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14
OCT
2021
China y Japón están lejos, pero han sido protagonistas fundamentales de la historia del siglo XX y al menos uno de ellos seguramente volverá a serlo de manera aún más decisiva en la centuria que estamos recorriendo.

La nota anterior giró en torno a la coalición formada por Australia, el Reino Unido y Estados Unidos, denominada AUKUS, para prevenir la expansión china en la región del Indo-Pacífico. O, más verosímilmente, para apoyar la punta de un puñal en el vientre de China con miras a un enfrentamiento armado, posible a mediano o a largo plazo. No es la única configuración pensada para frenar a Pekín: el QUAD (Quadrilateral Security Dialogue), es un foro que reúne a Estados Unidos, India, Australia y Japón y se propone defender las políticas de libre mercado contra la originalidad del experimento chino. También desea controlar su expansionismo. Pero lo hace en un plano más “flou”, más difuso, mientras que el AUKUS tiene un perfil militar muy definido, que podría apuntar en un primer término a cortar la vía marítima de la Ruta de la Seda. Se asemeja a una OTAN oriental. Por otra parte el QUAD es abigarrado, con socios de diferentes razas, cuyos lazos no evidencian la consanguineidad de los tres países anglosajones del AUKUS. Dato importante este, dígase lo que se quiera, a la hora de valorar las intenciones y las solidaridades implícitas que se dan en el concierto de las potencias.

Ahora bien, más allá de este cuadro de situación, lo que sorprende es la magnitud del cambio operado en la región a lo largo del siglo de las tormentas que se vivieron a lo largo de la pasada centuria y que siguen actuando de forma operante o potencial en el presente. El escenario del oriente y extremo oriente ha contemplado transformaciones de mucho bulto, de las cuales una, la de China, es la más sorprendente. Este cambio es doblemente impresionante si se lo contrasta con el de Japón, la otra potencia regional que fue la primera en saltar a los tiempos modernos con una contundencia también formidable.

A principios de pasado siglo China agonizaba, víctima de los “tratados desiguales” que le habían impuesto las potencias europeas, incluida Rusia, y su vecino nipón, que codiciaba partes sustanciales de su territorio para poner remedio a su falta de materias primas y para emular a los imperialismos occidentales, a los que había tomado como modelo para mejor escapar a su tutela. El Celeste Imperio era en cambio víctima de su propio inmovilismo y del autoengaño en que se mantenía al arrogarse la loca aunque inofensiva ilusión de dar por sentado que era el dueño del mundo y que el resto de las naciones le debían tributo, aunque no se molestara poco ni mucho en ir a recabarlo. Por otra parte, las distancias y la existencia de intereses más inmediatos para el capitalismo occidental habían hecho que este no tuviera prisa en ocuparse de China. Pero cuando los ingleses se hubieron aposentado sólidamente en la India y tuvieron el mercado chino a su alcance no vacilaron en abrirlo apelando a la superioridad de su tecnología militar. Ni siquiera se molestaron en justificarse con la retórica civilizatoria: simplemente abrieron a cañonazos los puertos y los ríos chinos al tráfico del opio, que el estado chino se esforzaba en combatir. En nombre de la libertad de mercado los británicos se arrogaron la potestad de envenenar a millones de personas.[i]

El método tenía vigencia universal. Sin ir más lejos nosotros, argentinos, junto a brasileños y uruguayos, prestamos ese mismo servicio a la corona británica con la guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, que sirvió, no para civilizar a nadie, sino para destruir a un estado que era industrialmente el más evolucionado de Suramérica, cuya autonomía resultaba insufrible a las castas comerciales de Buenos Aires, Montevideo y Río de Janeiro, que se acomodaban muy bien con el imperialismo inglés, interesado en abrir el corazón del subcontinente al tráfico fluvial.

El choque con occidente desbarató a la sociedad china. Si las máximas confucianas del buen gobierno instaban a guiar el país al reino de la Gran Armonía, la realidad indicaba que ni reinaba la armonía ni que ese enorme conglomerado de gentes se encontraba en condiciones de resistir al envite de los “bárbaros”, como la corte imperial y sus mandarines definían a los visitantes de allende el océano. El deterioro fue monumental y para 1912 la dinastía Qing había fenecido y el enorme país que hasta entonces mal que bien cohesionaba, estaba en manos de los señores de la guerra: de una multitud de caudillos y caudillejos militares, cuando no de las mafias portuarias que realizaban sus negocios en Shangai y los otros muchos puntos de acceso de los que los occidentales se habían apoderado y que revestían la forma de “concesiones”. O sea, de zonas bajo jurisdicción extranjera, controladas por fuerzas militares de países como Gran Bretaña, Alemania, Japón, Portugal, Estados Unidos o Francia, respaldadas por los cañones de las naves de guerra fondeadas en los puertos del Yang-tsé, del litoral del mar del Japón o del mar de la China del Sur. Era el régimen de los “puertos abiertos”, que había nacido con las guerras del opio y se había perfeccionado a través del tiempo hasta fundar áreas de efectiva extraterritorialidad en lo que debían haber sido espacios soberanos de China. Las hambrunas, un flagelo que nunca había dejado de azotar a China, reaparecieron con fuerza en ese escenario.[ii]

