo que podría ocurrir.