La creciente tensión en torno a Ucrania, fruto de la aparentemente imparable tendencia estadounidense a presionar a Rusia hasta tornarla en una potencia menor, y el tejido de alianzas con que se intenta contener o sofocar China –la amenaza mayor al esquema de globalización asimétrica propulsado por el bloque anglosajón- están acercando al mundo cada vez más a un punto de no retorno. Visto desde una perspectiva racional este desbarajuste no tiene razón de ser, pero sabemos, desde largo tiempo atrás, que las pulsiones del capitalismo no se ajustan a una normativa lógica: el principio de libertad que pudo existir en sus orígenes se tornó rápidamente en el de la libertad del más fuerte y en el de la competencia darwinista por la primacía. Cualquier intento de organizar esa voluntad de poder e impedir que se convierta en una pulsión de muerte es abominado por el sistema (cada día más anónimo y más abstracto al encerrarse bajo una infinidad de claves y difuminarse en dinero cibernético) y suprimido por todos los medios al alcance de la clique que se distribuye entre Washington, Wall Street y Londres. La reducción al servilismo de los países europeos, cuyos mediocres líderes son cada vez menos capaces de elaborar una política propia y ofrecerse como fiel de la balanza, deja al Tercer Mundo a la deriva, como lo testimonia sin ir más lejos nuestro angustioso pataleo para escapar de la horca de la deuda con el FMI que Macri nos legó, en una de las tantas operaciones que la cleptocracia, de la que el ex presidente es un ejemplo, ha urdido de consuno con el sistema global de dominio para mantener a los habitantes de este y de otros países en la impotencia.
El abanico de temas que dan cuenta de esta situación inviable es tan grande que resulta casi imposible restituirlo a una dimensión que resulte comprensible al gran público. Es por eso que el arte a veces sirve de vector de una cosmovisión que intenta captar el momento histórico que corre. En el filo del medioevo y la edad moderna el Quijote fue un ejemplo que condensó en un libro de ficción el final de un mundo que todavía se sustentaba sobre supuestos caballerescos (que en definitiva no eran tales, pero que daban sustento espiritual e ilusión a sus portadores) y la irrupción de otro fundado en un racionalismo utilitario. El destino final de ese racionalismo utilitario, tras dar mil y una vueltas por los corredores del tiempo, ha venido a parar en el desquicio en el que vivimos, cuando tres cuartas partes del mundo padece necesidades o perece de hambre y miseria, mientras existen, en el norte del globo donde se concentra una riqueza monumental, unos recursos técnicos y un “know how” más que probado para manejar la crisis y que podrían, bien empleados, concurrir a resolver el grueso de los problemas en un lapso que podría medirse tal vez en menos de un siglo. En vez de esto quienes tienen la capacidad para mover esa masa de recursos se aplican a mantener el estatus quo, practicando la fuga hacia adelante y planificando guerras preventivas que eventualmente pudieran suprimir a los factores que se interponen entre ellos y la aspiración hegemónica que les aseguraría una incesante concentración y maximización de las ganancias. Pues esta es la ley de hierro del capital anónimo y por consiguiente irresponsable.
Todavía no ha surgido la obra de arte que haya dado cuenta de las características del impasse en que estamos viviendo. Por supuesto que hay muchas obras que se aproximan a esta rendición de cuentas, incluso de manera inconsciente. “Viaje al fin de la noche”, de Louis Ferdinand Céline, es una de ellas, quizá la mejor. Las novelas de Aldous Huxley también discurren por ese camino y desde luego las de George Orwell. Pero a nuestro tiempo le sigue faltando el Quijote o el Macbeth que dé cuenta, de manera simbólica y a través de la apelación a la inventiva, del carácter agónico de esta transacción irresuelta entre lo viejo y lo nuevo.
No mires más allá de tus narices
“Don’t look up”, la película de Adam McKay (“Vice”), con un elenco desbordante de primeras figuras, se introduce por esta vía, pero le falta sentido de síntesis, no acierta a definir su estilo y no termina de aferrar la intensidad que tiene este momento histórico. Ha sido –injustamente- fustigada sin piedad por la crítica del hemisferio norte, pero el público por el contrario la ha convertido en una de sus favoritas y se anota entre las más vistas del cine streaming.