En medio de ese caos se fueron perfilando dos fuerzas restauradoras. La primera fue el Kuomintang, el partido fundado por el padre de la república china, el Dr. Sun Yat Sen, un demócrata sincero, formado en Estados Unidos y Europa, quien articuló su fuerza política a través de las sociedades secretas que aglutinaban a la burguesía comercial de la diáspora china en Asia con estudiantes, intelectuales y militares. A los pocos años de ocupar el gobierno murió de causas naturales, siendo reemplazado por su concuñado Chiang Kai Shek, un joven caudillo militar muy bien dotado políticamente, hábil e implacable en su búsqueda del poder. La segunda fuerza sería el partido comunista, aflorado luego de la revolución rusa, en el cual gradualmente se iría abriendo paso Mao Tsé Tung.

Esto, así descrito, no da la menor idea de lo gigantesco y terrible del trabajo histórico cumplido en las décadas del proceso de cambio chino hasta la instalación de la República Popular. Primero aliados en la lucha para terminar con el bandidaje de los señores de la guerra y unificar al país, el Kuomintang y el PC no tardaron en divergir en torno a sus objetivos, como representantes que eran de intereses radicalmente contrapuestos: el Kuomintang expresaba a la burguesía tanto rural como citadina, y el partido comunista se había adjudicado el papel de campeón de la causa de los proletarios y campesinos de China. Antes incluso de que la alianza entre el Kuomintang y el PC hubiese logrado la pacificación del país, Chiang, apoyado por la “ burguesía compradora” de los puertos y con respaldo de las potencias extranjeras, lanzó una guerra de extermino contra los comunistas, inaugurada con la destrucción de la “Comuna de Shangai”[iii] y con una feroz ofensiva que liquidó las expectativas del Kremlin (o sea de Stalin) de mantener en pie ese primer ensayo de frente popular que tantas veces volvería a escenificarse más tarde en muchas partes, pero que obviamente no respondía a la necesidades objetivas de la situación en China en ese momento.

 

La guerra civil se reencendió entonces (1927) y pronto se complicaría con la invasión japonesa del norte de China, desdoblándose en un conflicto en dos frentes, en el cual con frecuencia para el gobierno de Chiang Kai Shek el enemigo principal no sería el imperialismo japonés sino el partido comunista chino. Esta ambigüedad contribuyó a corromper al Kuomintang, ya gravemente trabajado por mil y un pactos espurios con la burguesía compradora y con las mafias, y le arrebató gran parte de la lealtad de las masas que, además de sus específicas reivindicaciones de clase, eran fervientemente nacionalistas y odiaban la humillación a que las grandes potencias sometían a China, al expoliarla e invadirla cuando les parecía conveniente. El dato de la degradación del gobierno del Kuomintang fue decisivo cuando, después del fin de la segunda guerra mundial y del derrumbe de la pretendida Esfera de Co-prosperidad Asiática prohijada por Tokio, “nacionalistas” y comunistas se enfrentaron a todo o nada por el control del país. Pese a encontrarse en inferioridad de medios y a que Chiang contaba con el respaldo económico, político y militar de Estados Unidos, los comunistas pronto empezaron a ganar terreno y en octubre de 1949 Mao proclamó la República Popular China en la puerta de Tiananmén, en Pekín. El triunfo significó para los comunistas también la certificación de una línea independiente de conducción del movimiento en su relación al vínculo con la Unión Sovietica. Como en1927, Moscú había intentado al principio sujetar a la conducción del PCCh a la directiva rusa, reeditando la política de cooperación con el Kuomintang, que en la primera ocasión derivara en una catástrofe. Pero si en aquel primer momento los fallos de la orientación moscovita se fundaron principalmente en un sincero error de cálculo respecto a las intenciones de las fuerzas que se movían sobre el terreno, en esta segunda oportunidad la orientación estaba ya claramente inspirada en la sujeción que el PC ruso pretendía imponer al movimiento comunista internacional, convirtiéndolo en un peón de los intereses soviéticos. Después de la guerra los rusos estaban sinceramente interesados en mantener abiertos los lazos con occidente, y el surgimiento de un nuevo superestado comunista al lado de la URSS entendían con razón iba a exacerbar los temores y la agresividad de Washington contra Moscú. Mao y Chou en Lai, su ministro de relaciones exteriores, eran conscientes de los sobreentendidos de la política rusa y llevaron adelante la revolución con la seguridad que les daba la noción de su propia importancia social y militar en el seno de China.

