Hay un tema que me gustaría abordar en la columna de hoy, pero con el que no me atrevo por falta de competencias técnico-jurídicas. Este tema no es otro que el de la decisión de la Corte Suprema de Justicia en el sentido de permitir que sean delegados de fábrica incluso aquellos que no se encuentren adheridos a ninguna organización con personería gremial. Pero si no me reconozco en capacidad de ingresar al aspecto técnico del asunto, no puedo dejar de expresar un fuerte recelo político respecto de este. Las dictaduras militares apuntaron siempre en el mismo sentido que la resolución de la Corte. Y su objetivo no era otro que atomizar el movimiento obrero. Por otra parte, cuando el enemigo estructural celebra un fallo judicial como este, hasta el más santo desconfía. Ámbito Financiero salió a festejar con letras catástrofe la resolución del alto tribunal. En vísperas de una nada improbable confrontación entre los sindicatos y el gobierno, como derivación del agravamiento de la crisis mundial, surge esta resolución judicial. ¿Será la Corte tan independiente como dicen?
Como expresa Alfredo Zaiat en Página 12 se diría que la cuestión no pasa tanto por la pluralidad sindical sino más bien por la democratización efectiva de las organizaciones sindicales, sean estas la CGT o la CTA.
Pero vamos al tema de hoy: la “obamamanía”. La elección del primer presidente afroamericano en Estados Unidos sigue suscitando comentarios –en general elogiosos, cuando no ditirámbicos- acerca de la personalidad del elegido y de la flexibilidad y el carácter democrático de la sociedad norteamericana, que encuentra en sus propios resortes las oportunidades para ir avanzando hacia una mayor integración étnica y social. Quienes sostienen esta actitud son en general los escribas de la gran prensa y quienes, a falta de criterios propios, les siguen servilmente los pasos. Pero hay también una amplia y respetable masa de opinión que observa al nuevo presidente con esperanza. Después de todo, un negro en la Casa Blanca representa un salto cualitativo que rompe un tabú de la tradición política estadounidense. Nosotros compartimos, voluntariamente –es decir, con esfuerzo-, esta esperanza, pero es imposible dejar de representarse la masa de problemas que afrontará el nuevo presidente y la naturaleza implacable del sistema en el cual, después de todo, está inserto Barack Obama. La ley de la “omertá” no existe sólo en la mafia; si a un político situado en la cúspide de la superpotencia se le ocurre cambiar ciertas coordenadas capitales del sistema del que forma parte, podemos estar seguros de que le harán pagar el precio.
Obama tiene que enfrentar tres problemas de enorme magnitud: guerras en el exterior, colapso económico y déficit público. Y un desempleo que ya golpea a la puerta. Debería lanzar un programa que aumentara los impuestos a la riqueza, mejorara los salarios mínimos roídos por la inflación, controlara los guetos étnicos en las ciudades o los dotase al menos de la posibilidad de rescatarse a sí mismos. Debería introducir pautas que frenaran la especulación financiera. Debería asimismo cambiar las líneas directrices de la política exterior, bajando los decibeles de la política agresiva de la Unión en el Medio Oriente, el Asia central y Europa oriental.
Sin embargo, la primera señal que ha dado está lejos, muy lejos, de ser alentadora. La designación de Rahm Emanuel como jefe de gabinete (Chief of Staff) de la presidencia pone los pelos de punta. Sus amigos y enemigos suelen denominarlo con el sobrenombre de Rahm-bo, por su carácter destemplado, implacable y guerrerista. Proviene de una familia judía ortodoxa, su padre fue miembro del Irgún y él mismo detenta la doble nacionalidad norteamericana e israelí, habiendo prestado servicio en el ejército hebreo como voluntario civil. A diferencia de Obama, respaldó la invasión a Irak en 2003. Y ha sido un prominente hombre de negocios de Wall Street, como banquero de inversiones, función en la cual recaudó para sí, en dos años y medio, la bonita suma de 16 millones de dólares. Es, por supuesto, un defensor de la globalización y el neoliberalismo, y el colapso del sistema financiero en su país no parece haberlo hecho vacilar en sus convicciones.
En sus activos figura su preocupación por la necesidad de reforzar las políticas de seguridad social y su papel como coreógrafo del encuentro entre Yasser Arafat e Itzhak Rabin en el Jardín de Rosas de la Casa Blanca, cuando alumbró una fugaz esperanza de paz entre israelíes y palestinos, en 1993, poco después de la primera guerra del Golfo.