“No mires arriba” cuenta la aventura de un científico de segunda fila y de una estudiante de astronomía que descubren, desde un observatorio (presumimos que de la NASA) perdido en el desierto, un cometa cuya trayectoria está inexorablemente orientada hacia la Tierra, con la que habrá de chocar en seis meses y medio. Tras informar del hallazgo son llamados a Washington y allí se pierden en un laberinto donde la burocracia, el oportunismo político que no quiere alarmar a la opinión en vísperas de la elección presidencial; el sensacionalismo mediático, las ambiciones personales y una incredulidad e incomprensión del público prontas a transformarse en pánico, inutilizan las advertencias de los científicos acerca de implementar algún tipo de medida que consiga destruir al cascote espacial antes de que este caiga en el Pacífico y provoque un tsunami que apague la vida en el planeta. Cuando finalmente el gobierno toma cartas en el asunto, entran a tallar los intereses de un supermillonario que imagina ser vidente, que reivindica los derechos de la iniciativa privada y que promete ganancias descomunales si se consigue limitar la destrucción del meteorito y sacar provecho de él. Resumiendo, todo termina mal, salvo para un puñado de dirigentes y de superricos que escapan en una cápsula espacial que volverá cientos de años más tarde a un planeta poblado de “bronterocs”, una nueva especie animal de muy pocas pulgas.
La película vacila demasiado o no termina de encontrar un punto de acuerdo en lo referido al tipo de registro que debería dar a este material superabundante. El relato oscila entre el grotesco y el arrebato melodramático, sin decidirse por ninguno y remata en un primer final (porque hay otros dos) sacado de la galera. Las declaraciones que el director McKay brinda al respecto testimonian este desconcierto. “Queríamos sentirnos tristes, pero no acabar traumatizados. Quería que se llorara, pero no descontroladamente”. Para rematar uno de los productores, Ron Suskind, preguntó, antes de definir la escena: “¿Y dónde está la fe en esta película?” Así, de pronto y por arte de la magia de una benevolencia políticamente correcta, los protagonistas “buenos” de la película se encuentran reunidos en una especie de última cena escuchando una oración religiosa. No existe, en cambio, una propuesta concreta acerca de cómo intentar modificar las cosas.
Es obvio que “No mires arriba” se plantea como una metáfora de la crisis que aflige al mundo y cuyos componentes más evidentes son la pandemia, el cambio climático, la migración descontrolada y las guerras, vigentes o potenciales. No alcanza a abrazar su desorbitado objetivo, pero apunta en la dirección correcta, acierta en la definición de algunos pasajes y, evidentemente, logra conectar con mucho público. Lo que demuestra que este se encuentra sediento de interpretaciones que al menos retraten las características del desconcierto en que estamos viviendo. También debe rescatarse la sátira de la gárrula charlatanería del universo mediático que realiza la película. Algunos dirán que es exagerada, pero honestamente, después de ver algunos de los muchos programas “informativos” que cruzan nuestra TV, esa crítica creo que se queda corta. La mala fe, el sensacionalismo, la precipitación, la irresponsabilidad y la ignorancia de una legión de figurines que atruenan el espacio con la manifestación de su propio ego, que usurpan la profesión periodística y la reducen a una mascarada, son aún peores que las cómicas y cínicas caracterizaciones que de un par de “anchors” asumen Cate Blanchett y Jack Bremmer.
Así pues, pese a sus limitaciones, “No miren para arriba” está lejos de ser una película desdeñable. Viene bien para inducir a un reflote de la conciencia crítica. Que es lo que se echa de menos en el clima de aceptación pasmada ante lo aparentemente irremediable que -en apariencia al menos- caracteriza la actitud de las grandes mayorías en estos tiempos.
Las interpretaciones son impecables, como es lógico que lo sean con un elenco conformado por tantas estrellas.
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“No mires arriba” (“Don’t look up”). Guión y dirección: Adam McKay. Intérpretes: Leonardo Di Caprio, Jennifer Lawrence, Meryl Streep, Jonah Hill, Mark Rylance, Cate Blanchett, Ron Perlman. Sello productor: Netflix.