Una evolución difícil

A partir de allí tuvo lugar en China un proceso de potenciación cruzado por muchas contradicciones y cuyo precio en tributos humanos no es fácil calcular, pero que la llevó a convertirse en una fuerte potencia internacional ya en la segunda mitad del siglo pasado. En ese transcurso el voluntarismo de Mao originó muchos sobresaltos, purgas, avances y retrocesos, pero el país se proyectó al primer plano de la escena mundial. Arrancando de la guerra de Corea, donde frenó a un alto precio las pretensiones norteamericanas de dominar la entera península, y pasando por súbitos cambios y contramarchas que pusieron al partido y al país de cabeza –el Gran Salto Adelante, la campaña de las Cien Flores, pronto corregida por la Revolución Cultural- los experimentos de Mao tuvieron por motivo, aparentemente, una intención movilizadora que se proponía impedir la atonía del cuerpo político y estimular el contacto de los dirigentes del partido con las masas. Este dinamismo estaba preñado de un voluntarismo que parecía querer inducir, por un lado, a una revolución permanente, y por otro a proyectar una y otra vez a la propia persona del Gran Timonel como elemento indispensable para controlar las aguas y someter a la obediencia a sus posibles contradictores internos en el seno del gobierno.

Cambio de rumbo

En el transcurso de esos años se produjo una de las más espectaculares inversiones de alianzas que registra la historia. Se arribó a ella a través de un recorrido bastante retorcido, pero aleccionador. Una de las formas que China tenía para reaccionar al bloqueo a que la sometía occidente y en especial Estados Unidos, era proponerse como la abanderada de la revolución en Asia, cosa que por otra parte era coherente con el marxismo-leninismo que sus jefes profesaban o decían profesar. La URSS, preocupada más bien en mantener en pie la teoría de la coexistencia pacífica con occidente lanzada por Nikita Khrushev y asegurar así su propia supervivencia, resentía esta actitud en una aliada a la que no terminaba de considerar su igual. En consecuencia hostigó a China por su extremismo y por llevar adelante una política de enfrentamiento hacia occidente. Decidió cortarle el apoyo tecnológico y militar, retirando abruptamente a miles de especialistas que se ocupaban de asesorar a los chinos en la cuestión nuclear. A esto siguieron un par de choques fronterizos entre tropas chinas y rusos que tuvieron una escala considerable. Persuadidos de que la URSS estaba preparando su expulsión del poder por medio una agresión externa combinada con una eventual conspiración interna, Mao y Chou en Lai lanzaron su jugada maestra en materia de realpolitik: abrieron conversaciones con Estados Unidos –cuyo gobierno en ese momento contaba con un consejero de seguridad (pronto secretario de Estado) que era una luz en materia de geoestrategia, al que no lo preocupaban poco ni mucho los escrúpulos ideológicos y que estaba sólidamente sostenido por un presidente a quien tampoco lo inquietaban los fantasmas de la moral y era un pragmático consumado. Henry Kissinger y Richard Nixon fueron la contraparte ideal de Mao y Chou; en cuestión de meses las relaciones entre ambas potencias habían ingresado a canal que las llevaría a su normalización en poco tiempo y a la vigencia de la presencia china en el ámbito internacional. Se abrió así una era de cooperación que acabaría (provisoriamente, como vemos hoy) con el antagonismo entre los dos países.