El rol de un jefe de gabinete, en especial si se tiene el tipo de personalidad arrolladora que se le atribuye a Rahm Emanuel, es cualquier cosa menos insignificante. De hecho, en los niveles más altos de los pasillos del poder, más allá de las atribuciones técnicas que un cargo conceda al funcionario, su capacidad ejecutiva puede pesar fuertemente. Obsérvese si no el papel del vice de Bush, Dick Cheney, para muchos el actual presidente en las sombras de Estados Unidos.
Un escenario difícil
El escenario que aguarda a Obama es ominoso. En 1933 el presidente Franklin Delano Roosevelt sacó al país adelante con un programa de corte socialdemócrata de regulación de la economía, con apoyatura en un fuerte movimiento obrero. Pero como señala con mucha pertinencia el politólogo paquistaní Tariq Alí, esa base social ha sido liquidada por los mandatos Reagan-Bush-Clinton-Bush. Lo que hay ahora, dice Alí, “es una economía nueva, en unos Estados Unidos desindustrializados y muy dependientes de las finanzas globales”.
La carta mayor que tiene el establishment de Estados Unidos para mantener su supremacía, pasa por su presencia militar en el resto del mundo. ¿Irse de Irak? Quizá sí, pero, ¿cómo? ¿Abandonando a su suerte a los consorcios petroleros?
En Irak las cosas parecen estar más tranquilas ahora, pero el ejército norteamericano ha conseguido esta pacificación no a través de una victoria sobre el terreno, sino a partir de un acuerdo tácito con la guerrilla sunita, interesada en erradicar el terrorismo de Al Qaeda, organización (o sello, más bien) que muchos suponen manipulada en ocasiones por la CIA, para incentivar las diferencias confesionales entre sunitas y shiítas. Estos últimos están rearmados y siguen en conexión estrecha con el gobierno de Irán, listos para actuar si un conflicto entre Washington y Teherán se agrava.
En cuanto a Afganistán, la persecución del elusivo –y quizá ya inexistente- Osama bin Ladin es un expediente para mantener las tropas en el país y pesar en un enclave geopolítico de mucha importancia en el balance geopolítico mundial. Barack Obama respalda enfáticamente esta posición.
Obama no parece muy determinado a buscar una base social en la cual apoyarse para fomentar eventuales cambios a este estado de cosas. Aparte de su glamour como personaje de una gran puesta en escena, todas sus declaraciones explícitas apuntan a “cambiar para que nada cambie”. Su posición respecto del Medio Oriente, Cuba y Africa no aporta nada de nuevo. Por supuesto que esa actitud puede modificarse en el trámite de las cosas, pero la naturaleza de los apoyos económicos para su campaña que ha recabado desde los sectores de gran concentración de capital –muy superiores a los otorgados a McCain-, hacen al menos dudar de que esté dispuesto a ello. Se tiene la impresión de que el sistema ha decidido redecorar un poco el escenario, que la alternancia entre republicanos y demócratas –“la hidra de dos cabezas”- que dirige los asuntos públicos en el sentido que marcan el complejo militar industrial y la gran banca, ha elegido esta vez darse una pátina progresista-humanista a través de un candidato de grandes cualidades naturales para encarnar la figura del adalid, pero con los suficientes reaseguros para determinar que nada importante cambie.
Si la crisis actual se pronuncia, sin embargo, y si Barack Obama no puede responder a su desafío, la masa electoral que lo acompañó en las elecciones puede retraerse. O quizá pueda buscar otra alternativa a la de la oligarquía política y corporativa que hoy la gobierna. Para esto, sin embargo, sería preciso que los mass-media sirviesen para algo más que para promover las políticas programadas por el sistema. Cosa utópica, en tanto y en cuanto esas mismas corporaciones de la comunicación son parte integral y capital del sistema.
No quiero dejarme llevar por el pesimismo, pero cada vez me parece más evidente que sólo un brutal llamado a la realidad –entendiendo por esto un trastrueque de las relaciones de poder en el mundo determinado por un revés militar de envergadura- podría demostrar al público norteamericano que su país no es invulnerable, y que no puede andar por allí haciendo lo que le da la real gana. Tal vez así se alteraría la hipnosis en que vive y podrían asomar algunas opciones políticas que están latentes, pero que no pueden emerger de la niebla des-informativa que las envuelve.