Hace apenas dos días murieron dos de los artistas que mejor plasmaron la condición humana en el siglo XX. Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni cerraron su existencia mortal casi en el mismo momento, por una de esas raras coincidencias que condensan, en su pirueta, una gran carga simbólica.
Junto a Andrezj Wajda, que los sobrevive pero que no los iguala en la altura y complejidad de su obra, eran los últimos exponentes de una generación de cineastas que animó las que posiblemente han sido hasta hoy las dos décadas más ricas del cine: las inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial. Fue un momento de epifanía, ése, con un caudal de nombres y obras que pusieron al cine a la altura de las artes más maduras y que ahondaron en la problemática moral, existencial y social de nuestro tiempo con una profundidad y un delicado equilibrio que no se habían dado antes ni se han vuelto a dar desde entonces.
Eran los años inmediatamente posteriores al neorrealismo, que había expuesto la verdad cruda de un mundo despanzurrado por la guerra. El universo social europeo se había recompuesto a partir de ese momento, con una velocidad sorprendente, y su exterior brillante no era penetrable ya con las armas de la vocación documentalista y testimonial del neorrealismo: requería de instrumentos más agudos y precisos para ahondar en la desazón que informaba, sordamente, a un mundo que de pronto había trocado la escasez más extrema por las prodigalidades de la sociedad de consumo; pero que de todas manera se sentía amenazado por el recuerdo de la guerra pasada y por los tormentos de la guerra fría, que hacía pender la sombra del Apocalipsis nuclear sobre la reluciente prosperidad del milagro económico europeo.
Bergman y Antonioni, cada cual a su manera y desde un espiritualidad no muy diferente, dieron expresión a esa angustia. En el caso del cineasta sueco, quizá el más grande de todos los creadores cinematográficos que hemos tenido hasta el momento, su percepción del mundo está traspasada por una angustia existencial que lo lleva a elaborar algunas de las reflexiones más desoladas y sin embargo más enteras y viriles sobre el sin sentido del universo: no puedo dejar de recordar a El Séptimo Sello y a la frase que pronuncia el escudero de Antonius Block cuando la Muerte le impone silencio: “Callo, pero callo bajo protesta”.
El Norte y el Sur: similitudes y diferencias
La angustia que permea a Bergman y que el realizador resuelve en un cine de una pureza visual extrema y en unos textos de una esencialidad poética impresionante, encuentra en Antonioni una expresión determinada en buena medida por el origen italiano de este, pero que no difiere mucho en su sentido.
En Bergman el enigma que plantea la vida es experimentado con una intensidad religiosa reforzada por la percepción intensamente sensual que el director tiene de esta.
En Antonioni, el sesgo materialista de su manera de ver el mundo se encarna, en cambio, en formas menos líricas, más frías (menos nórdicas y fáusticas, si se quiere, y más mediterráneas y racionalistas), y su espanto deviene más de la incomunicación que percibe en los seres humanos como consecuencia de su inserción en un planeta social estéril, carente de valores, que de una interrogación metafísica que casi no se plantea.
Ambos, sin embargo, proceden con una coherencia estilística rigurosa. Bergman fue un maestro absoluto en la combinación de las vertientes expresivas que confluyen en el filme: plástica, sonido, música y texto se acuerdan con fluidez en sus películas.
Antonioni, por su parte, nos ha legado, a través de sus filmes, una forma de ver el paisaje moderno que hemos incorporado de manera casi inconsciente. Los paisajes, cualesquiera que sean, están por supuesto siempre allí, pero es la percepción del artista la que nos los revela en su sentido más verdadero. Así como la pintura de Edward Hopper nos enseñó a ver la soledad del individuo en un mundo ausente, así Antonioni nos ha dado una visión de las ciudades modernas que resalta la frialdad de estas y de las relaciones que se tejen en ellas.
Pero la angustia existencial no sostiene a una obra de arte ni le da su proyección más poderosa. Es lo que esta vale por sí misma, como apuesta contra esa misma angustia, lo que la consolida en el tiempo. Los dos realizadores que nos dijeron adiós esta semana, lejos de acomodarse a las cosas como son, resolviendo su cine como una ecuación miserablemente desesperanzada y en el fondo conformista, configuraron su obra como una protesta contra el destino.
Algo más los mancomunó, asimismo, dotando a su trabajo de una dimensión afirmativa: su valorización de la mujer como portadora de la verdad de la vida. Los personajes femeninos de Bergman y Antonioni son legión, y muchos de ellos inolvidables: el personaje de Kari Sylwan en Gritos y susurros, el de Bibi Andersson en El séptimo sello, los de Mónica Vitti o Jeanne Moreau en la trilogía que conforman La aventura, La noche y El eclipse, entre muchos otros.
Todos ellos se perfilan como opciones positivas, que parecen encerrar, junto a la dimensión destructiva o desconcertada del hombre, la constatación tenaz de la maternidad, capaz de afianzarse contra la muerte y de seguir dando, sean cuales fueren las inclemencias del destino, el obstinado testimonio de la vida.