Después de la muerte de Mao, y producida la caída de la URSS, tras de que Deng Xiao Ping tomara en sus manos las riendas del poder y reformulara la economía china para dar acceso a la inversión privada, el acuerdo se reveló como especialmente fructífero: el viejo sueño de los empresarios norteamericanos y occidentales de desembarcar en el enorme mercado chino para hacer negocios allí se hizo realidad a una escala insospechada. En contrapartida, en pocas décadas la economía y la producción chinas se modernizaron enormemente y el gigante asiático se transformó en un actor fundamental de la economía global. Con un elemento que diferenció a esa experiencia de las prácticas neoliberales puras, sin embargo: el gobierno central chino no modificó el rol hegemónico del partido comunista en el área política, y siguió al mando de las finanzas y el planeamiento. Esto es, no mordió el anzuelo, no disolvió su facultad de intervención y resistió las demandas de democratización y mejoras sociales formuladas por trabajadores y estudiantes, mientras mantenía una política exterior dúctil, que eludía los pronunciamientos genéricos y evaluaba la evolución del mundo de acuerdo a datos puntuales y a una comprensión de estos que tenía al interés chino como referente fundamental.

Hay una mezcla de flexibilidad y rigor en este método que parece fundarse en una combinación de voluntad de progreso, racionalidad y escepticismo acerca de la aptitud de las masas para resolver por sí mismas la complejidad de los problemas que plantea el mundo. La experiencia de una historia milenaria probablemente fomenta esta desconfianza y potencia la voluntad de armamentismo y de superación tecnológica en que actualmente están comprometidos los chinos. La reaproximación a Rusia, de la que hemos sido testigos en años recientes, no se sustenta hoy en el cemento de la vieja comunión ideológica, sino en razones prácticas, derivadas de la necesidad de hacer frente a un enemigo común. Como quedó demostrado en la ruptura sino- soviética de la década de 1960, las comuniones ideológicas no suelen resistir a las exigencias de la coyuntura cuando esta es imperiosa.

Lo que puede dotar de permanencia a la actual confluencia de chinos y rusos que se expresa en el grupo de Shangai, no es solamente la necesidad de ambos de enfrentarse al proyecto global norteamericano, sino también la conciencia de la potencialidad geopolítica de “Heartland” o de “la Isla Mundial”, enunciada por Halford Mackinder. Y aunque no se quiera convertir a esta configuración en un núcleo que irradiaría su poder por todo el mundo, su misma dimensión imposible de abarcar anularía los intentos por aislarla y transformarla en el blanco de un asalto global por los países del “saliente exterior” o “rimland”, de los cuales los miembros del recién estrenado AUKUS son un buen ejemplo. Claro está que también produce el efecto contrario. Es decir, incentiva la tendencia angloamericana a buscar una guerra preventiva que acabe con esa amenaza antes de que sea tarde. Lo que viene a demostrar que el contradictor y complemento de Mackinder, Nicholas Spykman, sigue siendo, más allá de la muerte, el mentor de los planificadores de la política global de Washington.[iv]

Es imposible saber qué puede salir de este choque de configuraciones en el campo de la política de poder. Pero sí está demostrándonos la persistencia de teorías y de tendencias en la política global que llevaron a las dos catástrofes bélicas más recientes al consentir políticas de cerco con las cuales algunas potencias amenazaron a otras, conduciéndolas a salidas pánicas que terminaron provocando desastres mayores de los que, a su vez, quizá querían evitar.

Un ejemplo de esto lo suministró la peripecia de la modernización de Japón, muchos de cuyos componentes contrastan dramáticamente con los de China. Pero este debe ser el asunto de la próxima nota.

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[i] La libertad de mercado o de comercio abriría el paso, teóricamente, a todas las otras libertades. Visto en perspectiva, el principio no deja de parecerse a la teoría del derrame: cuando los ricos sean mucho más ricos, el excedente de sus fortunas se volcará sobre el resto del género humano, en forma gradual o con cuentagotas. No hay nada nuevo bajo el sol.

 

[ii] Ni dejaría de azotarlo después: la peor parece haberse producido durante el régimen de Mao, cuando una combinación de factores –el voluntarista y disparatado “Gran Salto Adelante” predicado por el Gran Timonel, y la fractura de las relaciones con la URSS- provocó un desbarajuste de la vida económica que terminó causando entre diez y veinte millones de muertes en apenas tres años (Jonathan Spence, “En busca de la China Moderna”, Tusquets Editores, Barcelona 2011).

 

[iii] Hay un poderoso reflejo literario de este episodio en la novela de André Malraux “La condición humana”.

 

[iv] Nicholas Spykman (1893-1943), politólogo, periodista y profesor universitario estadounidense de origen holandés. A partir de la teoría de Mackinder sobre el papel determinante de la “la isla mundial” euroasiática, la corrige o más bien complementa al sostener que su supuesta preponderancia final puede ser corregida desde el “rimland” o cerco de tierras, compuesto por los países periféricos al “heartland” o “isla mundial”.  Como la India, Europa occidental, etc.

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