El mundo, pero sobre todo Estados Unidos, conmemoran el aniversario del 11 de setiembre de 2001, el día en que cuatro aviones de pasajeros fueron usados como misiles por los terroristas que se habían hecho con el control de ellos, contra blancos situados en Nueva York y Washington. Las imágenes de las Torres Gemelas, orgullo de la Gran Manzana, impactadas y derrumbándose en pleno Manhattan, quedaron grabadas a fuego en la memoria contemporánea. No bastaron opiniones como las de Edward Lutwak, que demostraban que los enemigos de la Unión no habían obtenido ninguna ganancia estratégica con ese acto: no habían hundido ningún portaaviones ni habían ocupado ninguna región sensible. La cuestión era otra: era que la visión de los símbolos del poder económico global, las dos torres del Centro Mundial de Comercio, viniéndose abajo en medio de un alud de escombros y polvo que cubría a toda Nueva York, tenía un poder simbólico equivalente a la bomba de Hiroshima.
Las víctimas fueron muchas menos, por supuesto: alrededor de 3.000 muertos, en comparación con las 100.000 personas suprimidas en un relámpago en agosto del 45; pero la conmoción, sobre todo en Estados Unidos, no acostumbrado a soportar ataques a gran escala similares a los que ese país prodiga por el mundo entero, fue enorme. El trauma fue perdurable, hasta el punto de que dura todavía.
La mayor parte de la población norteamericana, que no suele ser consciente de la disparidad que existe entre los daños que su país recibe y los daños que causa, tomó, como era lógico, el ataque realizado por Al Qaeda como una afrenta intolerable y digna de ser lavada con el aplastamiento de los terroristas estuvieran donde estuviesen. Esto creó un momento de comunión nacional que hizo posible la “guerra contra el terror”. De pronto ese fantasma con que el establishment había intentado sin mayor éxito reemplazar al fantasma del demonio comunista se corporizó, convirtiéndose en el motor y el pasaporte de las políticas de intervención imperialista activa en medio mundo, pero en especial en el medio oriente, África y Asia central. Mientras servía, de paso, para ceñir más estrechamente la vigilancia interna, generalizando el espionaje cibernético y el control de la vida de los ciudadanos.
Fue tan oportuna la conmoción a los fines de la política exterior de Washington –que desde la caída de la Unión Soviética venía planificando un reordenamiento global con arreglo a una mundialización económica asimétrica y a un patronato unipolar- que resulta difícil disociar a los atentados del 11/S de la idea de un autoatentado; de una provocación pensada para poner en marcha una estrategia global de predominio largamente meditada. Esto dio lugar a una multiplicación de teorías conspirativas, la mayor parte de las cuales son, creo, disparatadas, pero a las que no cabe desechar sin más ni más o al menos sin evaluar la posibilidad de que algo haya existido. Creemos que las hipótesis de la demolición de las Torres consumada con cargas explosivas o la del misil en vez de un avión golpeando al Pentágono, se encuentran entre las primeras, entre los desatinos, pero hay datos -la distracción del gobierno respecto a las varias alarmas emitidas por los agentes de la CIA respecto a la preparación del atentado, y la displicencia en eliminar a un blanco como Osama bin Laden cuando se sabía ya que era un peligro y se lo tuvo varios días a tiro- pueden denotar una disposición a dejar el camino expedito para la ocurrencia de algún tipo de atentado monumental que proporcionase el pretexto para desplegar la “estrategia del caos”, con la que EE.UU. y su socio británico se proponían reorganizar ciertas áreas sensibles del planeta. No habría sido la primera vez, si recordamos el ejemplo de Pearl Harbor…
El caso es que el 11/S suministró el pivote sobre el cual se hizo bascular la política global. A pocas horas de ocurrido el golpe se proclamó la guerra universal contra el terror, y un par de meses después Estados Unidos invadió Afganistán, se aposentó en ese lugar de gran importancia geoestratégica y empezó a desarrollar la política agresiva que lo llevaría a invadir Irak con excusas que sólo la sujeción de la opinión pública a la dictadura mediática podía hacer persuasivas por un breve tiempo. Se montó una serie de operaciones en el escenario medio oriental que consiguieron su objetivo de desorganizar todo, pero sin construir nada nuevo. Ni, lo que a los ojos de los planificadores era mucho más grave, impedir que esas regiones sumidas en el caos comenzasen a emerger de él, gracias en buena medida al hecho de que los rivales globales de Washington se perfilaron de manera cada vez más evidente como contrapeso a su influencia. Porque el plan de contralor global que Washington se había arrogado no contaba con la magnitud de la resistencia que encontraría. No sólo en los países donde USA desplegaría su acción sino entre sus rivales a nivel mundial: Rusia y China.
Han pasado veinte años del comienzo de este desarrollo. El desastre se ha consumado. Irak y Libia fueron eliminados como factores de poder, Siria ha sido desangrada pero sigue en pie, en buena medida gracias a la protección rusa; el Líbano teme estar a las puertas de una nueva guerra civil; Irán persiste y no pierde su peso, particularmente gravitante en Irak; Afganistán es el desastre que vemos y Estados Unidos retira vergonzantemente de allí sus efectivos regulares, esperando todavía influir en la región gracias a la aviación, a los drones y a los “contractors”: sus mercenarios, nueva forma de la guerra acorde con la tercerización del trabajo propia de la era neoliberal.
El contraste entre este saldo y el proyecto original de predominio pensado para este siglo no puede ser más chocante: el predominio unipolar no se ha restituido; por el contrario, está puesto cada vez más en tela de juicio. Y la desazón por el estado de cosas y el rechazo hacia unas clases políticas que no hacen otra cosa que aferrarse a prácticas resobadas y a ostentar una falta de ética cada vez más impudente, recorren al planeta en todas direcciones. El hambre, las migraciones pánicas, el paro, el desempleo juvenil, la pandemia que vino a desnudar la inadecuación de las respuestas sanitarias en la mayor parte del globo; la anonimidad del poder escondido detrás de infranqueables barreras de secretos bancarios y de logias económicas, son factores que irritan o enfurecen a la opinión pública, aunque por lo general esta no alcance a formular los motivos de su descontento con coherencia y con la sistematización que es necesaria para articularlo de una manera operante.
Sí, algo más que las Torres Gemelas se vino abajo el 11 de Septiembre del 2001: de una manera irracional y vesánica, las trapacerías de las agencias de inteligencia que jugaban el Gran Juego geopolítico coincidieron hasta generar el menjunje explosivo que terminó en ese apocalíptico derrumbe. Esperemos que no sea esa la imagen símbolo de nuestro tiempo. Pues si el resentimiento y la bronca que se incuban en el seno del mundo contemporáneo no encuentran la o las fórmulas que los vehiculicen en estructuras políticas provistas de sentido, uno y mil 11 de setiembre son de esperar en el calendario.